Grieta de fatiga

El valor de roncar

 

 

Eligió un hotel céntrico de nombre convencional, Beverly, marcado con tres estrellas en la guía telefónica. La decidieron las palabras «Calidez y comodidad» que acompañaban el anuncio. El precio era un poco alto pero pensó que, después del nuevo ascenso de Humberto, podía permitírselo. Además, la idea había sido de él. Reservó una habitación individual para el viernes. Tuvo una semana muy atareada que casi le hizo olvidar que iba a pasar sola el fin de semana en un hotel. Cuando despertó el viernes, se asustó ante la idea y estuvo a punto de hablar para cancelar la reservación, pero al pensar en la acostumbrada comida sabatina en casa de sus suegros, donde Humberto y su padre se la pasarían hablando de negocios, prefirió el encierro del hotel.

Llegó al Beverly en la tarde. El concierge le dijo que se acababa de desocupar una de las mejores habitaciones, situada en el último piso. El tiempo de limpiarla y sería suya. Pero ella, que quería que todo aquello se terminara de una vez, respondió que tenía prisa de instalarse y que le dieran otra. Cuando subió a su cuarto, colocó la laptop en el centro del escritorio y fue a la ventana a correr las cortinas, porque prefería escribir en penumbra y con luz eléctrica. Ahí se demoró mirando el paisaje de antenas, cobertizos y bodegas que el hotel compartía con la parte trasera de los edificios aledaños, y se arrepintió de no haber tenido la paciencia de esperar que le dieran el otro cuarto. Fue a la mesita donde estaba el teléfono y pidió línea para hacer una llamada. La operadora le dijo con voz pedante que para hablar al exterior no era preciso que llamara a la recepción, era suficiente con oprimir el número nueve; luego le dio línea, ella marcó el número de su casa y, cuando le contestó Humberto, le hizo a su marido una somera descripción del hotel, sin confesarle que, por tonta, había dejado escapar una de las habitaciones mejores. Le preguntó por las niñas, como si llevara días de no verlas. Se mandaron un beso y colgaron.

Fue a sentarse al escritorio, encendió la laptop y, con dedos temblorosos, empezó a escribir. Cuando terminó la primera página, hizo una pausa y volvió a comunicarse con la recepción. Pidió línea para hacer una llamada y la operadora de voz pedante le repitió que era suficiente con presionar el número nueve. Se disculpó, escuchó el tono y marcó el número de su casa, porque quería cerciorarse de que el plan de Humberto y las niñas marchaba como debía. No contestó nadie y, más tranquila, colgó.

Terminó otra página, luego pasó más de una hora corrigiendo y puliendo lo que había escrito y no tuvo ánimo de agregar nada nuevo. Había trabajado bien, pero la idea de pasar dos días más encerrada en el hotel le causó un escalofrío. Pidió que le sirvieran la cena en el cuarto. Era un sándwich de pollo con guarnición de papas, que comió mientras miraba un documental en la televisión. Humberto le había prometido que le hablaría alrededor de las nueve, pero a las nueve y media aún no recibía su llamada y ella, que ya se había puesto la pijama, pidió línea a la recepción. La operadora le recordó una vez más que no necesitaba comunicarse con la recepción, sino presionar el número nueve. Soy una tonta, se disculpó. La voz de esa mujer la intimidaba. Cuando obtuvo línea marcó el número de su casa y, al ver que nadie respondía, supo que Humberto había alterado el plan original, llevándose a las niñas a casa de sus padres. Cinco minutos después, cuando sonó el teléfono y escuchó su voz, tuvo que hacer un esfuerzo para no echárselo en cara. Había tenido un buen día de trabajo y deseaba ir a la cama sin pleitos. Pero cuando Humberto reconoció sin el menor empacho que estaba en casa de sus padres, como si ése hubiera sido el acuerdo, no se aguantó más, le dijo que el plan convenido era otro y se lo recordó punto por punto. Su marido contestó con evasivas y argumentó que las niñas la estaban pasando de maravilla. Ella replicó que ése no era el problema, sino que en casa de sus padres él se desentendía de sus hijas; no las veía en toda la semana y llevarlas a casa de los abuelos significaba una ocasión perdida para estar cerca de ellas. Estoy cerca de ellas, se defendió Humberto. Le faltaron fuerzas para seguir. No quería gritar, por temor a que le subiera la presión. Le pidió que le pasara a una de las niñas, pero Humberto le dijo que se estaban bañando en la tina. Eran casi las diez, muy tarde para bañarlas. Mañana es sábado, dijo Humberto, adivinando el reclamo. Hablaron durante otro minuto y se despidieron con un beso.

