Preliminares. — Mi gusto por la belleza del cuerpo. — Sarah Mavis. — Mediodía en el Quadrant. — El número 13 de la calle J***s. — Un contrato en el vestíbulo. — Una mujer con voluntad. — Temores acerca de mi tamaño. — Porquería. — Sangre fría. — Tiranía. — Mi genio. — Sumisión. — Una revuelta. — Una dama medio alegre. — Sarah me observa. — Una riña. — Reconciliación.
[Desde
edad muy temprana se me desarrolló el gusto por la belleza del cuerpo femenino.
Sentía la natural atracción de sus rostros, pues la belleza en la expresión es
siempre la primera en hablar a un hombre. Los ojos de la mujer hablan antes que
su boca, y el hombre lee en ellos por instinto (pues el verdadero conocimiento
no le llega hasta sus años maduros) aprecio, desapego, indiferencia,
voluptuosidad, deseo, abandono sexual, o lujuria fiera y atolondrada.
Todos
estos sentimientos pueden verse en los solos ojos de la mujer, pues éstos se
expresan y mueven con cada sentimiento, con cada pasión, pura o sensual. Pueden
engendrar en el varón un amor puro, como se suele llamar, que se considera tal
hasta cuando la experiencia enseña que, por puro que sea, no puede existir sin
la ayuda ocasional de una polla tiesa, ardiente y palpitante, metida en un coño
caliente bien estirado, y de una descarga simultánea de los jugos espermáticos
de ambos órganos. El resto del cuerpo de la mujer, el pecho y los miembros,
pueden mover a lujuria sin amor, y, una vez presente la admiración, la lujuria
aparece de inmediato. Un pie pequeño, una pierna y un muslo redondos y macizos
y un trasero gordo hablan directamente con la polla. De hecho, el cuerpo es
para la mayoría el mayor motivo de atracción y, en los hombres maduros, da
lugar a un apego más duradero que el provocado por el más dulce de los rostros.
Una mujer fea, pero de buenos miembros y trasero, y de pechos firmes y llenos,
atraerá al hombre (salvo que su coño sea una horrenda hendidura) allí donde la
más hermosa de las señoritas fracasará. Pocos hombres, como no sean muy
tripudos o muy viejos, conservarán mucho tiempo a una dama huesuda cuyas magras
nalgas caben en la mano. Yo desarrollé desde temprana edad el gusto por el
cuerpo femenino, nació conmigo. Ya de niño, cuando tenía que elegir a una
compañera de baile, prefería a las que llamaba pasaditas, e incluso llegué a
admirar en un tiempo a una mujer de edad, de gran culo, que nos vendía dulces,
porque la había sorprendido un día en cuclillas, meando y exhibiendo sus
grandes piernas.
En aquel
período, mantuve amistad durante varios años con un escultor, que
desgraciadamente se alcoholizó hasta morir, y con un pintor, aún vivo. Estuve
en sus estudios, conocí a sus modelos de desnudo, escuché sus opiniones sobre
la belleza masculina y femenina e hice que me enseñasen en las modelos los
diversos puntos de la perfección femenina. En dos ocasiones, las damas mismas
me los explicaron, en sesiones privadas, y compartí con ellas placeres sexuales
que, según me dijeron, los artistas ni habían obtenido ni les habían dado. Yo,
por mi parte, hacía bocetos de desnudos, y no estaba mal considerado en esta
especialidad. En consecuencia, y debido a la práctica, al instinto y a un
temperamento extremadamente voluptuoso, llegué a convertirme en buen juez de la
belleza del cuerpo femenino.
Los
anteriores párrafos no fueron escritos en el mismo período que el que sigue
sobre Sarah Mavis. Los he añadido ahora, muchos años después, preguntándome por
lo que hice en aquellos primeros años, maravillándome ante mi juicio y
selección y buscando las razones que me llevaron entonces a conseguir para mis
abrazos sexuales más modelos de belleza de forma femenina que los que haya
poseído inglés alguno… como no fuera un príncipe.
