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Los
comienzos:
«La patria está en la calle y en el torbellino y en la pasión...»
El
comandante Rojo salió de Madrid poco después de las seis. Era una tarde del
verano de 1936 y viajó a Toledo con M., un miliciano del gremio de ferroviarios
del que se le dijo que tenía una profunda influencia sobre las fuerzas que
sitiaban el Alcázar de aquella ciudad.
La primera impresión que le produjo al joven militar su acompañante no
fue buena, según cuenta en Mi segundo
encuentro con las milicias. Pero poco después, fue cambiando de opinión.
«Se trataba de un hombre rudo.
Alto, fornido, de gesto adusto; en las pocas palabras que habíamos cruzado en
la Inspección y en su manera de desenvolverse comprendí que no se trataba de un
hombre cualquiera y mucho menos de uno de los irresponsables que en aquel
tiempo solían aparecer en puestos o funciones de relieve; hablaba con firmeza y
sabía lo que decía y se descubría francamente su pensamiento, sin suscitar
dudas de que en su palabra hubiera doble intención ni desconfianza».
Cada uno iba absorto en sus
cavilaciones. Las cosas estaban poniéndose francamente mal en Toledo. El golpe
del 18 de julio no había conseguido triunfar en la ciudad, pero unos mil
guardias civiles y de asalto, falangistas y un puñado de cadetes de infantería
se habían refugiado en el Alcázar; se habían llevado consigo a unos centenares
de niños, ancianos y mujeres, muchos de ellos relacionados con conocidos
izquierdistas, para tenerlos como rehenes mientras durara la resistencia. Desde
entonces, y ya era septiembre, no se había avanzado gran cosa. Los milicianos
habían decidido dar un paso más arriesgado y colocar una mina para abrirle las
entrañas a la fortaleza y acabar de una vez por todas con el asedio.
–Me horroriza la idea de que la
mina haga una carnicería –le había dicho a Rojo unas horas antes el teniente
coronel Barceló, que había sido compañero de promoción en la Academia, formaba
parte del Partido Comunista y tuvo un intenso protagonismo el día del
levantamiento. Luego participó en los combates de la sierra y fue nombrado
inspector general de las Milicias. En aquel momento estaba al mando de las
tropas que operaban en Toledo.
Barceló le había pedido a Rojo que
parlamentara con los militares sitiados en el Alcázar. Sabía que los conocía
bien, quizá pudiera obtener algo de ellos. Luego fueron a visitar al ministro.
–Deseo que eviten ustedes allí una
catástrofe –les había pedido Largo Caballero.
El plan de Barceló era reunir a
todas las unidades de milicias y redactar en la Junta de Defensa de Toledo una
propuesta escrita que Rojo debía llevar a Moscardó, el jefe de los rebeldes que
resistían dentro del Alcázar.
–He pensado que les acompañ un
delegado sindical de la máxima confianza que es muy respetado por aquella gente
–propuso Largo Caballero.
Ése era M., el rudo miliciano. «El
silencio se rompió al cruzar el Manzanares», escribió Rojo mucho tiempo
después.
«No puedo recordar con precisión
nuestra conversación y no quiero inventarla a los veinticinco años. Sólo diré
que se ganó pronto mi confianza porque revelaba en sus palabras no sólo un
hombre sincero y un hombre de bien, sino algo más: un hombre apesadumbrado por
lo que venía sucediendo en el campo social en el que él como dirigente trataba
de poner remedio».