Trató inútilmente de volver a concentrarse en el documental que estaba viendo. El esfuerzo que había hecho para no gritar se había convertido en una dolencia imprecisa, y sintió rabia. Humberto, últimamente, la oía a medias o no la oía. Todo se le resbalaba sobre su dura corteza de hombre en ascenso. Apagó el televisor, se quitó la pijama y empezó a vestirse. Entró al baño para darse un toque de maquillaje y salió del cuarto.

El bar se encontraba a un lado del restaurante y estaba tan vacío que creyó que no había servicio. Luego divisó una pareja en la penumbra. Caminó hasta la barra, donde eligió el taburete más esquinado y, desde ahí, pudo ver a otras dos parejas. Cuando el barman, un joven alto y delgado, se acercó a preguntarle qué deseaba tomar, pidió una cuba. La última vez que había estado sola en un bar había sido veinte años atrás, mucho antes de conocer a Humberto. Había ido durante un tiempo, todos los viernes, a uno de la colonia Roma, porque le habían dicho que lo frecuentaba Buñuel. Tenía la ilusión de ver al cineasta, aunque fuera de lejos. Estuvo yendo durante dos meses, pero Buñuel nunca apareció. Después se enteró de que le habían dado mal la información y que Buñuel frecuentaba otro local que se encontraba a dos cuadras de allí. Sintió que ir a buscarlo sería traicionar ese pequeño bar con el que se había encariñado, y mandó al diablo a Buñuel. Estaba escribiendo su primer libro y sentía que no necesitaba de nadie. Nunca se tomaba más de una copa, para que los demás clientes no pensaran que iba en busca de una aventura o, peor, que era una puta. También esta vez, al terminar su cuba, se quedó dudando si pedir la cuenta o quedarse otro rato, y la deprimió un poco comprobar que después de veinte años seguía tan insegura como antes. En eso, entró en el bar un hombre de unos treinta años que cargaba un estuche de guitarra. El tipo subió a una tarima de madera donde había un taburete y un micrófono, sacó la guitarra del estuche, se sentó en el taburete y empezó a afinar el instrumento. Un reflector iluminó el pequeño estrado. El hombre dio la bienvenida a la escasa concurrencia, terminó de afinar la guitarra y cantó la primera canción, un bolero. Cuando terminó la pieza, las parejas aplaudieron con discreción. Ella no. Sintió que el hecho de estar sola la dispensaba de aplaudir. Pero pidió una segunda cuba. Luego pensó que había hecho mal en no aplaudir, pues los demás podrían pensar que no lo había hecho porque era pareja del tipo de la guitarra. Por eso, en las siguientes canciones, se unió a los aplausos, procurando, eso sí, que los suyos fueran los más breves. Cuando una hora después el hombre de la guitarra dio las gracias y cantó una última canción, se apresuró a pedir la cuenta por miedo a que el tipo, al verla sola, le invitara una copa.

Esa noche durmió de un tirón, como hacía mucho no le pasaba. Trabajó bien durante la mañana, a pesar de haber amanecido con un ligero dolor de cabeza a causa de los tragos. Después de casarse con Humberto se había vuelto prácticamente abstemia. Consiguió escribir otras tres páginas y comenzó a sentir el latido de la historia. Al mediodía sólo pidió un sándwich, hizo una breve siesta y trabajó dos horas más en la tarde, corrigiendo lo que había escrito en la mañana. Contenta, guardó la laptop en su estuche, encendió el televisor y se dijo que, si le hubieran ofrecido quedarse un día más, habría aceptado. Pero al otro día, domingo, la invadió una profunda nostalgia de sus hijas y desayunó muy temprano para estar con ellas lo más pronto posible.

