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El interventor llegó a la ciudad
en tren una noche de noviembre. En aquel momento no era todavía, en modo
alguno, el interventor ni había adquirido los derechos o la propiedad del
nombre. Se trataba sólo de un viajero anónimo al que las circunstancias del
azar irían privando poco a poco de la condición de viajero y forastero hasta
terminar convirtiéndolo en el interventor, el dueño exclusivo de la
denominación. Ya entonces llegaban pocos trenes, porque la ciudad había perdido
los antiguos esplendores y la estación era apenas un conjunto de barracones
negros y deshabitados, de entresijos mugrientos por entre los que se colaban
perfiles y nostalgias de un pasado heroico y huellas de un progreso industrial
desvanecido, de modo que de la vieja estación apenas si pervivía, durante la
noche, la luz amarilla de la cantina y el olor herrumbroso de los trenes de
antaño. Fue, pues, así como en cierta ocasión bajó del tren de medianoche, del
que nunca bajaba ya nadie y que, si paraba, era por puro trámite administrativo
o ferroviario, o por inescrutables caprichos de los hados, un individuo de edad
avanzada que se dirigió a la cantina con una botella de cristal verde en la
mano. Era un hombre mayor, casi en la edad de los desguaces, sin más señas
particulares que su medianía general en el rostro y la estatura y sus
ingredientes átonos en los ademanes y en la voz. El muchacho que se aburría
detrás de la barra, un ejemplar enjuto y menudo, de rasgos afilados, aguzó los
ojos con sorpresa ante la presencia del pasajero. La cantina, sin otros
atributos que una atmósfera macilenta y una policromía apagada y melancólica,
tampoco estaba acostumbrada a que bajaran pasajeros del tren y apenas se
mantenía abierta para el servicio urbano por prescripción gubernativa, para
alejar a las afueras, extramuros, en noches de ebriedad, a los últimos
rezagados del alcohol a fin de que no perturbaran la paz ni el orden ni el
sueño municipal. Fuera de la barra, dos hombres ajenos entre sí se concentraban
en un menester común. Uno estaba en un rincón, junto a una ventanilla diminuta
en forma de arco de medio punto, que se encontraba a la sazón cerrada, y miraba
fijamente el contenido tinto de su vaso. El otro, frente a un vaso de iguales
proporciones y color, parecía conjurar a los espíritus de la paciencia o de la
desesperación. El pasajero, con la botella vacía en alto, tras mirar en torno,
pidió al camarero, por favor, que se la llenara de agua y, mientras el muchacho
cumplía el encargo con desgana, el pasajero preguntó cuánto tardaba en salir el
tren. Cuando ordene el interventor, respondió el camarero y señaló hacia el
rincón con un movimiento de cabeza y un gesto vago e indefinido del pulgar.
Entonces el pasajero miró hacia el hombre que languidecía en el rincón y pidió
un café solo. Se trataba, sin duda, de una pequeña compensación por la
gratuidad del agua, pero el camarero, que no sabía de sutilezas, preparó el
café a conciencia, con parsimonia de cantina, y depositó al cabo del rato sobre
el mostrador, de mala gana, una taza mugrienta y humeante en la que el pasajero
apreció un aroma desleído, insólito y turbio, como si en aquel anuncio de sabor
cálido se concentrara la transparencia amarga de la paradoja. Dio un primer
sorbo y sólo la experiencia de la austeridad y la sabiduría del ascetismo
anularon una exclamación, el dolor térmico producido en la lengua por aquella
precipitación hirviente. De cuando en cuando, miraba a través de la ventana,
unos cristales sucios y descascarillados, casi opacos, que se dibujaban a la
derecha de la entrada, y adivinaba fuera, palpitante y fogosa, la respiración
de la máquina, un temblor ciego y poderoso, la ira irracional del vapor, en el
corazón de la noche. El hombre del rincón manejaba con sosiego torpe el vaso
agrietado, sumido en vagas cavilaciones de otros tiempos. El pasajero lo miraba
interrogante, en tanto daba reposo a la vehemencia del café, y tenía un pie
dispuesto a iniciar la carrera apenas el interventor anticipara el menor ademán
de salir al andén. Incluso, para prevenir la urgencia, le pidió al camarero la
cuenta del café, que seguía humeando hirviente, como si la arqueología de la
taza conservara el calor y sus dodecafonías. En ocasiones parece que el tiempo
se detiene en la noche y que el viento pone solos de silencio en los límites de
