He querido que las primeras palabras
impresas en este libro vayan dirigidas de modo inmediato a su futuro lector por
el autor, que soy yo, Francisco Ayala quien, desde la cima (por no decir la
sima) de sus cien años, tiene mucho gusto en explicarle a cualquiera que pueda
leerlo qué es lo que se ha propuesto hacer al componerlo: una especie de
antología con muy diversas piezas de mi larga producción literaria,
seleccionadas de entre la ingente suma de mis escritos con el fin de ofrecer un
muestrario variado de los distintos terrenos explorados por mí en la búsqueda
de expresión artística.
Así, este mensaje procura alcanzar un tono de confianza amistosa que solicita con ánimo cordial una respuesta personal desde la intimidad que invoco, aspirando ya tan sólo a despertar la comprensión y el entendimiento de los valores propuestos en la presentación de muy diversas situaciones de la vida humana.
Si en efecto consigo una respuesta
de afinidad por parte del lector, me consideraré pagado de mi esfuerzo, y muy
agradecido.
No digo más.
Francisco
Ayala
Madrid,
enero de 2006
Erika
ante el invierno
I
Erika había perdido ya todo entusiasmo por su bicicleta. Ya no era su
bicicleta aquella flor flamante, ligera de viento y pistas; ni ella misma,
Erika, era tampoco la remota niña de muslos rosa, húmedas naricillas y gritos
rasgados. Sus ojos, sí, seguían siendo vivos como los de una ave, y sus
vestidos blancos. Igualmente, se conservaba tierno el color de su carne. Pero
las piernas se habían hecho largas y delgadas, y las caderas —amplias, bajas—
tenían una leve oscilación ciclista. Se había convertido en una muchacha, ni
tan hermosa como un hermoso caballo, ni tan deliciosa como una pequeña oca.
Pero de la que podía decirse, sin embargo: una hermosa y deliciosa muchacha.
Que sonreía. Porque, si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado
pesada... Sonreía y acariciaba con la mano el blanquirrubio plumón de su
cabeza, triste algunas veces —pero nunca demasiado triste— al pensar que los
bellos tiempos de la naricilla húmeda eran, para Erika y su bicicleta, otros
tiempos.
Bien es cierto que, por entonces, solía burlarse de ella Hermann —ese
tonto de Hermann—, con las manos en los bolsillos, las piernas separadas y la
boca abierta. Bien es cierto que los días de mercado se veía obligada a
permanecer horas y horas, quieta junto al carro de su padre, cerca de los
anchos caballos pensativos y de las ocas prisioneras, quizá frente a un puesto
de esparto y cera, o tal vez —esto, al menos, resultaba más grato— de corsés celestes
y agua de Colonia, viendo cómo las altas botas mojadas de los hombres iban y
venían. Bien es cierto que, los jueves, en el puente del río, llegaba a sentir
loca la cabeza de nieve y gaviotas...
Pero, aun así, eran otros tiempos. Los domingos lucían, enteros, de la
mañana a la noche; las ruedas de la bicicleta, aún no revacunada, eran leves
vilanos, y Hermann no se había hecho todavía chófer, ni adoptaba aires de galán
de cine.
Después, de pronto, las cosas habían cambiado en uno de esos giros de
escenografía que la vida tiene. Un día vio a Hermann con sombrero hongo, y
supo, además, que se había comprado una moto a plazos. Cuando se enteró de esto
no dijo nada, omitió todo comentario; pero un momento después rompía a llorar,
sin que pudiera averiguarse por qué. (Tal vez, advirtiendo algo de taurino en
las motos mugidoras, porque se sentía reducida a la mayor indefensión con su
bicicleta de inocentes antenas entre las piernas. Pero esto no pudo
averiguarse.)
A partir de aquel día el mundo entero presentaba otro aspecto. Más
veloz, y menos lírico. Estrecho, idéntico a sí mismo, ya no encerraba grandes
sorpresas en las cosas chicas, ni consentía esos descubrimientos, cargados de
perplejidad, de que los tréboles tienen siempre tres hojas, o de que el hielo flota
sobre el agua.