Cuando un mes después entró en la misma habitación, lo primero que hizo fue ir a la ventana a mirar aquel paisaje amorfo de tinacos y antenas que la había visitado en sus sueños, como si representara algún aspecto oculto de su vida. Lo miró largamente, fijándose en detalles que no había notado la primera vez. Había insistido en que le dieran ese mismo cuarto. Cerró las cortinas, encendió la lámpara del escritorio y se puso a trabajar. Llevaba apenas un par de frases cuando tocaron a la puerta. Era la mucama, que traía los champús y las toallas. Mientras escribía, la escuchó trajinar en el baño. Diez minutos después la mujer salió del baño y le preguntó si le hacía falta algo. Le hubiera gustado pedirle que se quedara, porque prefería escribir en medio de algún ajetreo. Necesitaba sentir que escribía sin proponérselo, casi como un juego. En ese estado podía trabajar muchas horas; pero bastaba que se sentara un poco más a modo o que arreglara unas cosas que le estorbaban sobre la mesa, como quien encara una tarea de manera responsable, para sentirse paralizada. La niña dejaba paso a la escritora, el juego se volvía empeño creativo. Cómo odiaba esa palabra: creación. No quería crear, sólo dejarse ir por una pendiente suave que la hiciera salir de sí misma. Le dijo a la mucama que no le hacía falta nada, y cuando la mujer se fue, releyó una vez más lo que había escrito y sintió una opresión en el estómago. El relato le pareció desangelado. ¿Por qué un mes atrás, en esa misma habitación, le habían gustado esas páginas? Estaba anocheciendo. Se levantó y fue a la ventana, donde aquel arrumbadero de cosas sin una utilidad precisa que formaba el traspatio la hizo arrepentirse de haber pedido otra vez ese cuarto anodino. Le pareció que estaba viendo su propia escritura: prolija, desarticulada, sin nervio. Habría llorado, de estar en casa, pero en ese hotel no se atrevía, porque había leído en alguna parte que era en los hoteles donde más personas se suicidaban. Decidió bajar al bar. Tal vez con un poco de alcohol en la sangre, al regresar a su habitación, encontraría la justa veta de su historia. Pasó al baño a arreglarse el pelo, apagó la luz, salió del cuarto y, en el momento de cerrar la puerta, vio al hombre con la llave insertada en la cerradura de la puerta del cuarto de junto. El hombre giró la cabeza hacia ella, titubeó y dijo: ¡Gloria! Ella volvió a mirarlo, lo enfocó y pronunció con voz insegura: ¡Miguel! El otro se acercó y después de una breve vacilación se dieron un beso en la mejilla. Cada uno leyó en la mirada del otro una interrogación difusa, a punto de convertirse en sospecha. Él fue el primero en reaccionar y dijo que había venido al Beverly (dijo así: «al Beverly») a encerrarse el fin de semana para continuar su libro. Ella, incrédula, dijo que había venido a lo mismo, y se rieron de la coincidencia de que les hubieran asignado dos habitaciones contiguas. Miguel le dijo que su trabajo en el banco no le permitía escribir una línea en toda la semana; por ese motivo, desde hacía medio año, recalaba en el Beverly una o dos veces al mes para poner por escrito las ideas que anotaba en su libreta. Ella, para no ser menos, dijo que ésta era su cuarta vez, luego quiso corregirse y aclarar que era apenas la segunda, pero no encontró la manera de rectificar sin parecer tonta. Él le preguntó adónde iba, y ella, por miedo a que él decidiera acompañarla si le decía que iba al bar del hotel a tomar una cuba, le dijo que salía a buscar una farmacia. Tócame si necesitas algo, le dijo Miguel, ella le dio las gracias y se despidieron con un beso.