la oscuridad, acumulando en cada instante los distintos componentes aislados de
un discurso eterno. Así, el café negro que el pasajero tenía ante los ojos, que
acercaba tímidamente, con precauciones, a los labios, concentraba en su
temperatura y sus ardores la desidia de los minutos que pasaban y la inminencia
del futuro, un espejismo, un fulgor trémulo de disidencias. Fue entonces tal
vez cuando, imperceptiblemente, se fragmentó la hora y se quebró en pedazos la
certidumbre de todas las conjeturas en que se asienta el porvenir, porque, en
el instante en que el pasajero bebía al fin un sorbo más templado de café, oyó
el rumor de un presentimiento, la vibración de un desvencijado desperezo, como
si avanzaran las sombras de la noche, como si el quejido del bosque se
desplazara sigilosamente sobre hojas secas y ramas descarnadas y ecos ásperos
de podredumbre vegetal, como si se cumplieran irremisiblemente las funestas
predicciones del oráculo. Miró con precipitación por la ventana, nuevamente a
través de los cristales envejecidos, y vio entonces el viajero con atónita
angustia cómo el tren emprendía, con imponente majestuosidad, la marcha. Tuvo
tiempo de mirar al hombre del rincón, quieto frente a su vaso tinto, de poner
cara de asombro, como quien no puede comprender las variaciones del mundo, y de
coger la botella de agua, antes de echar a correr y atravesar la puerta de la
cantina con ademanes apresurados. Se quedó un instante en el andén, ante la
mole negra que se deslizaba con furor creciente, y luego echó a correr tras el
monstruo ferroviario, en un gesto baldío que no tenía más objetivo que suprimir
los remordimientos posteriores, que alimentar la certeza de que hizo todo lo
que pudo, por más que fuera inútil, teniendo en cuenta sobre todo la edad del
pasajero y su escasa agilidad, teniendo en cuenta la velocidad en aumento del
tren y teniendo en cuenta, en fin, la distancia desmedida que separaba el suelo
de la estación de los escalones volados de los vagones, de tranco atlético, de
modo que, aunque la sombra rugiente se desplazaba apenas a dos metros del
viajero, se advertía claramente que nunca podría éste encaramarse a su vagón, a
su asiento, a su ventanilla, y que, en definitiva, no podría seguir las
variaciones de la noche ni la sucesión caprichosa de sus espectros y
apariencias detrás del cristal, desde la luz menuda del compartimento hacia la
sombra fugitiva y enorme del exterior. Así que allí quedó, inmóvil, en un gesto
patético, de espaldas a la cantina, como un espantapájaros, con la botella de
agua en la mano derecha alzada hacia el cielo y la mano izquierda cayendo hacia
el cuerpo como expresión descendente y abatida de la derrota, mientras las
luces rojas del animal de la sombra y su bramido renqueante se alejaban hacia
un tiempo que ya no existía y hacia remotos puntos ciegos del sur que en el
instante mismo en que el viajero perdía el tren acababan de desaparecer del
universo.
2
Volvió sobre sus pasos y se acercó por segunda vez, desorientado y jadeante, perplejo y desangelado, a la cantina, soportando en el semblante las contradicciones del espíritu, la certidumbre y la incredulidad de su nueva condición de viajero en tierra. Desde la puerta miró confuso al hombre del rincón, que no había cambiado de actitud ni de postura, anclado en el fondo rojo e inmanente de sus cavilaciones, y miró al muchacho del mostrador con ojos tan nebulosos como desolados. A su vez, el muchacho del mostrador, al verlo nuevamente plantado en la puerta, con la botella de cristal en la mano y sin decidirse a entrar, esbozó en un gesto de asombro el porcentaje al alza de su ingenuidad, como si no se explicara que alguien pudiera perder el tren o como si el hecho de perderlo fuera una desgracia, tal vez como si no hubiera advertido la circunstancia del viajero y su desventura en el andén. Hay veces, como bien se sabe, en que un mínimo instante supone una fractura total en la inmensidad del tiempo, un tajo limpio y vertical en la superficie marina y endeble de la eternidad. Eso fue sin duda lo que pensó el viajero o lo que le llevó a una pretensión obtusa, en la cruda encrucijada de conectar el antes y el ahora como momentos consecutivos de un fluir sin fisuras. Puede que su intención inmediata y repentina, llevado de la ofuscación o de la cólera, fuera arremeter contra el muchacho del