Parientes pobres del diablo

García Berrocal se quitó las gafas de concha y me miró guiñando levemente los ojos. No me había reconocido, eso estaba claro. Pero en un gesto de cortesía (o tal vez únicamente para darse tiempo) hizo ademán de levantarse y de ofrecerme una silla.

            —Siéntese, por favor.

            Quise ahorrarle el mal trago y le di mi nombre. Como no parecía reaccionar añadí: «Barcelona. Derecho. El bar de la facultad de hace un montón de años». Ahora sí esbozó una sonrisa. Pero hacía ya un rato que la angustiada era yo. ¿Por qué tanta alegría al descubrir a García Berrocal bajo una de las sombrillas del Majestic? Hacía muchísimo que no le veía y si me lo hubiera encontrado en cualquier terraza de Barcelona mi reacción no habría pasado de un saludo cordial, de mesa a mesa. O ni siquiera. Quizás habría disimulado, no lo sé. El diablo, me dije. Todavía estoy bajo la impresión del diablo y hago lo que no debería hacer. Como también, ¿por qué demonios había tenido que ser yo quien tomara la iniciativa? Berrocal y yo nunca fuimos amigos; sólo compañeros. Ni siquiera estudiábamos en el mismo curso. Coincidíamos en el bar, eso era todo. Él con sus amigos de inevitables blazers de botones plateados; yo con los míos, de largas melenas y jerséis de cuello vuelto. Ellos hablaban de finanzas, nosotros de teatro. Pero en alguna que otra ocasión Berrocal y yo habíamos charlado animadamente frente a un café, en la barra. «Los del teatro» le debíamos de parecer exóticos, desprejuiciados, bichos raros objeto de atención. O tal vez se trataba sobre todo de marcarse un tanto frente a los de su grupo. El nuestro tenía fama de círculo cerrado, pero para él, hombre de mundo, no existían impedimentos ni fronteras. Y lo que más me molestaba ahora era que Berrocal se conservara en un estado físico perfecto, mejor incluso que en aquellos lejanos tiempos, y yo, por lo visto, estuviera tan deteriorada que costara un esfuerzo sobrehumano reconocerme. Todo esto lo pensé muy deprisa. O, más que deprisa, a una velocidad vertiginosa. Porque la sonrisa no había desaparecido aún de sus labios cuando oí:

            —Ya entiendo. Usted se refiere a Raúl. Y yo soy Claudio. Pero por favor… —y volvió a indicarme una silla—. Raúl es mi hermano.

            Ahora sí me senté. Mi confusión me absolvía del ridículo.

            —Sois clavados —dije admirada.

            —Eso dicen. Los que le conocieron hace tiempo —se caló las gafas y ordenó el montón de papeles—. Nos llevamos casi veinte años.

            Tenía que haberme dado cuenta. El parecido era asombroso, pero era imposible que Raúl, ni nadie de la edad de Raúl, se mantuviera tan fresco. Debería de estar en los cincuenta y pocos. Como yo. Y aquel chico no aparentaba ni siquiera treinta.

            —Sí —dije riendo—, era sorprendente, pero por un momento creí que tú, es decir, Raúl… Creí que Raúl había hecho un pacto con…

            Me detuve en seco. Él me miró interesado.

            —¿Con… el diablo?

            Y entonces ya no me pude contener. Le expliqué que estaba aún bajo el influjo de una emoción, de un susto. De un estremecimiento impropio de una mujer hecha y derecha. Que hacía apenas unos minutos, muy cerca de allí, en los aledaños de la plaza, me había puesto a temblar como una niña. Y mientras le contaba los pormenores del encuentro, comprendí la razón por la que me había precipitado en saludar a un antiguo compañero de facultad. Necesitaba liberarme de la impresión. Desahogarme. Repetir en voz alta «¡Qué tontería!». Rebajar el motivo de mi susto con palabras como «desgraciado», «pobre diablo», «títere de feria»… Y eso era precisamente lo que estaba haciendo, no ante Raúl sino ante Claudio, apurando mi segundo dry martini —el camarero, sin molestarse en preguntar, había dejado las dos copas sobre la mesa—, intentando distanciarme de una maldita vez de los ojos vidriosos, la tez brillante, la arrogante sonrisa, del aura infernal o de los aros de humo que se negaban a fundirse con el aire.

            —Y eso que a mí el infierno nunca me dio miedo —proseguí—. Ni el infierno ni sus habitantes. Jamás. Ni siquiera de pequeña…

            El chico (ahora lo veía así, un chico, un joven con rasgos propios, cada vez menos parecido a su hermano) me escuchaba con atención. ¿Interés? ¿Cortesía? ¿Simple curiosidad? En un momento, sin dejar de escucharme, puso orden en la montaña de folios. Yo me detuve. Acababa de distinguir dos palabras. Y creí comprender que aquel chico de rasgos propios, cada vez menos parecido a su hermano, me estaba tomando el pelo.

            —Haber empezado por ahí —dije—. Tú también lo has visto.

            Me miró con sorpresa.

            —Y me has dejado hablar como una estúpida. No ibas a decírmelo, ¿verdad?

            Señalé las hojas del manuscrito.

            —Has sido rápido. Pero yo más. Ahí esta escrito: «Pobre diablo».

            Claudio García Berrocal se puso a reír. Buscó el folio que había ocultado y me lo mostró. Ahora pude leer con claridad: «Parientes pobres del diablo». Me miró con condescendencia, con —diría incluso— cierta pedantería.

            —Una cosa es un pobre diablo, y otra muy distinta un pariente pobre del diablo.

            Y como si ya no hubiera nada más que explicar guardó el manuscrito en una carpeta. Me sentí ridícula, ignorante, avergonzada por mi actitud avasalladora. No sólo irrumpía en la mesa de un desconocido sino que, además, me atrevía a mirar de reojo sus papeles. Un atropello.

            —No le pega ser amiga de mi hermano —dijo de repente—. No se parecen en nada.

            Me encogí de hombros. ¿Era bueno no parecerme a Raúl, a quien apenas conocía? ¿O todo lo contrario y ahí estaba la explicación a lo bochornoso de mi conducta? Raúl, comedido, peripuesto, enfundado en su eterno blazer, jamás se hubiera comportado como yo lo estaba haciendo.

            —Coincidimos en la facultad —aclaré a modo de excusa.

            Claudio volvió a sonreír.

            —¿Tiene planes para esta noche? Me gustaría invitarla a cenar.

            Estaba anonadada. Confusa. Con un montón de preguntas que no acertaba a formular. La atmósfera densa me impedía respirar con normalidad. Me ahogaba. Volví a encogerme de hombros. Y sólo entonces caí en la cuenta de que Claudio no había dejado de tratarme de usted desde que me senté a su mesa ¿Los «casi veinte años de diferencia»? Cada país, en esta delicada cuestión, tiene sus usos. Pero Claudio y yo veníamos de la misma ciudad, nos encontrábamos en México, yo le había hablado como si nos conociéramos desde hacía tiempo, él acababa de invitarme a cenar, los dos bebíamos dry martini y, sobre todo, se habían dado ya demasiadas coincidencias como para empeñarse en mantener distancias.

            —Sería más cómodo que me tutearas —propuse—. ¿No te parece?

            —No —dijo.

            Y pidió la cuenta.