Obedeció a su propia mentira y, en lugar de ir al bar del hotel, salió a la calle y buscó una farmacia, donde compró unas pastillas para el estómago, que siempre necesitaba. De vuelta al hotel renunció a la cuba y subió a su cuarto. Pegó el oído a la pared. Esperaba oír una voz de mujer, algo que confirmara sus sospechas, pero sólo escuchó el sonido del televisor. Pensó que a lo mejor también Miguel estaba con el oído pegado a la pared para averiguar si ella estaba con alguien. Encendió el televisor, que puso a volumen muy bajo, y no logró poner atención a lo que veía. Saber que también su viejo compañero de la facultad venía a escribir en ese hotel, por lo visto con más ahínco y disciplina que ella, la desanimó. Recordó que una vez, entrando en una librería, había visto en la mesa de las novedades un libro de cuentos de Miguel y lo había comprado, deseando que no le gustara. Lo encontró malo, y se tranquilizó. Pero ahora que había vuelto a verlo, un poco envejecido, comprendió que siempre había admirado su decisión de abandonar la universidad para tener tiempo de escribir. Ella se lo había propuesto muchas veces, sin tener el valor de hacerlo. Se sobresaltó cuando tocaron a la puerta. Supo que era él, y dudó si contestar o hacerse la dormida. Al fin preguntó quién era. Soy yo, escuchó al otro lado, y le molestó la familiaridad de esa respuesta. ¿Yo quién?, preguntó. Soy Miguel, sólo te robo unos minutos, quisiera leerte un par de páginas. Estaba en pijama, se puso la bata, apagó el televisor y, resignada, dio vuelta a la llave.

Los minutos fueron dos horas, y las dos páginas, un capítulo completo de la novela que Miguel estaba escribiendo. Al principio, mientras Miguel leía, la angustió la posibilidad de que Humberto decidiera visitarla para pasar la noche juntos, y se preguntó cómo reaccionaría al encontrarla en compañía de su viejo compañero de la universidad. Se trataba, claro está, de una posibilidad remota, porque su marido era incapaz de darle esas sorpresas. Cambió de posición en el sillón varias veces, tratando de asir el hilo del relato. Algo le impedía concentrarse, hasta que entendió qué era. A través de la pared se oía el sonido de un televisor. Interrumpió a Miguel para preguntarle si era el suyo. Miguel dijo que lo había dejado encendido porque lo deprimía regresar a su cuarto y hallar todo en silencio. Continuó leyendo, pero ella no pudo concentrarse. Pensó que mientras él le leía su texto, al otro lado de la pared podía haber una chica que miraba una película, esperando que Miguel regresara para hacer el amor con él. ¿Te molesta ir a apagarlo?, le dijo. Miguel pareció sorprendido. Casi no se oye, dijo. Casi no se oye, pero se oye y no logro ponerte atención, repuso ella. Está bien, dijo Miguel, y salió del cuarto y volvió en menos de un minuto. Ya no se oía nada y él reanudó la lectura del capítulo. Ella reconoció los ámbitos cerrados y los diálogos a cuentagotas de su libro anterior. Si uno de los personajes levantaba su vaso, el autor se sentía obligado a referir el juego de reflejos que ese gesto producía en la superficie del vidrio. Faltaba, como en su caso, esa brisa de casualidad que hace que una historia despegue con alas propias, que la hace historia y no página escrita. Cuando Miguel terminó de leer, ella le dijo que por momentos parecía que no tenía nada que decir y que alargaba desmesuradamente las descripciones para ver si encontraba lo que le hacía falta (que era exactamente lo que le pasaba a ella, aunque eso no lo dijo). Mientras hablaba, Miguel, atento a sus comentarios, hizo varias anotaciones al margen de las hojas, y ella, halagada por ese gesto, dijo que el verdadero escritor escribía con palabras robadas; que escribir era como saquear, pues sólo las palabras robadas son reales. No sabía muy bien lo que quería decir con eso, pero le complació que Miguel escribiera al margen de una hoja: «robarse las palabras» y, al ver cómo el otro pendía de sus labios, fue todavía más lejos: la creación, dijo, es un mito; todo es préstamo, es más, rapiña, y el escritor es una bestia carroñera. Era la una cuando se despidieron con un beso en la mejilla. ¿Cuándo vas a regresar?, le preguntó él. Ella, todavía excitada por su disertación, iba a responder que dentro de un mes, pero, complacida por el interés que denotaba la pregunta de él, acortó el plazo a dos semanas. Tal vez nos vuelvan a dar dos cuartos contiguos, dijo él, como si acabara de decidir que él también volvería en dos semanas. Yo siempre pido éste, dijo ella, y sintió que él podría interpretar esa frase como una invitación a reservar la habitación de junto, para estar de nuevo cerca. Cuando Miguel se fue, volvió a pegar el oído a la pared, pero no oyó nada sospechoso.