Una mañana
de verano, cerca de mediodía, me encontraba en el Quadrant. Había llovido, y
las calles estaban sucias. Vi frente a mí a una mujer adulta, que caminaba con
ese paso estable, sólido y bien equilibrado que yo ya sabía indicaba miembros
carnosos y un grueso trasero. Caminaba levantándose las enaguas, para evitar el
barro, una costumbre habitual en aquellos tiempos, incluso entre mujeres
respetables. Las mujeres de vida alegre tenían por costumbre levantarse las
enaguas un poquito más. Vi un par de pies, enfundados en preciosas botas, que
me parecieron perfectos, y unas pantorrillas exquisitas. Me empalmé de
inmediato. Se detuvo al llegar a Beak Street y se puso a mirar un escaparate.
«¿Será de la vida?», pensé. «No.» Pasé a su lado, me di la vuelta, y nuestras
miradas se encontraron. Me miró, pero con una mirada tan estable e indiferente,
y con tan poco de mujer de vida alegre en su expresión, que no fui capaz de
determinar si era o no accesible.
Se volvió
y se puso a caminar, sin mirar atrás. Al cruzar Tichborne Street, se levantó un
poco más las enaguas, porque había mucho barro. Le vi mejor las piernas, la
polla se me puso tiesa ante la visión de sus miembros, y me decidí. La seguí
rápidamente y, al llegar a su altura, le dije: «¿Viene conmigo?». No me
contestó, y me quedé atrás.
Pronto se
detuvo otra vez en una tienda, se asomó, y yo le dije: «¿Puedo acompañarla?».
«Sí… ¿Adónde?» «Donde quiera… la seguiré.» Sin replicar, sin mirarme, sin darse
prisa, caminó con paso firme hasta llegar y entrar en la casa número trece de
la calle J***s, donde entré aquel día por primera vez, pero que he visitado
después cientos de veces. Me asombró su compostura, la forma en que se detenía
de vez en cuando para mirar los escaparates mientras caminaba; no parecía tener
prisa, ni en verdad conciencia de que yo la seguía de cerca, aunque lo sabía
bien.
Una vez en
la casa, se paró al pie de la escalera y, volviéndose, me dijo en voz baja:
«¿Cuánto me va a dar?». «Diez chelines.» «Ya puedo decirle que por eso no subo
arriba.» «¿Cuánto quiere?» «No subo con nadie por menos de un soberano.» «Se lo
daré.» Subió las escaleras sin abrir la boca. Me asombró que me plantease la
cuestión al pie de la escalera, a menudo me habían preguntado lo mismo en una
habitación y en la calle, pero al pie de una escalera… nunca.
Entramos
en un hermoso dormitorio. Lo pagué y, después de echar el cerrojo, me di la
vuelta y la vi en pie, de espaldas a la luz (las cortinas estaban cerradas,
pero había algo de luz en la habitación), con un brazo reposando en la
chimenea. Me miró fijamente, y yo a ella. Recuerdo haber notado entonces que
tenía la boca ligeramente abierta, que me miraba como si estuviera distraída
(siempre miraba así), que llevaba un vestido de seda negra y un gorro de color
oscuro. El deseo me arrastró; me acerqué a ella y empecé a levantarle las
ropas. Las echó abajo de forma autoritaria, diciendo «nada de eso».
«¡Oh!,
aquí tienes el dinero», le dije, dejando un soberano en la chimenea. Se echó a
reír quedamente. «No me refería a eso», comentó. «Déjame que te toque.»
«Apártese», me dijo, impaciente, se dio la vuelta y se quitó el gorro. Vi
entonces que tenía la cabellera espesa y negra, o casi negra, y recuerdo que
observé estas cuestiones en el mismo orden que aquí relato. Volvió entonces a
apoyar el brazo en la chimena y me miró con calma, con la boca ligeramente
abierta, y yo me quedé mirándola, sin hablar, con el esperma fermentando en mis
pelotas; estaba, empero, algo turbado, casi intimidado por sus fríos modales…
unos modales bien diferentes a los que solía encontrar en las rameras.
«Tienes
unas piernas preciosas.» «Eso dicen.» «Déjame verlas.» Se echó en el sofá, de
espaldas a la luz, sin decir una palabra. Me arranqué la chaqueta y el chaleco
y, sentándome al pie del sofá, le levanté el vestido hasta las rodillas; traté
de levantárselo más, pero se resistió. Entonces, le toqué el coño con los
dedos, y la delicia del tacto y la visión de sus hermosos miembros me
abrumaron. «Quítate la ropa… déjame verte desnuda… tienes que ser exquisita.»
