Diosa

Mi primera entrevista con la señora Laura Valero tuvo lugar  en el verano de 2004. ¿Por qué yo? Eludió, no sin elegancia, contestar a esa pregunta. El manuscrito que puso a mi disposición tuvo que ser completamente reescrito (razón de mi firma); pero el producto final conserva su esencia, su feroz candor. Los acontecimientos que narro se ajustan fielmente a la experiencia contada por Laura mediante sus apuntes, y a viva voz.

La señora Valero leyó mi versión de sus notas y se mostró satisfecha, y hasta feliz, del resultado. He jurado guardar el secreto de su identidad y, obviamente, honraré la palabra dada a tan exquisita dama. Conocerla fue un honor que atesoro. Siempre he pensado que Barcelona es una ciudad fascinante; tras saber de la aventura protagonizada por la heroína de esta historia, debo reconocer que es infinitamente más fascinante de lo que yo pensaba.

JA

 

 

 

Al decir depravación, ¿no se estaría refiriendo a la ternura?

Osamu Dazai

 

Me llamo Laura Valero y tengo el coño peludo. Digo esto con total candidez. Como podría decir: tengo los ojos verdes, o mis piernas son largas y fuertes. O soy muy inteligente. ¿Por qué no estar orgullosas de la cantidad de vellos de nuestro pubis? En caso, claro, de que nos resulte placentera esta particularidad. Yo estoy muy orgullosa de la exuberancia capilar de mi entrepierna. ¿Por qué no puedo usarla como carta de presentación?

¡Qué mullida y frondosa!  Es una selva en la que perderse. Hundo la mano en ella y me siento como un gran explorador... David Livingston, Alexander von Humboldt. O mejor, como una gran exploradora... Isabella Bird Bishop, Lady Florence Baker.

Me gusta mi coño; quiero decir su dibujo, su protuberancia un tanto agresiva, su aspecto de cefalópodo agazapado. Y mis pechos. Y mis nalgas.

¿Por qué no decirlo? 

Todo lo referente a mi cuerpo y a la sexualidad de mi cuerpo me parece ahora natural.

Y así lo digo, naturalmente. No hay nada que ocultar.

No sé  qué es la vida para ti, querida lectora, querido lector, pero para mí es algo que se mastica y se abraza, que se vive con el alma, sí, pero también, y fundamentalmente, con  la piel,  los huesos y las entrañas.

La vida es algo que nos dice: ¡atrévete!

Lo aprendí de mi Maestro.

 

Meses atrás yo era diferente. De eso trata esta historia.

Lo antes dicho no significa que sea procaz ni promiscua. Más bien soy tímida, de espíritu y costumbres moderadas.  Posiblemente me he acostado con menos hombres, y por supuesto con menos mujeres, que la mayoría de las lectoras de este libro. ¡Bravo por ellas! El número de mis compañeros sexuales no es mayor porque me enamoré y Rodrigo y yo odiamos la infidelidad.

No lo interpreten mal. No es que seamos mojigatos o convencionales. Tenemos un lema: juntos todo, separados nada. Si en un futuro decidimos hacer el amor con otros hombres  o mujeres, y espero que suceda, lo compartiremos. Será una experiencia común, sin engaños. 

Todas las posibilidades están abiertas, dentro de nuestro amor.  

Confío en que no se alarmen; he decidido contar mi aventura con absoluta franqueza. Cuando necesite decir coño, polla,  follar, lo diré. Como si hablara con una amiga. Será una muestra de confianza. Quiero que me vean como soy. Si lo consigo estaré satisfecha; aunque decidan abandonar la lectura en la primera página.

Tengo cuarenta años. Soy una mujer hermosa, no en un sentido de revistas de moda (que, en mi modesta opinión, parecen catálogos de ranas disecadas), pero hermosa. O al menos siempre he creído que lo soy, que es lo mismo, y más importante que serlo.

Poseo una copiosa caballera negra, el coño peludo, como ya he dicho, ojos grandes y una boca carnosa, de impronta infantil, que despierta la atención de los hombres.

Y una presencia resuelta.

Mi cuerpo es sólido, uno de esos cuerpos macizos, de huesos bien cubiertos, que da gusto amasar y que soportan a pie firme una buena sacudida; mi piel es tersa, y tengo un culo alto y abundante. Siempre me he sentido apetecible y no he sufrido los traumas tan comunes (al menos entre mis amigas y sospecho que entre muchas mujeres) acerca de si los hombres piensan que “están buenas” y querrían follárselas. Cosa que las angustia y deprime, digan lo que digan de dientes hacia fuera.

Todas las mujeres deseamos ser amadas y apreciadas físicamente; todas deseamos ser gozadas y disfrutadas.

Otra cosa sería insana. Y antinatural.

Sé que es así: me parece excelente.

Muchos hombres han querido follarme. Y algunos, por suerte para ellos y para mi, lo han conseguido. A mi edad, pienso que me gustaría que la cantidad fuera mayor. Pero no ha estado mal. No llegaré a vieja recriminándome... ¿por qué no habré hecho esto, por qué no habré hecho aquello? Suspirando por lo que pudo ser y no fue.