Para justificar su regreso al Beverly en quince días y no en un mes, le dijo a Humberto que, ahora que había encontrado el hilo de su relato, no quería dejar pasar tanto tiempo antes de volver al hotel. Su marido no se opuso, es más, le dijo que debía sacarle más jugo al Beverly. Dijo así, «al Beverly», como si ya se hubiera acomodado gustosamente a aquella nueva rutina, y ella se preguntó si, cuando ella iba al hotel, él no veía a otra mujer después de estacionar a las niñas en casa de sus padres.

No le contó de su encuentro con Miguel. Humberto no lo conocía y ella no estaba segura de que volverían a verse. Ni siquiera estaba segura de que quisiera volver a verlo. Ahora, pasado el ardor de su arrebato elocuente, la sensación de que Miguel no había sido del todo sincero con ella ensuciaba el recuerdo de aquel encuentro. Seguía sospechando que esa noche había una mujer en el cuarto de junto. Y le molestó darse cuenta, recordando la conversación que tuvieron, de que Miguel, después de leerle su capítulo, no le hubiera pedido que le leyera algo suyo. Ni siquiera le había preguntado por qué no había publicado nada después de su primer y único libro, que había tenido una discreta acogida; mejor, por cierto, que la que había tenido el libro de él. La había tratado como si ella no hubiera escrito una sola línea en su vida. Sintió un pinchazo de rabia. ¿Qué había hecho él, al fin y al cabo? Después del primer libro, que había pasado inadvertido, no había vuelto a levantar cabeza. En eso eran iguales.

Dos semanas después, cuando el empleado del Beverly apuntó su nombre en el registro de huéspedes, estiró el cuello para averiguar si la habitación contigua estaba ocupada. Lo estaba, pero no alcanzó a descifrar el nombre. Ya en su habitación, lo primero que hizo fue pegar el oído a la pared, pero no escuchó ningún ruido. No fue hasta que se asomó a la ventana y miró aquel paisaje familiar de tinacos, antenas y bultos de toda especie, que supo que había venido para verlo y que no aguantaría quedarse sola en ese hotel todo un fin de semana. Mecánicamente, sacó la laptop del maletín, la colocó sobre el escritorio, encendió la lámpara, ordenó sus cosas y corrió las cortinas para oscurecer la habitación. Quería que cuando él llegara la encontrara escribiendo. Releyó lo que había escrito dos semanas atrás y lo encontró deplorable; tanto, que apagó la computadora. Se acostó en la cama, pendiente del menor ruido proveniente del cuarto de junto. Ya no estaba tan segura de que él vendría y sintió una opresión en el estómago. Le faltaban fuerzas para comenzar una nueva historia, porque sabía que no podría acabarla. Al igual que todas las ocurrencias de su marido para que ella volviera a escribir, también las encerronas en el Beverly se habían revelado un fracaso. No se movió durante media hora y, cuando tocaron a la puerta, no dudó de que era Miguel. Las mucamas tenían una forma más expedita de tocar. ¿Cómo había podido dudar de que vendría? Todo se había decidido entre ellos quince días atrás, aunque no podría decir en qué instante, con qué mirada o qué gesto. O, mejor dicho, lo supo: con las miradas y los gestos de la decepción. Supo que él había venido sólo para verla, pues tampoco podía escribir. Era la cita de dos frustrados. Durante unos segundos decidió no abrirle, pero el pensamiento de pasarse todo el fin de semana encerrada en el cuarto para esconderse de su viejo compañero, la hizo levantarse. Sintió que con los pasos que daba se estaba despidiendo para siempre de su futuro de escritora. Preguntó quién era y cuando escuchó al otro lado: «Soy yo», lo odió por usar de nuevo esos dos monosílabos.

