Todos lo sabemos, sin duda, aunque
la noticia no tenga la misma importancia para todos nosotros. Para algunos de
nosotros, en efecto, la noticia tiene importancia vital, puesto que me refiero
a nuestra muerte.
Todos sabemos, en verdad, que este sesenta aniversario del
descubrimiento y la liberación de los campos de concentración
nacionalsocialistas, que esta conmemoración es la última a la cual asistirán
testigos de aquella experiencia.
Dentro de diez años, en 2015 –ya que, como es comprensible, estas
conmemoraciones, desde 1945, adquieren mayor solemnidad y significación a la
vuelta de cada decenio– ya no quedarán testigos: ya no quedaremos testigos de
la experiencia de los Lager nazis.
Ya no habrá memoria directa, testimonial memoria vital: se habrá terminado
la vivencia (Erlebnis) de aquella muerte.
Ya nadie podrá decir: «Sí, así fue, yo estuve...». Ya nadie podrá
poner al pie de alguna imagen de la memoria lo que Goya puso al pie de uno de
los grabados de Los Desastres de la
Guerra: «Yo lo vi...».
Ya nadie tendrá en su memoria sensitiva, impregnándola, acaso
soliviantándola, el olor de los hornos crematorios, que es, sin duda, lo más
específico, lo más singular del recuerdo del Exterminio.
Ya nadie, por tanto, podrá explicar a los habitantes de Nueva York,
que el olor hediondo que se extendió sobre el barrio de las torres gemelas,
después de los atentados del 11 de septiembre, era precisamente el de los
hornos crematorios nazis. El olor de la guerra totalitaria que la «vieja
Europa» ya conocía, contra la cual había acometido la espléndida tarea de la
construcción de una Comunidad supranacional de Estados independientes, y, por
ello mismo, dispuestos a compartir, a poner en común, buena parte de sus
soberanías nacionales.
Dentro de diez años, en la próxima solemne conmemoración del
descubrimiento de los campos de concentración nazis, al haberse agotado nuestra
memoria de supervivientes, porque ya no habrá supervivientes, para que la
transmisión de aquella experiencia sea posible, más allá del necesario pero insuficiente
trabajo de historiadores y sociólogos, sólo quedarán novelistas.
Sólo los escritores, si se deciden libremente a apropiarse de aquella
memoria, a imaginar lo inimaginable, a hacer literariamente verosímil la
increíble verdad histórica, sólo los escritores podrán resucitar la memoria
viva y vital, la vivencia de los que habremos muerto.
Lo cual, por otra parte, no tiene por qué sorprendernos ni
inquietarnos: siempre ha sido así, siempre será así. Siempre desaparecen los
testigos, la literatura testimonial. La única duda, la única pregunta para la
cual todavía no tenemos respuesta es ésta: ¿habrá literatura del Exterminio,
más allá de la obra testimonial, memorial?
Ahora bien, si dentro de diez años no quedará ningún superviviente de
Buchenwald, o de Dachau, o de Mauthausen, de los campos de concentración
destinados al encierro y la destrucción de las fuerzas de resistencia política
al nazismo, procedentes de toda Europa, es posible, en cambio, es incluso
probable que queden supervivientes de Auschwitz o de Birkenau, de los campos de
Polonia específicamente destinados al exterminio de los judíos de Europa.
La memoria judía de los campos va a ser la más duradera, la de más
larga duración. Y esto por la sencilla razón de que ha habido niños judíos deportados,
por millares u decenas de millares, y de que, en cambio, no ha habido niños
resistentes deportados.
La más larga memoria de los campos nazis va a ser, por tanto, la
memoria judía, que se limita a la experiencia de Auschwitz o de Birkenau. En
efecto, en enero de 1945, ante el avance del Ejército soviético, miles y miles
de deportados judíos fueron evacuados hacia los campos del centro de Alemania.
Así pues, en la memoria de los niños y adolescentes judíos que
probablemente todavía sobrevivirán en 2015, dentro de diez años, es posible que
permanezca una imagen global del Exterminio, una reflexión universal. Es
posible y es asimismo deseable: en ese sentido, una gran responsabilidad recae
sobre la memoria del judío del futuro.