Por otra parte, la suma aún no está cerrada.

Estas andanzas, de las que conservo agradables recuerdos, ocurrieron en mi adolescencia y primera juventud. Estoy  felizmente casada desde hace quince años. Amo a mi marido entrañablemente y jamás hubiera emprendido la aventura que narro si no me sintiera protegida y apoyada por su amor, que es como una cápsula mágica. Amor que hace posible la comprensión, pase lo que pase; ya sea que me convierta en el ser más vulnerable del planeta, o en el más osado, desinhibido y salvaje.

Comprensión, amor y admiración: por lo que soy,  por atreverme a serlo.

Fuera de nuestra pasión nada de lo que aquí refiero habría ocurrido. Todo lo que cuento sucedió tal y como se narra; he querido ofrecer una visión lo más exacta y real posible de mi relación con Maestro Yuko, de mi ascensión a los misteriosos paraísos de la entrega, del abandono, y sí, de la sumisión. Del amor, a fin de cuentas, que a veces escoge para manifestarse extraños caminos.

Soy una mujer independiente, una profesional respetada,  segura de mi misma.  Y una esposa feliz, de vida tranquila y apacible, con la que se habrán tropezado cualquier sábado al mediodía en el mercado de la Boquería (ante Fruits del Bosc de Petràs, mi tienda favorita); o vislumbrado  curioseando entre los libros de La Central del Raval; o compartido fila una noche en el cine Renoir de la calle Floridablanca para ver la última de Woody Allen en versión original.

Rodrigo no resiste las películas dobladas. Sobre todo si son de Woody Allen.

Lo que pretendo decirles es que se puede ser una persona absolutamente normal, en el sentido convencional del término, trabajar en una oficina, tener responsabilidades profesionales, cuidar de un hogar,  y vivir experiencias como las que aquí describo.

Experiencias que, visto de manera superficial, parecen incompatibles con lo que la sociedad, atrincherada en sus arcaicos conceptos sobre moralidad y buenas costumbres, define como “normalidad”.

Adoro los peces. Hay una gran pecera en nuestro dormitorio: hogar de cuatro carpas doradas. Yuko (bautizada así en honor a mi Maestro), la más bella y enigmática;  Mozart (esbelta como una cantata), Abolengo (algo pretenciosa, sí, pero adorable) y  Tracy Lord (que debe su nombre a una estrella de cine porno de rostro angelical e impresionante delantera de la que mi marido es entregado admirador).

Tengo la costumbre de buscar parecido entre los peces y la gente que conozco. A menudo lo hallo. El director general de mi empresa, por ejemplo, tiene cara de limpiapeceras. Rodrigo es un esbelto peleador. Mi hermana Andrea un petulante goldfish.

Soy vegetariana, aunque de tarde en tarde cedo a la tentación y devoro un enorme filete sanguinolento. La llamada de la horda, el oscuro deseo de devorar y ser devorada. Los fines de semana paso horas en la bañera. Cuando salgo del agua, dedico un buen rato a examinarme el coño en un pequeño espejo. ¡La jungla! Me chiflan las alcachofas. Esquiar. Detenerme a escuchar a los músicos callejeros apostados detrás de la catedral, en la carrer de Santa Llúcia. Las películas de Ozu. Groucho, Dreyer, Visconti. Los ciclos dedicados al cine japonés en la Filmoteca. Ir de vacaciones a parajes exóticos. Las rebajas del Corte Inglés. Tardes de lluvia en el Verdi, calles vacías de agosto. Las estatuas humanas, el canto de un gallo, el estallido de las flores, el agua de una fuente centenaria, la pegajosa mirada de un escultórico vikingo en las Ramblas. Espinaca fresca. Tomates de Monserrat con mozarella. Vinagreta de frutos secos, orégano, perejil y romero. La  negrísima piel de unos africanos enormes, deliciosos, en el parque de la Ciutadella. Vagar entre torres de libros en la FNAC, diluirme en el gentío de Paseo de Gracia, beberme un cortado descafeinado de sobre, con sacarina, en  la cafeteria de la estupenda librería Laie.

En noches de invierno, adoro hacer el amor junto a la chimenea (cursi, sí, pero real). El cuerpo de Rodrigo, teñido por las llamas, se torna aún más enigmático y comestible.  

Ya a estas alturas de mis confidencias, debo decir, en honor a la sinceridad, que mi nombre no es Laura Valero. Oculto el verdadero no por temor a asumir públicamente cómo soy y cómo vivo mi vida, sino porque hay gente muy importante para mí que tal vez no lo entendería. 

Mi aventura, jornada introspectiva, viaje emprendido hacia el centro de mi ser... ¿cómo llamarlo?, no ha sido fácil. Ni ha sido acometido a la ligera. Eso lo  puedo asegurar sin el menor asomo de duda. Hubo momentos en que quise abandonar. Pero el deseo de conocerme y la visión de un abismo, no tenebroso, sino de luz, sirvieron de acicate para seguir adelante. Un abismo en el que, paradójicamente, cuanto más descendía, más pureza e inocencia alcanzaba. Es difícil de explicar, pero lo intentaré: a cada tramo superado, pasada la sacudida, era como si las enormes, cálidas manos de un dios moldearan mi ser reblandecido y sediento y lo mejoraran, preparándolo para la próxima etapa.