Estuvieron yendo todo el fin de semana de una habitación a otra, lamentando que no estuvieran comunicadas por una doble puerta, como la hay en muchos hoteles. Esto les habría permitido dejar las dos puertas abiertas y contestar sin problemas el teléfono de la habitación contigua, en el caso de recibir una llamada de sus casas. Así, en cambio, tenían que estar pendientes del sonido del teléfono a través de la pared. Por eso, durmió cada uno en su cuarto. En la mañana él tocó temprano a su puerta y se quedaron en la cama de ella hasta el mediodía. Mientras miraban el techo ella le preguntó si quince días atrás, mientras él le leía su cuento, no había una mujer esperándolo en su habitación. Miguel se sonrojó, luego respondió afirmativamente. Admitió que estaba con una prostituta. Entonces es mentira todo lo que medijiste, dijo ella. Él se pasó la mano sobre el rostro y, sin despegar la mirada del techo, asintió gravemente. ¿Ya no escribes?, preguntó ella con un temblor en la voz que no pudo disimular. No, la laptop es para engañar a mi mujer, o para engañarme a mí mismo, contestó él. Se quedaron callados, oyendo sus propias respiraciones. Yo tampoco escribo, le dijo ella, y a la pregunta de él de por qué, si no escribía, venía al Beverly, contestó que no lo sabía, tal vez esperaba un milagro o sencillamente venía para alejarse de Humberto, su marido. Uno de los dos tomó la mano del otro y se abrazaron. Ella buscó la boca de él. Le pareció un niño desvalido. Ella, al menos, tenía a sus hijas; él ni siquiera contaba con ese consuelo. ¿Y la putita era joven?, le preguntó a bocajarro, sorprendida de su propia procacidad.

Quince días después, cuando volvieron a verse (habían tenido la precaución de reservar los mismos cuartos), ella descubrió con alivio que podían evitar hablar de literatura. Hallaron en seguida una afinidad erótica que los mantuvo ocupados durante el fin de semana y atenuó su sentimiento de culpa por venir al Beverly sin escribir una sola línea. No recibieron ninguna llamada de sus respectivos cónyuges, pese a lo cual, en cualquiera de las dos habitaciones que estuvieran, paraban el oído por si sonaba el teléfono del cuarto de junto y, ante el sonido del teléfono proveniente de algún otro cuarto aledaño, interrumpían lo que estaban haciendo, sólo para comprobar que se trataba de una falsa alarma. Cuando se dejaron, Miguel le propuso que se vieran allí mismo el siguiente fin de semana, pero ella dijo que era imposible; con trabajo le había arrancado a su marido la anuencia para venir al hotel cada quince días, en lugar de cada mes. Además, le recordó, estaban sus hijas, a las que sólo podía disfrutar plenamente los sábados y domingos. Creyó que Miguel, ante su negativa, le pediría que, para no esperar tanto entre una cita y otra, se vieran entre semana en otro hotel, aunque fuera unas horas, pero él no le dijo nada, como si sólo en el Beverly se sintiera seguro. Tomaron la costumbre, pues, de verse ahí cada quince días y ella siempre se preguntaba, en el momento de despedirse, si Miguel volvería quince días después, consciente de cuán poco congeniaban fuera de lo estrictamente erótico y de que aun en lo erótico permanecían distantes, como si sólo acudieran a esos encuentros para quitarse cada uno el último gramo de energía y, de pasada, quitárselo al otro, para no sentirse solos en su fracaso. Tal vez, por ese oculto hartazgo que sentían mutuamente, necesitaban dormir cada uno en su cuarto, dizque para responder en caso de una llamada de sus respectivas casas. Pero, al menos para ella, existía otra razón: esa castidad nocturna era el último residuo de lealtad hacia Humberto, y tenía miedo de perderlo, porque la asustaba la idea de volverse una puta, o que Miguel la tomara por tal, sobre todo ahora que sabía que él tenía la costumbre de llevar a algunas a su cuarto. Y saber que en ese hotel la prostitución era veladamente admitida, hacía que de noche, cuando estaba a solas, cualquier ruido, risa o exclamación que se filtraba por las paredes, la mantuviera despierta, porque veía en ellos la señal de la metamorfosis de aquel pulcro hotel diurno en un burdel desenfrenado. Hasta que la quinta o sexta vez que se vieron, con la excusa de estar muy abatida, le pidió a Miguel que, por una vez, durmieran juntos. Quería que él la poseyera de noche para sumarse al puterío nocturno de los cuartos y ser una más cuyos jadeos se percibieran a través de los muros. Miguel tartamudeó unas excusas y al fin confesó la verdad: roncaba. Estoy acostumbrada, Humberto ronca desde que nos casamos, inventó ella, que sintió que Miguel ponía pretextos, y se preguntó si después de solazarse con ella, él no invitaba a la chica de la otra vez a pasar la noche en su cuarto. Seguía teniendo la sensación de que él le ocultaba algo, tal vez porque ella, a su vez, sentía que en parte acudía a esos encuentros para mermar las fuerzas de él e impedir que su talento, que intuía superior al suyo, comenzara a dar frutos. Miguel cedió de mala gana y ella comprobó esa noche, después de hacer el amor, que su viejo compañero de la facultad roncaba de forma insoportable. Dos horas después de tratar de aguantarlo, no pudo más y abandonó sigilosamente su cuarto para regresar al suyo, preguntándose si los encierros de él en el Beverly no tenían que ver con la necesidad que tenía su mujer de disfrutar de cuando en cuando una noche de paz. Como fuera, aquellos ronquidos bestiales le hicieron dudar de la capacidad de Miguel como escritor. No era posible que semejantes berridos provinieran de alguien que tuviera algún talento artístico.

