La verdad de Agamenón. Crónicas, artículos y un cuento

            —Quiero contárselo todo —dijo—. Usted lo entenderá.

            —Claro.

            —Le advierto que es una historia larga. Usted sólo conoce una parte. La que importa es la que no conoce.

            —No se preocupe —dije—. Cuéntemelo todo. Tengo mucho tiempo.

            —No sé por dónde empezar.

            —Empiece por el principio.

            Entrecerró los ojos en un gesto de fatiga; reflexionó un momento, mirando sin ver la mesa con la jarra de agua y el vaso vacío que había entre nosotros; dijo:

            —El principio es una carta. No la tengo aquí, pero me la sé de memoria. La recibí hace mucho tiempo, más o menos un año después de publicar mi último libro.

            —La velocidad de la luz.

            No —dijo—. Ese no es mío.

            —¿Cómo que no?

            —Como que no. Mi último libro es Soldados de Salamina. ¿Lo ha leído?

            —Sí —dije—. Me gustó. Pero me gustó más el otro.

            —Claro —dijo sin ocultar su decepción—. Igual que a todo el mundo. En fin. Como le decía, todo empezó con una carta; me la sé de memoria. “Estimado Javier Cercas”, empezaba. “Me llamo Javier Cercas, igual que tú. Te escribo simplemente para que sepas de mi existencia; yo sé de la tuya desde hace tiempo. Soy aficionado a la literatura, y cuando apareció tu primera novela la compré y la leí. Me gustó. Luego leí la segunda y me gustó menos, igual que la siguiente. En cuanto a Soldados de Salamina, lamento no compartir el entusiasmo general que ha suscitado: me parece una novela fácil, deshonesta y tramposa. Perdona que te hable con tanta franqueza, pero supongo que el hecho de llamarme como tú me da derecho a hacerlo, ¿no te parece? ¡Ja, ja! Que yo sepa, no somos parientes (toda mi familia es de Granada; la tuya, según he leído, es extremeña), pero tenemos muchas afinidades, sobre todo literarias. Yo escribo reseñas en una revista local; las firmo con mi nombre y, mientras no me demandes, seguiré haciéndolo, pero si algún día me decido a publicar un libro lo firmaré con mi segundo apellido: al fin y al cabo tú fuiste el primero en llegar. Añado algunos datos de mi biografía: tengo 38 años (uno menos que tú), trabajo de conserje en la Facultad de Letras de la Universidad, estoy casado y tengo dos niños. Un saludo. Firmado: Javier Cercas”.

            »La carta me dejó perplejo. Javier Cercas no es un nombre común; lo es —digamos— Javier González, o Pérez, o Martínez, o incluso Javier Miralles; pero no Javier Cercas. Ni siquiera Cercas es un nombre común. De hecho, hasta aquel momento yo tenía la certeza de que todos los Cercas procedíamos del pueblecito menguante de Extremadura en el que nací, y de que todos estábamos de algún modo emparentados. Eso, por lo menos, es lo que aseguraba siempre mi madre, que poseía una memoria descomunal y un conocimiento exhaustivo de los entresijos y ramificaciones de la familia. Pero mi madre estaba muerta, así que no podía consultar con ella. Picado por la curiosidad, aquel mismo día consulté con mi padre, con mis hermanas, con parientes de Extremadura y de Madrid: todos celebraron con su asombro la coincidencia, pero ninguno había oído hablar nunca de unos Cercas de Granada, mucho menos de un Javier Cercas. Recordé entonces una novela de Paul Auster que empieza cuando una voz urgente llama por teléfono al protagonista preguntando por Paul Auster. También recordé una novela de Philip Roth que empieza cuando un primo de Philip Roth llama por teléfono a Philip Roth a Manhattan para comunicarle que hay otro Philip Roth en Jerusalén. Recordé a Poe, a Dostoievsky y a Borges. Comprendí que la carta era una broma. Una broma literaria, desde luego: alguien se estaba burlando de mi necia propensión a infectar mi vida de literatura. Sin embargo, al final de la carta venían unas señas (Av. Salvador Allende, 13, Ed. P. Verona, B6, 10, 18007, Granada) y una dirección electrónica (j.cercas@udgr.es). Aunque sabía que todo era falso, le escribí a mi tocayo supuesto un correo electrónico en que fingía creer que todo era cierto. En él le agradecía su carta, mostraba mi sorpresa por que existiera otra persona que se llamaba exactamente igual que yo y mi deseo de que alguna vez nos conociéramos. “Lo único que lamento”, concluía, con el propósito de vengarme sibilinamente de la despectiva opinión que había expresado en su carta sobre mis libros, “es que mis novelas no te gusten. Aunque, claro, llamándote exactamente igual que yo y queriendo ser novelista, es lógico, ¿no te parece? ¡Ja, ja!”