Mis manos erraron por su trasero, por su vientre, por sus muslos y, al ver la
carne que mostraba por encima de las ligas, me puse a besarla y besé cada vez
más arriba, hasta que el aroma de su coño me llegó a la nariz, y su matorral
entró en contacto con mis labios y se mezcló con mi bigote, pues, en aquella
época, llevaba bigote, cosa que entonces no era corriente. Me arrodillé a su
lado, besando, palpando y oliendo, pero mantuvo los muslos bien juntos y me
pasó las enaguas por encima de la cabeza mientras la estaba besando, por lo que
poco pude ver de su belleza. Entonces, casi enloquecido de excitación por lo
que había hecho, me levanté. «¡Oh!, vamos a la cama… ven.» Se quedó
perfectamente quieta.
«No…
hágalo aquí… déjeme en paz… no quiero que me levanten las ropas… no quiero que
me meta mano si quiere tomarme, hágalo, y termine de una vez.» «Bueno, vete a
la cama.» «No quiero.» «No puedo hacerlo en el sofá.» «Bueno, entonces me voy.»
«No te irás hasta que te haya poseído. Sólo quiero que me dejes verte los
muslos.» «Bueno, mírelos», dijo y se levantó a medias la ropa. «Más arriba.»
«No quiero.» Yo tenía la polla fuera. «Súbete a la cama… no pienso hacerlo
aquí… quítate la ropa…» «No quiero.» «Vas a hacerlo.» Lo dijo todo muy
decidida, pero sin muestras de mal genio.
Se levantó
sin pronunciar una palabra. Al escribir ahora, me parece ver sus piernas
exquisitas, enfundadas en hermosas medias de seda, tal como aparecieron cuando
se levantó del sofá para echarse en la cama. «Pero quiero que te quites la
ropa.» «No pienso quitármela, tengo prisa… nunca lo hago.» «¡Oh!, tienes que
hacerlo.» «No pienso hacerlo… venga, haga lo que quiere hacer… tengo prisa.» Se
levantó la ropa justo lo suficiente para mostrar la orla del coño y abrió un
poco los muslos. Al verlos, me mencionó un deleite lascivo, la monté, me eché
entre los muslos e inserté la polla. ¡Ah! Casi me corrí del primer empujón.
«¡Oh!,
quédate quieta, querida, sólo llevo un segundo dentro de ti.» «No, bájese, que
voy a lavarme.» Me resistí, pero me desmontó y se bajó rápidamente de la cama.
«No se le ocurra acercarse mientras me lavo; no puedo soportar que me mire un
hombre mientras me estoy lavando.» Insistí, pues estaba ansioso por ver la
forma que apenas había podido vislumbrar. Puso la palangana en el suelo, se
pasó la colcha por encima para esconderse mientras se mojaba el chocho. No
quise ser maleducado, y me quedé sin ver nada. Entonces, se puso el sombrero.
«¿Sale usted primero, o salgo yo?», me dijo. «Esperaré todo el tiempo que
quiera.» «Entonces, salgo yo primero», dijo, y estaba a punto de irse cuando la
detuve.
«¿Cuándo
podemos vernos otra vez?» «¡Oh!, cuando salgo estoy hasta la una en Regent
Street.» «¿Dónde vives?» «No pienso decírselo. Adiós.» «No… espera… ven a verme
esta tarde.» «No puedo.» «Esta noche.» Vaciló. «Si lo hago, no podré quedarme
mucho rato.» «Bueno, una hora y media.» «Quizá.» «¿Te quitarás la ropa?» «No…
adiós, tengo prisa.» «Quedamos esta noche a las siete… anda.» «No.» «Entonces,
a las ocho.» «Bueno, estaré aquí esperándote… pero no me quedaré mucho rato.»
«¿Me dejarás verte hasta la cintura?» «¡Oh!, detesto que me miren», dijo y se
fue, dejándome en la habitación.
Almorcé en
mi Club y pasé el resto del día enfebrecido de lujuria; «¿vendrá?», me
preguntaba, porque sólo lo había prometido a medias. Llegué a la casa media
hora antes de la hora prevista y obtuve otra vez el mismo cuarto. Era realmente
hermoso, tenía una gran cama de dosel con hermosas cortinas (obsérvese que esto
sucedió hace treinta años) a un lado del cuarto; al otro lado, separado por un
tabique, había un lavamanos de mármol, apoyado en la pared; del otro lado, un
gran espejo, al nivel de la cama; al pie de la cama, había un gran sofá, frente
al fuego; encima de la chimenea, un gran espejo inclinado hacia delante, de
forma que los que se sentasen o echasen en el sofá podían verse reflejados en
él; en una esquina de la habitación, al lado de las ventanas, había un gran
espejo móvil que podía moverse en todos los sentidos, dos butacas y un bidet.