Su vida, hasta ahora sonámbula, blanda y desamparada, vertida al
exterior, había desembocado en un desfiladero sin valles prometidos. Atrás,
sólo quedaba una divagación pálida, sensaciones vegetales, horas luminosas,
humedad de tierra y raíces... Una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo
recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del
Paraíso, en la Biblia.
Se pasaba el tiempo, inmóvil, en un rincón de la tienda, donde los
cereales amontonados mantenían esa seca temperatura que, poco a poco, había
apolillado los pulmones de su madre, la señora Schmidt.
Cada día era igual a los precedentes. Y ella, al salir del trabajo,
era también igual a todas las muchachas que salen del trabajo a las seis de la
tarde. En aquel punto se clausuraba un mundo de relojes parados; el gesto
cereal y la voz descascarillada de la señora Schmidt, su madre, se desvanecían
con la primer bocanada del aliento helado de la calle, que penetraba su carne
de cuchillos apenas pasada la puerta.
Todo reaparecería a la mañana siguiente; todo estaría reconstruido con
sus tonalidades brunas, amarillas, de paciente carcoma... Pero eso no sería
sino a la mañana siguiente. A partir de las seis de la tarde el ámbito de los
relojes parados quedaba vacío, con sus débiles latidos intermitentes, y era
posible penetrar en esferas de pulso acelerado y luces nuevas, donde los
cristales y los dientes de las mujeres adquieren una especial claridad.
Los ojos de Erika habían volado por todos los rincones del coche,
alrededor de los rótulos y advertencias, antes de posarse en el hombro de su
vecino de asiento. Pero ahora estaban detenidos allí.
No había nada de notable, a decir verdad, en su vecino de asiento.
Podrían encontrarse varios miles de muchachos idénticos a él en la ciudad...
Dos veces al día viajaba Erika en el autobús o en el metro; dos veces
diarias compartía durante media hora la suerte de unas decenas de personas
extrañas. Fisonomías nuevas e iguales siempre, siempre repetidas, que permitían
catalogar a la humanidad (los judíos, agrupados aparte) con relación a cuatro o
cinco —o tal vez unos pocos más— tipos-patrones, a alguno de los cuales había
de ajustarse cada individuo. Ella misma se sabía perteneciente al modelo: ojos azules y vivos, corpulencia, tez tierna
y pelo casi albino, aunque su boca enérgica, severa, la aproximaba al tipo
ojinegro, de rostro arquitectónico y expresión entre melancolizante y dura.
(Esto la hacía vacilar y la envolvía en un cierto aire indeciso.) Durante el
verano —estaba comprobado— los distintos individuos se distanciaban algo de su
patrón correspondiente, y los distintos patrones se distanciaban un poco más
entre sí. En invierno, los gorros, las expresiones ateridas, los abrigos y el
difumino de la niebla, todo contribuía a dar mayor homogeneidad al rebaño.
Dentro del coche se fundían las figuras y las respiraciones, y fuera
suavizaba sus contornos el paisaje. Los cristales estaban empañados, y un chico
escribía su nombre en la tenue película gris.
Los viajeros, frente a frente, iban oscuros, encerrados, torvos. Así
habían viajado durante un gran trecho. Pero, de pronto, el compañero de asiento
de Erika —por lo demás, no presentaba nada de notable— desentumeció su rostro,
levantó la cabeza, y fue posible advertir con toda claridad que su mirada
boreal comenzaba a deshelarse, al mismo tiempo que su boca se abría en
amplísima sonrisa.
He aquí lo único extraordinario en él: su despertar increíble. No otra
cosa; llevaba un sombrero hongo; la cartera, sobre las rodillas; las manazas,
dentro de unos guantes pajizos. Y el bastón.
No es que se pareciera a Hermann. Hablando con propiedad, no cabía
afirmar un parecido. Pero, desde luego, reía como él: con la boca muy abierta,
y por cierto, de un modo bastante cómico. (Luego resultó que también se llamaba
Hermann. Esto, naturalmente, no hubiera podido sospecharse entonces; pero
resultó ser así.)
Una vez advenido a total presencia, a estricto presente, se dilató el
caucho de sus labios y su boca se abrió hasta el límite. Para decir a la
muchacha con una voz clownesca de trémolos y colorines:
—Perdón; yo creo que nos conocemos. Pero si no nos conocemos —lo que
también es posible—, perdóneme.