Habrá momentos (y quiero hablar aquí especialmente a las mujeres que en estos instantes se hallan inmersas en un viaje semejante al mío, o lo emprenderán en alguna etapa de sus vidas; aunque lo mismo vale para los hombres) en que nos sentiremos desgraciadas, habrá momentos en que sentiremos asco de nosotras mismas, en que el placer será insondable y pavoroso, momentos en que alcanzaremos un nivel de integridad que nos asustará; habrá momentos en que nos sentiremos como perras deseosas de serlo y disfrutaremos de una extraña felicidad rebajándonos, siendo humilladas. Habrá momentos en que las dudas nos asaltarán como fieras rabiosas, en que estaremos a punto de rompernos y mandarlo todo a la mierda y regresar a toda prisa a la seguridad de lo conocido.

Sin embargo, les recomiendo perseverar, como hice yo.

La recompensa merece la pena.     

Algunos pasajes de esta historia  parecerán brutales. Lo son. Los rituales del sexo suelen serlo. El sexo es un territorio regido por la violencia y el abandono de las reglas. Pero en esa violencia suele habitar una indescifrable ternura. Muchos pensarán en términos de perversidad y  depravación; yo respondo que donde hay amor, aprendizaje, superación y autenticidad no hay suciedad ni pecado.

No tengo nada de qué avergonzarme.     

A los que vean en lo que describo un mero ejercicio de exhibicionismo, les recomiendo aproximarse a este relato como a una curiosa pieza antropológica. 

El lenguaje en que han sido escritos los mensajes es crudo y, en ocasiones, vulgar. Pero honesto. También están llenos de pasión, sinceridad y (los de mi Maestro) de poesía.  Era evidente que las palabras desempeñaban un papel importante en sus planes. Maestro me ha enseñado que las imágenes y descripciones que emanan de una situación son tan reales, y a veces más reales, que la situación misma.

Cuando tuve que hablar de cosas muy personales, traté de usar el lenguaje de los amantes en la extrema intimidad. Y, sobre todo, intenté decir lo que sentía, lo que imaginaba, lo que deseaba, de la manera más clara y directa posible. 

Cierto vocabulario, que se me resistía, que tuve que obligarme a utilizar, era parte fundamental del entrenamiento. Resultaba esencial para situarme en la esfera de mi interlocutor. Al escribir, tenía la sensación de convertirme en otra persona.  Durante semanas, fue imposible para mí conciliar a la mujer que se esforzaba en redactar aquellos desinhibidos mensajes y obedecía las órdenes de un desconocido, con la ejecutiva  enfundada en un elegante traje de Armani que negociaba contratos con un proveedor o tomaba decisiones que afectarían  al futuro de su empresa.     

Conseguí conciliar ambos seres gracias a la sabiduría de mi Maestro.

El mensaje con el que comenzó todo fue el más difícil.

La correspondencia constituyó un proceso arduo.

La palabra puta representó un obstáculo casi insalvable.

Por supuesto, como a la mayoría de las mujeres, haciendo el amor  me han llamado puta en diversas ocasiones. Pero es muy diferente ese juego fugaz y ocasional que el uso que terminé haciendo de esa palabra. Extrañamente, llegado el momento, encontraba más tolerable referirme a mí misma en términos de perra o cerda.  Puta es una palabra a la que los machos (nótese que no digo los hombres) han revestido de un poder incalculable. Una palabra ancestral cargada de resonancias terribles.

Puta. ¿En cuántas, innumerables ocasiones esa palabra significó y sigue significando el peor de los insultos, el más oprobioso de los epítetos que puede dedicarse a una mujer? Es francamente estúpido. 

Les advierto que esta correspondencia puede resultar ofensiva para espíritus timoratos, también lo fue para mí en algún momento; hasta que comprendí que nada que nazca del  deseo de conocerme disminuye; por el contrario, enriquece. Se trata de un intercambio, como verán, que con frecuencia adquiere tintes difíciles de asimilar. Para contestar los maravillosos mensajes de mi Maestro tuve que, en principio, asumir la idea de que se trataba de un juego perverso, depravado, extraño y humillante, pero un juego a fin de cuentas.

Considerar que podía abandonar el juego en el momento que estimara pertinente, me ayudó a continuar.

Sin embargo, desde el primer mensaje de  Maestro Yuko tuve la sensación de que era receptora de un inestimable regalo.

El juego, poco a poco,  se fue haciendo “real”, fue encontrando eco en mi ser, en mi espíritu y mis vísceras. Los meses que duró esta experiencia los viví como en un sueño deseado y odiado a partes iguales. Nada ha sacudido ni cambiado mi vida tan profundamente  como estos mensajes. Y lo que sucedió a continuación.    

¿Por qué publicar esta correspondencia, por qué compartir mi aventura?

Porque creo que ayudará a muchas y muchos a encontrarse a sí mismos.

¿Y no es ése el objetivo de la vida?