            »Transcurrieron varios días, pero nadie contestó el mensaje, así que decidí salir de dudas. Llamé al servicio de información de telefónica y, sin poder evitar sentirme un poco ridículo, le pregunté a la telefonista por el número de un señor llamado Javier Cercas, residente en Granada, en el número trece de la avenida Salvador Allende. Tras un instante, la telefonista me dijo que no había ningún abonado con ese nombre viviendo en ese número de esa calle. ¿Tampoco hay ninguno que se llame así en toda Granada?, insistí. Tras otro instante, la telefonista me informó: Tampoco. Confirmadas mis sospechas, estaba sonriendo mentalmente, preguntándome cuál de mis amigos o conocidos sería el responsable de la humorada, cuando un resto de incertidumbre me dictó una idea. Volví a llamar a información, pedí el número de teléfono de la Facultad de Letras de la Universidad de Granada y lo marqué. Facultad de Letras, dígame, recitó una voz de mujer. ¿Podría hablar con Javier Cercas?, pregunté. Un momento, por favor, contestó. Incrédulo, esperé, y al cabo de un rato mi tocayo se puso al teléfono. Me identifiqué; su reacción no fue cálida. He buscado el número de teléfono de tu casa, dije por decir algo, como si me disculpara por llamarle al trabajo. Pero no lo he encontrado. El teléfono está a nombre de mi mujer, contestó. Ah, dije. Bueno, sólo quería agradecerte tu carta. Ya me la agradeciste por correo electrónico, dijo. ¿Lo recibiste?, pregunté. Claro, respondió. No le pregunté por qué no había contestado a mi correo: a esas alturas ya era evidente que no estaba muy contento de que le hubiera llamado, lo que me irritó un poco, porque después de todo había sido él quien primero se había puesto en contacto conmigo. Traté de contemporizar, sin embargo. ¿Sabes?, creí que era una broma, reconocí jovialmente. ¿El qué?, preguntó. Tu carta, contesté. ¿Por qué iba a ser una broma?, preguntó. Bueno, nuestro nombre no es nada habitual, expliqué. Yo creía que todos los que lo llevábamos éramos de la misma familia, o por lo menos veníamos del mismo pueblo. Pues ya ves que te equivocaste, dijo. La conversación continuó en el mismo tono durante un rato, pero poco a poco conseguí suavizar la aspereza o el recelo inicial de mi interlocutor. Le pregunté por su trabajo, por su mujer y por sus hijos, por sus aficiones literarias, por las reseñas que publicaba. También escribes novelas, ¿no? No, replicó. Todavía no. ¿Todavía no?, pregunté. Quiero decir que a lo mejor algún día lo hago, aclaró. Bueno, en realidad ya lo he hecho, pero el resultado no me gustó. En fin, supongo que soy demasiado exigente conmigo mismo. El comentario me pareció petulante: la clásica bravata de quien ni puede ni sabe ni quiere de verdad escribir, pero su vanidad le impide reconocerlo. Por supuesto, no dije nada, pero tampoco supe reprimir un atisbo de compasión por mi interlocutor. Continuamos hablando, y al final nos despedimos con alguna cordialidad —más, en todo caso, de la que presagiaba el inicio de nuestra conversación—, quedando vagamente en que seguiríamos en contacto. Como es natural, no seguimos en contacto.

            —Ah, ¿no?

            —No. No en las semanas que siguieron, al menos. —Se inclinó hacia la mesa, cogió la jarra de agua, se llenó el vaso y dio un sorbo. Dejando el vaso sobre la mesa advirtió—: Ahora la historia se complica. Se complica y se alarga.

            —No se preocupe —lo tranquilicé—. Continúe.