Erika le examinó en silencio un momento. La pregunta había caído en
ella como el anzuelo en el agua, y esperaba, sin prisa, su presa. Un largo
momentito.
—Tal vez sí —respondió al fin—. Posiblemente nos conocemos. —Estaba
casi seguro. Era necesario, aunque tampoco hubiera sido extraño que me
equivocase.
Cuando se separaron y se alejó él con la cartera bajo el brazo, ya le
había hecho saber que su nombre era Hermann y que vivía en el Noroeste. Además,
habían convenido volverse a encontrar en el salón La Selva Negra, cerca de
allí, algunos días más tarde.
Erika escribió la fecha en un cuaderno y volvió a replegarse en su
interior. Cada viajero estaba ahora aislado de los demás por la última edición
de un periódico de la tarde.
La Selva Negra era un local amplio, de tablas. Desde fuera tenía porte
de trasatlántico. El interior era rectangular; las mesas, a los lados; el
centro, despejado para el baile. Cartelones inmensos cubrían las paredes,
dotándolas con perspectivas de verde boscaje poblado de cabras felices, cuya
ebria alegría saltaba sobre rimadas catedrales de letra gótica.
Apretada la fuerte y breve mandíbula; abatidos, flojos, sin sangre los
brazos, así entró Erika en el local, portadora de un vestido nuevo, malva.
Alguien debería encontrarse con ella, alguien debería esperarla, y por eso
salta su corazón bajo el malva del vestido.
Pronto creyó ver, entre los rostros mojados de risa, la nariz de dogo
y la boca enorme de su amigo. Se dirigió allí, indecisa alambrista que se
acerca al final de su azorante trayecto. Antes de llegar, sin embargo, se
detuvo, y también su expresión quedó parada, quieta, como el perro que aguarda
el disparo ante la sorprendida codorniz. Porque aquel hombre podía, en efecto,
ser su amigo; ciertamente presentaba gruesa nariz de dogo y boca enorme. Pero,
claro está, no tenía sombrero, ni guantes, ni bastón; no sonreía en modo
alguno; sus ojos estaban fríos, quizá neblinosos de cerveza y malhumor. Y, por
tanto, pudiera no ser su amigo. Faltaba, al menos, esa hermética seguridad que
no permite resquicios a la duda.
Quedó vacilante. Se situó cerca, a la vista, para repartir con equidad
su atención entre él y el acceso a la sala, como si esperase que el hombre allí
sentado apareciera, desdoblado de improviso, en la entrada y se dirigiera a
ella para anonadar con su sonrisa abierta y sus modales francos al que había
querido suplantarle, dando a su aventura este desenlace de film en que la pugna de dos hermanos gladiadores de armas distintas, se
resuelve con el triunfo de la bondad sobre la perfidia. Tan pronto dirigía su
anhelo a la puerta, que el público pasaba y pasaba como si hojease un gran
libro; tan pronto buscaba en la fisonomía del indiferente un ángulo por donde
forzar positiva o negativa respuesta. Pero su expresión era cuadrada, era un
bloque enterizo de expresión.
Un judío escarolado y joven la sacó a bailar con una reverencia.
Inmediatamente se arrepentía Erika de haber aceptado; se sentía llevada por la
corriente como si hubiera caído a un río espeso, insoportable de música.
Cuando, encendido el rostro, pudo volver a su sitio; cuando el
escarolado israelita se plegó ante ella, había desaparecido ya el supuesto
Hermann, hecha tras él la duda definitiva, fija y para siempre.
Era un largo reguero de huellas, marcadas en la escarcha. Y cada vez
—rompiendo agujas y quebrando cristales— se hacía más largo, tras las botas del
pequeño Friaul.
El pequeño Friaul andaba despacio, junto a la vía férrea, sin pensar
en nada. Una sonrisa artificial se le había congelado en la cara, fijándole el
gesto. De todo él, sólo los ojos vivían; unos ojillos chicos, duros, negros y
brillantes como botones. Sus piernas de alambre alternaban con regularidad
mecánica; sus manos habían perdido la forma dentro de los mitones, y sus orejas
habían desaparecido bajo el gorro de cuero.