Las cortinas eran de damasco rojo, en los ángulos de la chimenea había dos
grandes quemadores de gas. Era quizás el dormitorio de casa de citas más
compacto y cómodo que haya visto en mi vida, aunque desde luego no era grande.
Nos cobraron siete chelines y seis peniques por usarlo, y veinte chelines por
la noche. He pagado esas cantidades docenas de veces.
Observé
todo lo descrito y vi que una pareja podía contemplar sus diversiones amatorias
desde la cama, desde el sofá, en realidad, desde cualquier parte, con la ayuda
del espejo móvil y los otros espejos. La habitación me deleitó, pero seguía
enfebrecido de ansiedad por la llegada de la dama. Me puse a pasear con la
polla fuera, me miré en los espejos, me eché en la cama y observé mi reflejo en
el espejo lateral; me puse en cuclillas sobre el sofá, gozando de la visión de
mis pelotas y de mi polla tiesa. Entonces, me entró miedo de que mi polla le
pareciera pequeña; nunca supe exactamente qué me metió esa idea en la cabeza,
en el colegio solía pensar que la tenía más pequeña que los otros chicos, y
algún comentario de una mujer de vida alegre sobre su tamaño me hizo muy
sensible al tema. Les preguntaba todo el tiempo a las mujeres si no tenía la
polla más pequeña que la de otros hombres. Cuando me decían que tenía muy buen
tamaño —tan grande como la mayoría—, no las creía y solía decir, sacándola y
con tono de excusa, «vamos a meterla, no es gran cosa». «¡Oh! Es bastante
grande», diría una. «He visto muchas más pequeñas», diría otra. Yo, sin
embargo, seguía aferrándome a la idea de que no era una polla para estar
orgulloso —lo que era un craso error—. Creo que ya he hablado de esta debilidad
en más de una ocasión.
Recuerdo
bien que aquella noche temí que mi polla le pareciera despreciable, y me dolió
mucho, pues, aunque no lo sabía, me había enganchado. Me cepillé el pelo y,
deseando complacerla, me puse lo más presentable posible, sin pensar que estaba
tomándome ese trabajo por una mujer que iba a ser follada por veinte chelines,
y a la cual ahora sé que no le importaba mi apariencia, ni quién era yo, sino
sólo obtener el dinero lo antes posible y librarse de mí para encontrar a otro
hombre y gastarse lo que se había ganado.
No fue
puntual. Yo escuchaba y miraba cada vez que oía pasos, vi subir las escaleras a
parejas dispuestas al placer sexual y les oí caminar por el piso de arriba.
Esto, la excitación provocada por el recuerdo de mi corrida instantánea entre
sus magníficos muslos, mis tocamientos de polla, su contemplación en el espejo
y el movimiento general de las diversas parejas me pusieron en tal estado de
cachondez que apenas pude resistir la tentación de masturbarme. Una sirvienta,
que se dio cuenta de que estaba mirando, entró y me suplicó que no lo hiciera,
porque a los clientes no les gustaba. ¿Sabían dónde vivía mi dama? ¿Podían
enviarle un recado? No podían. Algo más tarde, la sirvienta vino a informarme
de que yo llevaba una hora en la habitación… ¿pensaba seguir esperando? Yo
sabía a qué se refería, y estaba a punto de decirle que pagaría dos veces el
cuarto cuando oí unas pisadas sólidas y lentas, y apareció el rostro de la
dama.