Él, cuando a la mañana siguiente fue a verla a su habitación, notó el cambio. Te lo advertí, era mejor que cada uno durmiera en su cuarto, le dijo. Dios, no sé cómo Marta puede aguantarte, le dijo ella. Se ha acostumbrado, dijo él. Yo no podría, repuso ella, y estuvo a punto de preguntarle si también las putitas que había traído al Beverly habían aguantado sus tremendos resuellos. Me dijiste que también tu marido ronca, dijo él, que se notaba afectado por la franqueza de sus comentarios. Era, en efecto, la primera vez que ella pronunciaba el nombre de Marta. Siempre había dicho «tu mujer». Algo se había roto. Él se veía desvalido, como la vez que admitió que sólo venía a ese hotel a acostarse con prostitutas. Aceptó dejarla dormir un par de horas para que ella se repusiera de la noche pasada en blanco, y regresó a su habitación. Ella, unos momentos después, oyó la voz de él a través de la pared. Supo que estaba hablando por teléfono con su esposa, porque lo oyó pronunciar su nombre, y sintió una punzada de celos. No era la primera vez que lo oía hablar con su mujer, pero pensó que ahora, después de sus comentarios hirientes, le hablaba a ella para decirle que iba a salir del hotel en media hora, tal vez con la intención de no regresar nunca más al Beverly. Se incorporó asustada. Comprendió cuán a fondo dependía de aquellos encuentros para conservar la ilusión de que aún podía escribir y cuánto necesitaba el ritual de sacar la laptop de su estuche, cerrar las cortinas y encender la lámpara del escritorio. Si Miguel dejaba de venir, esos gestos ya no tendrían sentido. Siguió escuchando la voz de él durante otro minuto, luego oyó que colgaba. Pensó que era extraño que, si podía distinguir la voz de él hablando por teléfono, nunca lo hubiera oído roncar a través del muro. La sencillez de ese razonamiento la dejó de piedra y de pronto comprendió. Miguel la había engañado. Había fingido roncar para empujarla fuera de su habitación y quitarle las ganas de pasar otra noche con él. Y entendió el motivo. Era lo que siempre había temido cuando paraba la oreja de noche, pendiente del menor ruido proveniente de los muros, en especial de aquel que dividía el cuarto de Miguel del suyo. Su amigo, después de que cada uno se retiraba a su habitación, encendía su laptop y mientras ella dormía o luchaba por dormir, él, al otro lado del muro, disimuladamente, avanzaba en su libro. Por eso no le interesaba verla en otra parte. Y no había traído ninguna putita al hotel. Su única putita era ella. La había seducido para neutralizarla y, así, escribir a su costa; para robarse sus palabras, como ella le había enseñado. Pensó que se necesitaba valor para fingir aquellos ronquidos y admitió que ella no habría tenido esas agallas. Pero no puede hacer nada sin mí, se dijo y, segura de que él no dejaría el Beverly, al menos hasta no terminar su novela, se arrebujó entre las sábanas, muerta de sueño. En cierto modo, aunque de manera oblicua, estaba volviendo a escribir.