¿Desde dónde venían sus botas, mordidas por la escarcha?
Se detuvo
en uno de los puentes, a mirar. Abajo, los vaporcillos y las canoas —triste
rebaño acuático— dormían, lomo con lomo, en el canal inmóvil. Un olor a madera
húmeda y a manzanas podridas llegaba, suave, sin viento. Hizo rodar con el pie
el amarillo corazón de una fruta desde la plataforma de hierro hasta el agua
mate, donde tantos edificios estaban sumergidos, inversos; los vio temblar y
siguió andando.
Siguió, siguió andando. Pasó ante un guardavía con bigotes de foca;
ante aquel campo de deportes, siempre solitario; ante la garita azul, cerrada
siempre... ¿En qué pensaba el pequeño Friaul, con la sonrisa artificial
congelada en la boca?... El cielo cubría de lana sucia el frío de la tierra.
Mil niños de cabeza gorda patinaban, allá lejos, sin ruido, entre la sorda
niebla.
El pequeño Friaul pensaba lo siguiente: «Puede durar el tiempo de
lluvia un mes entero, y quizá tres meses completos, y más aún: hasta la
primavera. Todo esto es muy posible... Pero después viene la primavera».
Así pensaba el pequeño Friaul. Para soñar enseguida una excursión
fluvial, con merienda, acordeones y riberas de árboles floridos.
Tres patos salvajes volaban alto, en anhelo rectilíneo, con el largo
cuello de goma estirado, y en su extremo la estrecha cabeza estúpida.
Otra vez el canal. Entre su carne muerta, el esqueleto de los
castaños. Sobre sus aguas chorreaba añil el anuncio eléctrico de un perfume, y
a su orilla vendía manzanas una muchacha con pelo de estopa.
Estaba solo el carnicero en la carnicería. Solo, como la baraja en la
mesa, y pensativo como los garfios sin carne. El ancho cuchillo, dueño de la
luna de enero, hubiera deseado cortar sus dedos redondos, rojos, iguales, en
rodajas sobre el tablero. La boca se le había quedado abierta, y los ojos se le
habían quedado azules. ¡Qué dulce la muda queja del venado! ¡qué idílico el
lamento imposible de la ternera! Gruesas lágrimas de sangre enfriaban el frío
mármol, escurriendo sobre él, sin morder, su blancura de cisne.
Recordó entonces el carnicero que se llamaba Mayer y que tenía, para
los domingos, un chaleco verde.
El niño Friaul apareció en el marco de la puerta, adelantó su cabezota
hacia el interior. Las reses, desnudas, le miraban con miradas densas,
interminables, de hospital, implorantes sus manos truncas bajo la vigilancia de
un hacha, de roja savia mordida. Era un invierno ya, en la cabeza del ciervo,
su sueño de ruiseñores, y era plomo glacial el corazón de los ánades...
Su padre, tras el mostrador, le miraba con ojos dormidos, con manos
ciegas. La enagua eléctrica de un querube, desde la lámpara, se derramaba sobre
el mostrador.
Nunca se sabe nada, nunca.
Una sonrisa malvada había saltado de la hoja larga del cuchillo a los
ojos redondos de las reses. El rostro del pequeño Friaul aleteó como un pájaro
capturado. Un momento después estaba lleno el suelo de rosas carmín. La voz del
pequeño Friaul había sido cortada por el tallo en su garganta.
Nunca, nunca se sabe nada.
Ahora podía comprobarse hasta la evidencia que sus ojos eran dos
botones negros; querían desabrocharse de los párpados y rodar por el suelo,
junto a la baraja despavorida, junto a las grandes botas sin brillo del
carnicero Mayer, de quien sólo se sabe que tenía un chaleco verde para los
domingos.
Mayer irá a la cervecería, como todas las tardes. Pasará ante los
carros de tristes caballos con las crines sucias, que esperan en la calle a sus
dueños. Saludará a su amigo el cervecero, cuyos redondos brazos de mujer sacan
siempre del agua vasos mojados. También saludará a las cabezas de ciervo,
asomadas a las paredes.
Y por fin se sentará a beber, hasta que sus botas de cuero huyan,
arrastrando bajo la mesa piernas de trapo.
