Al regresar prefiero traer lo más lejano,
aquello que llegando ilumina los sueños,
y descubro que soy de otro tiempo la sombra.
Fueron días pausados y dichosos
porque nada en el cielo es pasajero,
y yo miraba entonces el techo de los campos,
los turnos de la luna que ahora traigo aquí,
tratando de hacer luz en diferente espacio
con las cosas que son de tan dulce memoria.
Hoy vuelvo a los lugares y evoco las palabras,
el sentir jubiloso y la hermosura.
La vida que ya fue dará lustre a los restos,
disfrazados de ayer, simuladores,
sin querer aceptar las cuentas adelante
e ignorando qué hacer con la viviente sombra
que apuesta su razón a este poema,
a la ciudad que habita, a unos pocos amigos,
y al amparo sereno de quien con ella vive.
Porque todo es distinto, y ya distante
el vigor de los cuerpos con su brío,
y esa luna feliz que nos amaba.
En el declive somos la sospecha
para aquellos que son un sueño y se resisten
a ver en nuestra sombra la futura evidencia.
(Con J.M. Bandrés)
Era invierno y la lluvia sonaba en los cristales.
Pausado era el comienzo en aquel pueblo.
Grande la casa y húmeda, constante en su bullir.
Él llegó un mediodía, sosegando a su paso
el viento de la plaza. Se oía la pregunta:
¿es ése el desterrado?
Aquel lugar sin rastro a los tres nos unía,
y vivimos la dicha de plenas madrugadas.
Cerca y lejos los ásperos parrales;
el firmamento oscuro sobre nuestras cabezas
en nocturnos paseos.
Extinguidos aquellos movimientos
que fueron con nosotros, porque ya no es posible.
El tiempo ha destruido la voz que los sostuvo:
somos ahora tres los desterrados.
AL MENOS, LAS PALABRAS
Con sus flores primeras el patio recogía,
y ella quiso entregarle una rosa granate.
Primero fue el silencio, las tímidas palabras,
el decir que las lilas habían florecido,
y efímeras se fueron a finales de abril.
Sentadas admiraron el familiar entorno
(elocuente esplendor que en lo pequeño anida).
Sin propiciarlo apenas, vinieron los recuerdos;
el dramático asedio de una guerra imborrable,
las marcas de la vida como dardos impuros.
Nadie sufría más que la mujer bendita,
quien la flor entregara con singular dulzura,
a pesar de saber de otro acero más duro
capaz de profanar el pecho dolorido.
Sólo llanto en sus ojos empañados y solos.
En el patio acaecen las luces de la tarde.
Dos mujeres se abrazan en la paz del silencio,
y se adivina el gesto de ese bien anhelado,
que ha sabido ser pródigo por su misma grandeza.