Prefacio
(Prefacio a ¿Quién mató a Daniel Pearl?)
Este libro empieza el 31 de enero de 2002, el
día en que murió Daniel Pearl, el periodista estadounidense al que una
cuadrilla de fanáticos del islam secuestró y luego decapitó en Karachi.
En su momento diré
dónde y en qué circunstancias me encontraba cuando vi por primera vez las
imágenes de esa decapitación.
Y contaré por qué y
cómo aquel día decidí consagrar el tiempo que hiciera falta –yo no sabía
entonces quién era ese hombre– a aclarar el misterio de su muerte.
He estado investigando durante un año.
Primero en Karachi, luego en Kandahar, Nueva
Delhi, Washington, Londres y nuevamente en Karachi.
Es lo que cuento aquí.
En eso consiste este libro, en el relato de
esa investigación, de esa búsqueda de la verdad: un relato lo más crudo
posible, lo más ceñido a lo que he visto y vivido; los momentos de duda y de
certidumbre, los puntos muertos y los breves avances, los testigos veraces y
los falsos, los labios que se despegan porque saben que sabemos, los protagonistas
ocultos que nos revelan su parte del secreto o que nos confunden, las ocasiones
en las que quien investiga tiene la impresión de ser el cazador cazado, el
miedo, el miedo como un aciago sentimiento o un buen consejero, ese miedo sin
el cual no es posible hacer un reportaje que esté a la altura de la atmósfera,
los ambientes grises y las sombras a plena luz propios de los países inciertos;
hechos, nada más que hechos, y sólo cuando la realidad se escamoteaba, lo
imaginario; total: una “novela-investigación”.
Lo primero que investigué fue, claro está, al
propio Pearl.
El enigma de esos “hombres tranquilos” de los
que habla Dostoievski.
La vida de este gran periodista,
estadounidense y judío, que fue muchas cosas más: ciudadano del mundo; hombre interesado
por otros hombres; satisfecho de la vida y amigo de los olvidados; gran vividor
y solidario con los débiles; un desinteresado comprometido; un magnánimo; un
optimista acérrimo; una persona lúcida que se contradecía a sí mismo cuando
hacía falta y que había decidido devolver bien por mal y comprender al otro.
Su muerte, teniendo eso en cuenta.
La crónica de esa muerte.
Las personas a las que conoció.
Lo que hizo.
Si en la investigación que estaba llevando a
cabo había algo que explicara por qué quisieron reducirlo al silencio y lo
mataron.
Investigar una investigación, pues.
Rehacer, partiendo de los indicios que él
dejó, en su lugar y su nombre, por así decirlo, la investigación que le costó
la vida.
Seguir sus pasos; rastrear, de Islamabad a
Karachi, las huellas de este hombre que sin saberlo fue metiéndose en las
tinieblas; caminar como él; observar como él; tratar de pensar como él, de
sentir lo que él sintió, así hasta el final, hasta el instante de morir y lo
que experimentó en ese instante: un año tratando de reconstruir la muerte de un
hombre al que no conocí.
Están también los otros, los que lo
asesinaron, y sobre todo uno, el hombre que planeó el crimen, Omar Sheij.
Está el espanto ante este hombre.
El horror de su odio a lo humano.
Pero también, como en el caso de su víctima,
la tenaz voluntad de comprender, de penetrar, no en sus razones, claro, sino en
su pasión, en su delirio glacial, en su forma de vivir y actuar, de querer y
preparar su crimen.
Física de las pasiones sangrientas.
Química de la vocación homicida.
No ya el diablo en la cabeza,[1]
sino dentro de la cabeza del diablo, para tratar de entender un poco ese furor
asesino del que muchas personas han sido víctimas antes de Pearl y del cual
muchas otras, ¡ay!, lo serán también después.
¿Cómo funciona hoy día lo demoníaco?
¿Qué pasa en la mente de un hombre que, sin
más ni más, a sangre fría, decide
profesar el mal, apostar por el crimen absoluto?
¿Qué ha ocurrido, en este comienzo de siglo,
para que lo abyecto se convierta en deseo y destino?
¿Quiénes son todos esos
nuevos demonios que piensan que todo está permitido, no ya porque Dios no
existe, sino precisamente porque existe y esta existencia los vuelve locos?
Distancia y cercanía.
Repulsa infinita y voluntad de saber.
Omar, ese laboratorio.
Y está, por último, el mundo de esos hombres.
