Rumania en tres frases
(comentadas)
«… el demonio del sadismo y la estupidez
obstinada.»
«Si la administración y la política estuvieran a la
altura del movimiento artístico…»
«Una región donde vivían hombres y libros.»
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«En la Rumania legionaria, burguesa y nacionalista
vi el rostro del demonio del sadismo y la estupidez obstinada.» Las palabras de
Eugen Ionescu* se publicaron en Rumania
en 1946 (pero, más tarde, se detallan de forma significativa en el volumen Présent
passé-Passé présent, publicado en París en 1968).
La frase me ha preocupado en los últimos años. Me preguntaba cuántas palabras y cuáles habría que cambiar para caracterizar la situación actual.
Cuando
era niño, viví yo mismo los horrores del odio y de la guerra en la Rumania legionaria,1* burguesa
y nacionalista. Luego, consulté numerosos libros, documentos, creaciones
artísticas y estudios de todo tipo para entender el fenómeno de la Alemania
nazi pero también sus diversas variantes europeas, observando los distintos
significados social, histórico y psicológico (o sea, humano) de una profunda
degradación colectiva. El desconcierto y la exasperación de unos estratos cada
vez más amplios de población, la extinción progresiva (por medio de terror) de
la sociedad civil, la institución de un estado de sitio cotidiano en el que «el
enemigo» externo se convierte en un mero pretexto para aniquilar a los
«sospechosos» dentro de la ciudadela.
Pero
sólo en los últimos años me pareció entender de verdad el mecanismo que hace
que proliferen semejantes desastres. Bajo la presión cada vez más acentuada de
la erosión económica, política y moral, Rumania ofrecía el cuadro inmediato de
un derrumbamiento en el que yo ya no era sólo cobaya, como en mi infancia, sino
también observador, más aún, uno de los «sospechosos» que todavía no estaban
desarmados del todo.
Me
he acordado más de una vez de la película de Bergman El huevo de serpiente, del marasmo de la Alemania prenazi, de las
fases paranoicas del desconcierto y la manipulación, del modo en que el desánimo
se convierte en resignación y luego en sometimiento, cómo la insatisfacción
busca, a toda prisa, metas marginales, cómo la estupidez y la violencia
estallan donde pueden, en condiciones de miseria y acoso cotidianos.
Apresurémonos
a decir que, a pesar de las abundantes semejanzas, la Rumania de hoy no es la
Rumania legionaria, burguesa y nacionalista de la época de entreguerras y de la
contienda.
Las
prolongadas controversias que han tenido lugar en Occidente en los últimos años
acerca del parecido entre el nazismo y el comunismo ignoran, de forma no del
todo inocente, las diferencias entre los dos sistemas totalitarios. La
aceptación de las cómodas etiquetas, característica de la necesidad muy común
de simplificación, se asocia, probablemente, con la ingenua convicción de que,
demostrando que las dos formas de dictadura tienen efectos igualmente
catastróficos, se puede llegar, mediante una especie de culpabilidad general, a
relativizar las culpas y, así, a una gradual e implícita disculpa.
Tampoco
el modo como se «prestan» a veces los métodos iguala los dos sistemas. Quien
quiera entender algo esencial sobre el «socialismo real» (pero también quien
investigue el carácter y las consecuencias del «nacionalsocialismo») habría de
profundizar antes en las diferencias entre el nazismo y el comunismo. Este
último proponía un generoso ideal humanista, de amplia audiencia, y se servía
de una duplicidad estratégica variada, más sutil, lo que explica, tal vez,
siquiera en parte, su venerable edad y su incomparable fuerza de penetración.
El nazismo fue coherente consigo mismo al hacer lo que hizo; quienes lo
siguieron, al menos en las primeras fases, lo «eligieron» con conocimiento de
causa y «legalmente». Por el contrario, el comunismo no es coherente consigo
mismo cuando hace un análisis de la relación proyecto-realidad: es un sistema
que se ha impuesto por la fuerza y ha obligado a las masas a seguirlo. La
discordancia entre la ideología y las necesidades concretas de gobierno, entre
el ideal propuesto y la realidad que lo niega, origina, de hecho, la capacidad
relativa de corregir, de reestructurar y de mistificar. En la amplia zona de
«discordancias» (en la que actúa la demagogia y se manifiesta la elasticidad
social) actúan también los procesos vitales, es decir, se mueve también la vida,
lo cotidiano.