Las manos de Erika estaban rojas, internas, al desprenderse de los
gruesos, grises guantes. Su pelo recortado se levantaba —invernal centeno—
sobre la frente blanca. Había entrado a la cocina dando un portazo, perseguida
por el frío de fuera, y ahora se acariciaba la cabeza por amansar crispados
pensamientos. Sus labios temblaban de un modo tenue, y los ángulos de sus ojos
se aguzaban, afinados, en busca de no se sabe qué precisiones.
Sonrió después a la lumbre y acarició también con las palmas de sus
manos los suaves y azulados mechones del gas.
Había metido los pies en unas zapatillas rojorizadas, y bien alta la
cabeza, iba de un rincón a otro con sus pasos oscilantes, bailando un baile
pueril al son del molinillo del café.
Mientras el agua no hirviera, se asomó a la ventana. Todo estaba
quieto. Frente a la suya, otra ventana con cortinas pobres y cristales sucios,
tras los que alguien, como ella, miraba al exterior. En la calle, un niño con
gorro verde, que arrastraba por la nieve el carrito de su hermano. A la nieve
no le quedaba ya nada del rosa del alba, ni tenía aún el azul del crepúsculo,
aplastada y entera.
Desde algún remoto balcón, desde algunas bambalinas increíbles, un
piano manaba con suavidad su música. De pronto, cortada.
Sonaron los cascabeles del agua en la cocina sobre el fuego. Erika
volvió junto a la mesa. Había dado libertad a su alma, nostálgica de nunca
vistas praderas, y mientras tanto, sus distraídos dedos, como ovejas sin
guarda, recogieron, doblaron, desplegaron un papel roto, un trozo de periódico
suelto, captado al azar.
Cuando su mirada revertió hacia fuera, le saltó, con salto de tigre,
desde el papel a los ojos, una noticia local, incompleta: carriles de letras,
cada uno de los cuales la precipitaba a un vacío turbio y sangriento.
En la tarde de ayer se desa...
hijo de ocho años de edad, Friaul...
de la escuela. En los primeros...
Las quebradas fórmulas tenían un jadeo mortal. ¿Cuándo habría sido la tarde de ayer? ¿De qué ayer sin nombre? ¿Y en qué sitio? ¿Tal vez en el
norte de la ciudad? ¿Quizás allí mismo, a unos metros de su propia
habitación?... ¡Nunca se sabe nada, nunca! ¡Si con la nieve las sienes
enloquecen, se turban las manos, se afilan los cuchillos, y Dios, el buen Dios,
se niega a intervenir en el mundo!
Sólo un pequeño y tierno amor podría suavizar el invierno. Pero en el
invierno todas las puertas están cerradas, todas las caras son hoscas; y si por
acaso, durante un trayecto en el autobús, se han deshelado unos ojos y una boca
se ha abierto para declarar: me llamo
Hermann, todo esto no dura más que un momento. Si un piano desliza los
patines de sus notas hasta la calle, esto no dura más que un momento. Es
necesario esperar que llegue la primavera, verde de pájaros y acordeones.
Ahora hay que vivir un mundo de penumbra, de oquedades, de interiores.
Las mamparas se cierran por sí mismas; las orquestas no logran encender el
ánimo. Ni el parque vive ahora, cloroformizado bajo las sábanas intactas, bajo
la luz cruel de los arcos voltaicos y los gestos espectrales de las estatuas...
Sin embargo, una mañana habrá venido la primavera, a remolque de canoas y
veleros. Parece increíble, pero es cierto. Ello habrá de ocurrir una mañana
cualquiera.
Erika bebía a breves sorbos su taza de café.
Como era Navidad, el cartero —honrado funcionario del Estado— había
traído un paquete muy revestido de sellos: una caja de cartón, por correo
interior. Erika encontró dentro otra, más pequeña, caja de bombones y una
ramita del árbol de Noel. Bajo ella, tres tarjetas de visita; el regalo
procedía de Frieda, Bruno y Trude, amigos de la infancia.
Erika transpiraba felicidad, y la señora Schmidt reproducía en su rostro,
débilmente, la emoción de su hija (en la que participaba, desde luego).
