Schiller o la invención del idealismo alemán

Schiller expiró el 9 de mayo de 1805; seguidamente a su cuerpo se le practicó la autopsia. El pulmón estaba «gangrenoso, pastoso y completamente deshecho»;1 el corazón «carecía de substancia muscular»; la vesícula biliar y el bazo eran desmesuradamente grandes, los riñones «estaban disueltos en su tejido específico y se presentaban completamente tupidos». El doctor Huschke, médico de cabecera del duque de Weimar, añadió al resultado de la autopsia la frase lapidaria: «En estas circunstancias es admirable que el pobre hombre pudiera seguir viviendo». ¿No afirmó Schiller que el espíritu se construye el cuerpo? Sin duda él lo había logrado. Su entusiasmo creador lo mantuvo con vida más allá de la fecha de degeneración del cuerpo. Heinrich Voss, acompañante de Schiller en su lecho de muerte, anotaba: «Sólo por su espíritu infinito puede explicarse que pudiera vivir tanto tiempo».

Con el resultado de la autopsia podemos formular una primera definición del idealismo de Schiller: el idealismo actúa cuando alguien, animado por la fuerza del entusiasmo, sigue viviendo a pesar de que el cuerpo ya no lo permite. El idealismo es el triunfo de una voluntad iluminada y clara.

En Schiller la voluntad era el órgano de la libertad. A la pregunta de si puede haber una voluntad libre, respondía inequívocamente: ¿cómo podría no ser libre esta voluntad, puesto que en todo momento abre un horizonte de posibilidades que podemos emprender? Estamos siempre ante posibilidades inagotables, por más que éstas sean limitadas. En ese sentido la libertad es tiempo abierto.

Pero no se trata solamente de la elección entre posibilidades, es más decisivo todavía el aspecto creador de la libertad. Se puede influir en cosas, en hombres y en uno mismo a tenor de ideas, intenciones y conceptos. La libertad creadora trae al mundo algo que sin ella no se daría; la libertad también es siempre una creatio ex nihilo. Pero es también la fuerza de la aniquilación, e igualmente puede resistir a los efectos perniciosos, por ejemplo, a los ataques de dolor del cuerpo. Schiller tenía una relación combativa con la naturaleza, incluso con la propia. El cuerpo es el autor de los atentados. Por eso Schiller decía que nuestro «estado físico, que puede determinarse por nuestra naturaleza, no ha de incluirse en la propia mismidad», sino que ha de considerarse como algo «forastero y extraño» (V, 502).