Genes, chicas y laboratorios

La persecución de la estructura en doble hélice del ADN es un relato de aventuras en el mejor de los sentidos. En primer lugar, existía la posibilidad de encontrar un caldero de oro científico, y probablemente muy pronto. En segundo lugar, entre los exploradores que participaban en la carrera por encontrarlo, había mucha jactancia, lapsos inesperados de razón y aceptaciones dolorosas de que los hados no eran propicios. Los comienzos de los cincuenta no invitaban a ser cauteloso, sino más bien a apresurarse cada vez que se abría un camino: podía haber pepitas de oro esperándonos tras la siguiente colina. Yo era uno de los ganadores, la fortuna me sonrió mucho, muchísimo más de lo que nunca pude atreverme a soñar, y ahora no podía quedarme quieto. Seguía existiendo un botín genético que localizar, y no añadirme a la caza posterior me habría hecho sentir viejo. Ahí fuera estaba el código genético (la «Piedra de Rosetta de la Vida») que nos habría de contar las reglas por las que la información genética codificada dentro de las moléculas del ADN se traduce en el lenguaje de las proteínas, los caballos de tiro de todas las células vivas.

Desde el principio, el mejor camino hacia el código genético parecía hallarse en o cerca de una molécula todavía misteriosa llamada ácido ribonucleico o ARN. Aunque muy diferente del ADN, estaba construida según las mismas pautas, y podía asimismo codificar información genética. En la primavera de 1953, yo no tenía ni idea de qué aspecto tenía el ARN, y este libro, en parte, es el relato de su búsqueda. Era concebible que la mera inspección de la forma tridimensional del ARN nos diría el código genético y nos dirigiría hacia la maquinaria molecular que utiliza sus reglas para traducir el lenguaje del ADN al lenguaje de las proteínas.

En esta búsqueda tuve a Francis Crick otra vez a mi lado. Pero los hados nos situaron a veces a miles de kilómetros de distancia uno de otro, y muchos de mis pasos hacia el desciframiento del ARN los hice en compañía de nuevos amigos. En su mayor parte, habían visto antes bosques de moléculas en apariencia impenetrables y sabían aproximadamente qué ropa ponerse y las herramientas necesarias para cortar la maleza que teníamos delante. George Gamow era muy distinto. Explorador realmente extravagante, nacido en Rusia. físico teórico extraordinaire y para colmo un gigante de dos metros de altura, «Geo», tal como firmaba sus cartas, se resistía a la descripción convencional con su afición a los trucos que enmascaraban una mente que siempre pensaba a lo grande. Juntos íbamos a constituir una asociación a la que llamó el Club de la Corbata del ARN y a la que se identificaba con una corbata que él mismo diseñó. A sus veinte miembros les envió Francis Crick en 1955 su famosa «Hipótesis del Adaptador», que nunca publicó en ningún otro lugar. Nuestro club se convirtió en parte de la historia de la biología molecular.

Durante años he deseado escribir acerca de cómo llegó a constituirse el Club de la Corbata del ARN, insertando las absurdas cartas de Geo, a menudo ilustradas, en el clima intelectual que rodeaba al cataclismo espiritual suscitado entre los biólogos tras el descubrimiento de la doble hélice. Podría haber limitado el relato a los temas científicos, pero en cambio lo he situado en el contexto de mi propia vida personal, que a su vez estuvo muy influida por las vidas de mis amigos. El relato empieza cuando yo era un joven soltero de veinticinco años y pensaba más en las chicas que en los genes. Es tanto un relato de amor como de ideas.

Al igual que con La doble hélice,* intento captar el espíritu de mi juventud y me abstengo a propósito de hacer juicios ponderados sobre si mi comportamiento era correcto o incorrecto. Sin embargo, recapitular la esencia de los tiempos pasados tiene el riesgo de repetir recuerdos equivocados. Por suerte tuve a mi disposición unas sesenta cartas que escribí a Christa Mayr Menzel entre julio de 1953 y diciembre de 1955. Al releerlas, encontré una descripción, casi como si se tratara de un diario, de la gente que entonces formaba parte de mi vida, así como de mis inspiraciones científicas del momento. También conservo fielmente todas las cartas que recibí de otros amigos de aquel periodo.



* Hay traducción castellana: La doble hélice, Salvat, Barcelona, 1987. (N. del T.)