Protesté
por su retraso, se tomó mis reclamaciones con calma, todo lo que dijo es que no
había podido llegar antes. Se quitó el sombrero, lo dejó en una silla, se dio
la vuelta, apoyó el brazo en la chimenea y volvió a mirarme de esta forma medio
distraída, con la boca algo abierta, igual que por la mañana. Le di muy poco
tiempo para mirar, le puse inmediatamente la mano en el coño, y a punto estuve
de correrme en los pantalones al tocárselo. Intentó repetir su juego… no quería
que la violentaran… no quería que le mirasen el coño… si quería hacerlo, que lo
hiciera y terminase. Se me subió la sangre a la cabeza. ¡Las narices lo iba a
hacer… ni pagar, ni nada, si no se quitaba el vestido! En vista de ello se lo
quitó, riéndose, y se echó en el sofá. No, en la cama. No, no quería. ¡Las
narices si lo iba a hacer (aunque estaba a punto de explotar)! Volvió a reírse
y se subió a la cama. Vi unos pechos de inmaculada pureza y exquisita forma
reventando el corsé, levanté las enaguas, vi el pelo oscuro del bajo vientre y,
un segundo después… una acometida, un esfuerzo momentáneo… quietud… otro
empujón… un suspiro… un chorro de esperma y terminé otra vez sin llegar al
minuto de completo goce sexual.
«Levántese.»
«No quiero.» «Déjeme lavarme la porquería.» «No», y la sujeté, pegándome a su
vientre, aferrándome a las caderas. «No me he corrido.» «Sí, sí que se ha
corrido.» Un meneo, un tirón, y me encontré desmontado y jurando. Se puso en
cuclillas sobre la palangana, me agaché, aparté las cortinas y le puse la mano
en el coño abierto. Trató de levantarse, me empujó… Yo la empujé a ella. Se
inclinó a un lado, pegó en el borde de la palangana con el trasero y derramó el
agua.
«Maldito
sea», me dijo. Se rió y se levantó. La empujé hasta el borde de la cama y volví
a ponerle los dedos en el coño… que estaba bien resbaladizo. «Es usted uno de
esos bestias, ¿verdad?», me dijo.
«Nunca te
he palpado a gusto el coño y pienso hacerlo.» «Bueno, déjeme lavarlo, y podrá
hacerlo.» Lo hizo, se lo palpé y, después, le supliqué otro polvo.
«No tienes
prisa.» «Sí, sí que la tengo.» «Me dijiste que me darías una hora y media.»
«Sí, pero ya lo ha hecho, ¿para qué me quiere aquí?» «Quiero hacerlo otra vez.»
«Viaje doble, paga doble.» «Tonterías… me has excitado tanto que todavía no he
hecho un palo serio.» «Bueno, eso no es culpa mía.» Se rió y empezó a
interrogarme. «¿Se tira a menudo a las mujeres de Regent Street?» «Sí.»
«¿Conoce a muchas?» «Sí, cambio mucho.» «¡Ah!, le gusta el cambio… ya me
parecía a mí…» Y a partir de entonces se volvió locuaz. Hasta aquel momento se
había comportado casi como un muñeco.
Mientras
hablábamos, yo me regodeaba en sus encantos, sus hermosos brazos, sus bellos
pechos con los que ahora jugaba, los bellos miembros que veía, pues se había
sentado de la forma más atractiva, apoyando el tobillo de un pie en la rodilla
de la otra pierna. Quise levantarle más la ropa por los muslos, se resistió,
pero entonces vi sus hermosos tobillos, las botas y los diminutos pies, la
carne cremosa del muslo por encima de la liga, la ampliación de los muslos,
cómo éstos se unían y se apretaban, impidiéndome la visión de su coño cuando
intentaba mirar.
Yo me
había escondido la polla, temiendo que le pareciera pequeña, y eso impedía que
volviera a ponerse tiesa. Pasó una hora. «Me voy», dijo levantándose.
Inmediatamente, se me puso tiesa. «Déjame.»
«Entonces dése prisa.» Cuando se levantó, le metí la mano por debajo de las
enaguas. Bajó la mano y me dio un fuerte pellizco en la polla. Chillé… Se echó
a reír.
«Me parece
que no le voy a dejar… ha tardado tanto… Pero puede hacerlo.» Se sentó en el
borde de la cama. «¡Oh!, por el amor de Dios, no te muevas, esa postura es
exquisita.» Una pierna sobre la cama, las enaguas arrugadas, y la pierna que
reposaba en el suelo, visible desde la bota hasta unas cuatro pulgadas por
encima de la liga. Estaba de medio perfil, mostraba casi de frente sus hermosos
pechos, o más exactamente uno de ellos, y me miraba mientras se movía; todos
esos detalles dibujaban un cuadro encantador y delicioso. Acercándome por
detrás, le puse las manos entre los muslos. Se rompió el hechizo, ella se echó
inmediatamente en la cama… y yo me eché encima.