Un mundo que es también el nuestro y en el que
ha sido posible la muerte atroz de Daniel Pearl.
Un mundo desconocido, sin referencias, cuya
gestación llevo diez años indagando sin cansarme –entre guerras olvidadas,
compromiso bosnio y Rapport afgano[2]–
y del cual el caso Pearl, con todo lo que implica, con todas las fuerzas que
pone en juego y sus inesperadas ramificaciones, me ha permitido descubrir
nuevas facetas.
El mundo del islamismo radical, con sus
códigos, sus contraseñas y sus territorios secretos, con sus mullahs de pesadilla, que instilan la
locura en los hombres, con sus esbirros y sus caudillos.
El mundo del nuevo terrorismo y
particularmente de Ben Laden, quien, como veremos, también desempeña su papel
en esta historia y cuya figura, su triste misterio, sus armas de destrucción
sutil o masiva, sus idas y venidas, no podían faltar en estas páginas.
Y también preguntas
como éstas: ¿conflicto de culturas? ¿Un islam o dos? ¿Cómo podrá el islam de
las luces vencer a ese Dios sediento de cadáveres que machaca cuerpos y almas
en el crisol de una ley desquiciada? Los monstruos implacables de hoy, ¿siguen
siendo Estados? ¿Qué hacer ante países fundados en el odio que van a la deriva?
¿Cómo protegerse contra lo teológico-político llevado al extremo? ¿Son el
espíritu de cruzada y la lucha contra el “eje del mal” la respuesta adecuada?
¿Habrá que resignarse a que el fracaso de lo Universal, la voluntad de venganza
planetaria y la regresión respondan como un eco a la nueva enfermedad de las
almas?
Una última cosa.
Este libro, que empieza a principios del año
2002, acaba en abril de 2003, es decir, en plena guerra anglo-norteamericana en
Iraq.
Y lo cierto es que, en el momento de
terminarlo, comprendo mejor por qué esta guerra, ya desde el principio, me
causaba un malestar tan intenso.
No se debe, desde luego, a que yo sea
pacifista.
Ni a que la idea de ver libre de su verdugo al
pueblo iraquí –un pueblo que se moría poco a poco, olvidado del mundo– no me
parezca tan acertada como a otros.
No; se debe a que yo volvía de ese otro mundo.
Todo el tiempo en que se discutió sobre si lo más importante en aquel momento
era derribar a Saddam y si la suerte del planeta se decidía o no en Bagdad, yo
me lo pasé en aquel agujero negro de Karachi. Y no podía menos de pensar, no
puedo menos de pensar aún, que esa guerra contra Iraq, más allá incluso de su
coste político y humano, más allá de las muertes civiles y del nuevo giro que
no dejará de imprimir a la rueda perversa de la guerra de las civilizaciones,
suponía un gran error de cálculo histórico.
Era un régimen ya ampliamente desarmado con
cuyos secretos nucleares se traficaba en los bajos fondos de las ciudades
paquistaníes.
Era un tirano en su otoño, un fantasma de la
historia del siglo xx, en un momento en el que, en aquellos países, estaban
formándose los bárbaros de mañana.
Era uno de los últimos dictadores políticos,
de los que figuran en los bestiarios antiguos, mientras veía yo erguirse nuevas
bestias que no pertenecían a ninguna especie conocida, de una ambición
ilimitada, para los que la política no es sino, como mucho, una ficción útil.
Y contra este dictador, en apoyo de esa guerra
espectáculo ofrecida como pasto a la opinión mundial, había una coalición
improvisada que –colmo de lo absurdo– quiso enrolar a aquel Pakistán que yo
veía convertirse en la mismísima casa del diablo.
Eso es también el caso Pearl.
Una invitación a no confundirse de siglo.
La ocasión de explorar ese infierno
silencioso, lleno de condenados en vida, en el que se traman nuestras próximas
tragedias.
3 de abril de 2003
[1] El autor alude a una novela suya, Le Diable en tête, Grasset, París, 1984 (trad. esp.: El diablo en la cabeza, Madrid, Espasa-Calpe, 1985). (N. del E.)
[2] Informe encargado a Bernard-Henri Lévy por el gobierno francés sobre la contribución de Francia a la reconstrucción de Afganistán (Rapport au Président de la République et au Premier Ministre sur la contribution de la France à la reconstruction de l'Afghanistan), realizado el año 2002 por el autor y publicado por la editorial Grasset. (N. del E.)