mostrador, causante al fin y al cabo, o inventor, del engaño, pero la propia cara de sorpresa del mismo lo contuvo o lo desarmó, porque tampoco iba a pensar que aquel ignorante mequetrefe se dedicara a despistar a los viajeros que bajaban por agua (aunque, bien pensado, surgió por un lateral un resquicio de duda, tal vez lo hiciera, tal vez se aplicara por sistema a burlarse de los viajeros como él, indefensos y en precario, a mentirles sobre la salida del tren y escrutar luego sus rostros cuando volvían a la cantina desconsolados, un fabricante de sufrimiento gratuito, sensación que hace experimentar en muchos inquisidores supremos deleites espirituales, el ejercicio meticuloso de una tortura sicológica llevado al límite de la noche y de la geografía), de modo que, como si todo hubiera seguido sin interrumpirse, volvió al mostrador. Un momento, joven, dijo. Hizo un gesto al camarero para que no retirara la taza de café (la tenía, de hecho, en la mano cuando el viajero abrió la puerta), soltó la botella de agua y se acodó en la barra con síntomas de un cansancio infinito, con el ademán de un abatimiento y un desconsuelo insondables. El café estaba todavía caliente, pero esa temperatura, aun habiendo sido la causa física del trastorno, pertenecía ya a otro mundo y a otra época, porque el sorbo dado antes de perder el tren y el sorbo dado tras haberlo perdido no tenían en común más que la taza, el escenario, la sustancia y el sujeto, pero, incluso siendo eso común, era tal el cambio material producido en cada uno de los elementos que todo era ya distinto. ¿No es usted el interventor?, preguntó el viajero al hombre del rincón y, de alguna forma, en ese mismo instante empezó ya el viajero a ser verdaderamente el interventor. El hombre del rincón, que no se había percatado de nada, que seguramente no había advertido la presencia del viajero en momento alguno de la serie, que ignoraba el salto de secuencias que se había producido entre los dos sorbos de café, porque el hombre del rincón no había cambiado de dimensión, seguía frente a su vaso y su mejunje sin que se hubiera operado ninguna transubstanciación del tiempo en su vasallaje, levantó ahora la vista de sus cavilaciones y miró por primera vez al pasajero. Nequaquam, dijo con voz poderosa. Luego señaló con un gesto repetido de la mano a la ventanilla cerrada que tenía al lado, el diminuto arco de medio punto del que, según advirtió el viajero, se desprendía una rendija de luz. Así como la evidencia de que los efectos tengan causas racionales o científicas no proporciona ningún tipo de felicidad universal y así como la comprobación de que los errores tengan una explicación tampoco produce consuelo alguno al damnificado, salvo, acaso, la exculpación del agente, así vio el viajero el resquicio de luz en la ventanilla, como una burla del destino. ¿Cuándo hay más trenes?, preguntó entonces al camarero. El muchacho se encogió de hombros y señaló nuevamente al hombre del rincón, esto es, a la ventanilla. Ahí el interventor, dijo. Y extendió la pausa hacia el futuro como quien descarga la responsabilidad o la culpa a un lado del camino para no tener que convivir con las inquisiciones del propio pensamiento. El pasajero, aun sabiendo positivamente que no se trataba del interventor, se dirigió entonces con la misma pregunta al hombre del rincón, que nuevamente levantó con mucho esfuerzo la cabeza del vaso, como quien regresa de un dolor profundo, o de los abismos de un infierno teológico. ¿Quid me alta silentia cogis rumpere?, dijo con grandilocuencia y volvió a sus complicidades subterráneas. El pasajero pensó que estaba ante un borracho o ante un loco, tal vez las dos cosas a un tiempo, y, sorteando su figura hundida, se acercó hasta el rincón y golpeó con los nudillos en la ventanilla. El camarero lo miraba hacer desde el desvarío de su insignificancia, pero el dueño del silencio seguía ausente. Nadie respondió en la ventanilla. El pasajero golpeó de nuevo en la madera sin que nadie de la otra parte atendiera a sus demandas. Repitió la operación varias veces más, con idéntico resultado siempre. Entonces salió al andén, aparentemente para efectuar alguna incursión exploratoria, que se preveía breve, porque no se llevó consigo la botella, y su figura confusa se apartó del minúsculo rectángulo de luz sucia que la puerta de la cantina arrojaba contra los adoquines.