«¡Oh!,
Dios, eres divina, hermosa… ¡Oh!, Dios, querida… ¡Ah!» Volví a correrme y a
besarla demasiado rápido; la lujuria casi me privó de mi placer. Con doce
empujones me quedé vacío. Todo había terminado.
«Qué bien
mantuviste la postura», le dije. «Puedo mantener una postura casi cinco minutos
sin moverme, sin que apenas se me note que respiro, sin parpadear.» Aparte de
que me pareció una fanfarronada, en aquel momento no le presté gran atención.
«Déme
cinco chelines, he estado con usted mucho tiempo… Tengo mis razones… No volveré
a pedírselos.» Se los di. «¿Estará mañana por la mañana en Regent Street?»
«Sí.»
A la
mañana siguiente, estaba en Regent Street, la encontré, y pueden estar seguros
de que me la tiré, y de que repetí diariamente estos encuentros durante una
semana, en algunas ocasiones dos veces al día, aunque sin obtener de ella más
que muy poco tiempo, el más rápido de los polvos y un rápido desmonte. No se
corría conmigo y no daba muestras de placer, apenas se preocupaba de mover el
trasero, no quería desvestirse, no me dejaba mirarle el coño. Yo me sometía,
porque me había cazado, aunque yo entonces no lo sabía… Ella sí. Es decir,
sabía que provocaba en mí una lascivia extraordinaria y utilizaba ese
conocimiento a su conveniencia. Yo no tenía derecho alguno a protestar, nadie
me obligaba a tirármela si no quería hacerlo en aquellas condiciones. Pero sí
quería. Al final, protesté y terminé casi por reñir. «No pienso volver a
verte», le dije. «Nadie se lo ha pedido», me dijo.
Como mis
medios no eran amplios y como la bolsa se iba vaciando, no me importó privarme
de ella unos días. Después, volví a verla en Regent Street y, tras hacerle un
guiño, la seguí. Se puso a caminar, pero, en vez de dirigirse a la casa, cruzó
la calle. Siguió adelante, me acerqué, era la segunda vez que me dirigía a ella
en la calle. «¡Oh!, no lo entendí», me dijo, «además, tengo prisa.» «¡Oh!, ven
conmigo.» «Bueno, tendrían que ser sólo cinco minutos.» «Tonterías.» «Bueno,
entonces no puedo», dijo y siguió andando. Mi polla se impuso a mi genio.
«Bueno, vuelve.» Se volvió y se dirigió a la calle J***s diciendo: «No debemos
entrar juntos».
Una vez en
la casa, se echó en la cama sin esperar un instante, me la tiré y, antes de que
hubieran pasado diez minutos, se había ido, dejándome en un enfurecido estado
de ánimo; me prometió, sin embargo, volver la noche siguiente, si podía, y
quedarse más tiempo conmigo.
Llegó una
hora tarde y me encontró inquieto y echando pestes en el dormitorio. En la
casa, ya no me metían prisa, porque me conocían bien y, siempre que podían, me
daban la misma suite. «Tengo mucha prisa», fueron las primeras palabras que oí
de labios de Sarah. «Pero me dijiste que te quedarías un rato.» «Sí… lo siento,
pero no puedo.» «Nunca puedes… pero quítate el vestido.» «No puedo, de verdad…
jódame en el borde de la cama… el otro día quería hacérmelo así…» «No pienso.»
«Entonces me subiré a la cama», dijo y se subió. Traté de abrirle las piernas,
de darle la vuelta y verle el trasero (todavía no había conseguido vérselo a
gusto); no, no quería desvestirse, no quería hacer nada… O lo hacía a su
manera, o lo dejaba y me iba. Qué novato era yo, someterme a todo esto…
Me enfadé,
porque lo que me deleitaba era su hermosa forma, su belleza física, mientras
ella parecía creer que el único goce que yo podía experimentar era el de
correrme en su coño lo más rápido posible. «No pienso joderte», le dije,
poniéndome finalmente firme. «Bueno», me dijo, bajándose de la cama, «la verdad
es que tengo mucha prisa… otra noche lo haremos.» «Una mierda otra noche… Eres
una especie de estafa… Ahí tienes», dije, eché el soberano sobre la mesa y me
puse el sombrero. «¿Se va?» «Sí, voy a conseguirme una mujer que no se
avergüence de su coño.» «Pues, váyase.» Me fui. No había bajado medio escalera
cuando la oí llamándome, pero estaba enfurecido y me alejé.