Todavía, unas líneas de Frieda proponiendo una excursión dominical a
la montaña nevada. Esto era agradable. Siempre es agradable una excursión a la
nieve, con tres amigos de la escuela... Estrictamente hablando, sólo Frieda era
amiga de la escuela —no sus hermanos—. En aquella época pasaban juntos los
domingos; vivían con su abuelo a la orilla del lago, en una casita de madera, y
Erika iba todos los domingos a visitarles. Con frecuencia encontraba a Trude
andando con sus pasos menudos ante la casita. Le temblaba en la cabeza un lazo
tieso, color rosa. Y también la casita estaba pintada de color rosa. Junto a
ella, naturalmente, había un hermoso gallo, y este gallo era, desde tiempo
inmemorial, enemigo de Trude. Trude llevaba siempre caídos los calcetines; el
gallo picoteaba siempre en no se sabe qué montones indistintos. Pero cuando
ella pasaba cerca, arrastrando por los breves senderos su trineo de juguete, el
gallo se engallaba, la miraba con su perfil de sierra. (Un gallo es, en verdad,
un extraño ser.) En cierta ocasión se había comido las cuentas de un collar
roto de Trude, y sólo pudieron consolarla cuando el farmacéutico prometió
hacerle otro de píldoras arsenicales, y, además, unos pendientes con discos de
aspirina. La enemistad había crecido desde aquel día, y a partir de entonces el
gallo se mostraba más implacable, persiguiéndola con las alas desvencijadas
hasta golpear con su pico la puerta de la casita.
Frieda se burlaba de esta pequeña historia sin importancia, y Bruno ni
siquiera hacía caso de ella. Así como otros chicos apedrean las lunas de los
escaparates, él rompía la plancha de cristal que cubre el lago, cansado de
deslizar la vista en un paisaje raso, donde sólo era grande un barco prisionero
en el agua desde los últimos días del otoño.
De todo esto habían pasado varios años, y hasta la Trude misma estaba
hecha ahora una chica formada.
El bosque dormía aplastado, con ese tono inefable de las altas
cristaleras y de los paisajes nórdicos. De espacio en espacio saltaba Erika por
entre los pinos, de cuyas ramas caían, desgajados, al suelo, o tal vez sobre su
cabeza, maduros racimos de nieve, que se desgranaban en la nieve homogénea.
Delante, Erika. Y siguiéndola, sus tres compañeros, peregrinando con
los esquís por las sendas del bosque, intactas. Nadie hablaba, nadie reía. Como
gorriones friolentos, saltaban los cuatro de espacio en espacio, sin hablar ni
reír. Atrás quedaba una estela de bufandas azules.
Un tren pequeñito los había llevado —los esquís, entonces a la
espalda, les daban aspecto alífero— hasta dejarles al pie de la montaña. El
cielo estaba desconchado, sucio de algodones y bilis. La tierra resplandecía
fúnebre. En ella, sólo los pinos de abatidos brazos. Nada más en ella. Alguna
vez acaso cruzaba lejos, ciervo increíble, cualquier solitario deportista.
Los cuatro amigos seguían rutas nuevas, largas. Los cuatro sin hablar
ni reír, ligeros: Erika, Frieda, Bruno y Trude.
Bruno había llevado una máquina fotográfica para hacer más desesperado
y más fijo el silencio.
Dijo Trude, la pequeña:
—Hoy domingo, no asoma Dios.
Y era verdad. Taciturno como nunca, escondía su secreto angustioso,
mientras ellos volaban de altura en altura.
El cuerpo de Erika se dobló, viró con el ímpetu y la ceguera de su
pecho abierto. Hubo un ruido agrio, de tablas rotas. Una piña, un corazón seco,
había rodado sobre la nieve. Sobre la nieve quedó tendida la muchacha, con los
brazos vueltos, con los ojos vueltos.
Los tres hermanos la rodearon, con sus altos bordones y sus suelas
larguísimas. Le desabrocharon el traje para frotarle su carne de violetas
magulladas. Sus labios sonreían.
—¡Qué blanca la Erika! —observó Bruno.
Sus hermanas callaban, junto a ella. Jazmines rotos, fríos soles sin
sol, todo callaba junto a ella. El cielo, torvo, comenzó a escupir en la nieve.
Aquel domingo, Dios, el Buen Dios, quería ignorar.