Caminé por
Regent Street, furioso con ella y también conmigo mismo por no haber echado el
polvo, aunque se hubiera ido un minuto después. Más cachondo que el diablo, vi
en la esquina de Picadilly Circus a una mujer, me dirigí a ella, se volvió, me
dirigí otra vez a ella. «¿Vienes conmigo?» «Sí, si quiere.» «¿Conoces alguna casa
por aquí?» «No, no soy de aquí.» La llevé entonces a la calle J***s, me la tiré
dos o tres veces y jugué largo tiempo con ella, hasta que no quiso ya quedarse,
diciéndome que le cerrarían la portería si no se iba inmediatamente. Creo que
era sólo medio alegre y que quería joder. Yo me había ofrecido en el momento
oportuno. Era una mujer grandota, de unos treinta años. Después de jodérmela
una vez, nos echamos juntos en la cama, jugó con mi polla hasta que se me puso
otra vez tiesa, se tumbó boca arriba y me dijo: «Vamos, hagámoslo otra vez».
Pensé
mucho en mi Sarah Mavis, la de los hermosos miembros, pero pensaba con ira. El
polvo por diez chelines es buena cosa cuando uno está cachondo, pero, incluso
teniendo prisa, nunca he llegado a satisfacerme hasta haber abierto el coño
para una inspección general, aunque en aquellos días era generalmente rápida.
Cuando quería volverme a tirar a alguna mujer, era porque me gustaba, y me
gustaba hablar con ella, porque cuanto más tiempo las conocía, más agradables me
parecían. Estaba, no obstante, tirándome a una mujer diariamente y, en
ocasiones, dos veces al día, porque era de formas exquisitas (pues ya entonces
tenía la idea de que su coño no le iba bien a mi polla) y jamás le había visto
bien el coño, ni el trasero, ni las tetas, ni las axilas, ni el ombligo, ni
nada; decidí, en consecuencia, no volvérmela a tirar y quitármela de la cabeza.
Pero estaba enganchado.
Me había
aficionado, sin embargo, a la casa de la calle J***s, que era cara, y me
gustaba la mejor habitación, por lo que llevaba mis mujeres baratas a mi cuarto
caro. Una mujer me dijo: «La verdad es que podía darme un poco más y coger un
cuarto más barato… el cuarto se lleva casi tanto cuanto me llevo yo». Un día,
vi que una mujer se metía el peine y una pastilla de jabón en el bolsillo… los
robó. Tiempo más tarde, conversando, me dijeron que las mujeres robaban a
menudo jabón y peines… especialmente jabón.
Un par de
semanas más tarde, volví a ver a mi Venus y volví a encerrarme con ella. Ya no
podía resistir el deseo que provocaba en mí y nunca dejé de pensar en ella, ni
siquiera cuando andaba jodiendo con otras mujeres. Seguía siendo tan calmosa
como siempre, pero observé en ella algo de despecho. Se quitó el sombrero, me
miró un minuto con la boca abierta, como de costumbre y dijo: «Supongo que se
ha tirado a otras mujeres». No sé por qué lo hice, pero mentí y dije: «No».
«¿Para qué subió, pues, las escaleras con una?», me dijo. «Aquella noche,
después de habernos separado… estaba en el salón y, asomándome a la puerta le
vi a usted y a la mujer, que se tropezó al pie de la escalera» (lo cual era
cierto). «Bueno, sí que lo he hecho», respondí, «y le vi el coño… cosa que
nunca he podido hacer contigo.» «Ha visto todo lo que va a ver.» Poniéndome el
sombrero airadamente, dije: «Si es así, me voy… aquí tienes el dinero»… y me
dirigí a la puerta. «No sea idiota», me dijo, «¿qué quiere?… ¿Qué quieren todos
los hombres? Son todos unas bestias… Nunca se satisfacen.» Estaba enfadada.
«Déjate de prisas, y veamos tu precioso coño.» Recuerdo con claridad haberle
dicho exactamente eso, porque estaba furioso… y hasta entonces había sido casto
en mis comentarios. En aquel período de mi vida, no era ni lascivo ni indecente
con las mujeres la primera vez que las veía, pero empezaba a serlo en cuanto me
calentaba, y sólo espaciaba mucho mi conversación con expresiones lascivas
cuando estaba cachondo en el más alto grado, o llevado de algún impulso.