Vivir y beber

Prólogo

 

Pasado largo tiempo, casi veinte años, doy a la estampa una nueva edición de mi librito de autoayuda para alcohólicos. No he querido tocarlo, no porque me parezca impecable o perfecto, sino porque el joven converso camino a su rehabilitación, el catecúmeno de AA que escribió este manual ya no está con nosotros. Y el que lo retocaría es un viejo más lleno, al contrario de aquel joven, de perplejidades que de certidumbres. No he perdido, sin embargo, nada de la confianza depositada en Alcohólicos Anónimos, sigo admirando esa institución, pero a lo largo de los años he ido cavilando, pensando en este u otro aspecto del drama dionisiaco, y mi capacidad de prédica ha perdido filo y brío. Por eso mejor dejo en paz el manual original.

Pero añado a esta edición de Vivir y beber, eso sí, algún escrito nuevo sobre mi experiencia en la actividad etílica o en Doble A. Lo principal, que infortunadamente no desarrollo aquí, es que ahora tengo la conciencia clara de que el alcoholismo tiene su origen en la angustia o ansiedad. Ningún alcohólico bebe por gusto, se bebe, en la mayoría de los casos, por angustia incontrolable. Claro que siempre lo supe, todos lo sabemos, pero allá adentro, en la vaga e indiferenciada zona de los supuestos brumosos. Y el paso de un supuesto mal enfocado a una certidumbre cristalina es propiamente la inteligencia de algo. Mi propia ansiedad obedecía a que estaba acosado por esas calamidades a las que antes llamaban «fobias» y ahora, con mayor sentido, «desórdenes de pánico». Hubiera querido escribir sobre el punto, pero preferí guardar lo que he ido redactando para integrar después un volumen de autoayuda sobre este padecimiento, que no creo que sea raro entre nosotros.

Mis recuerdos del tiempo en que estaba, como lamenta Octavio Paz de su padre, «atado al potro del alcohol» (potro, máquina de tortura, por supuesto, pero también animal joven, ágil, bronco) son vagos y fragmentarios. Me visitan sobre todo perplejidades: en primer lugar, desde luego, recuerdos de la tan extraña e imperiosa necesidad de beber cuando ya sabía que no podía culminar en otra cosa que en crudas infernales, y luego, la vergüenza por tantas barbaridades perpetradas bajo el impulso del alcohol.

Pero esto es cosa pasada, aunque todavía no del todo aclarada por mí. Ahora, desde mi abstinencia actual, estoy cierto de haber disfrutado la oportunidad de vivir, en una sola, dos vidas diferentes, cosa ciertamente instructiva (me mostró, por ejemplo, los extremos a los que podemos llegar) y, en cierto sentido, pasada ya la tormenta, jubilosa.

Al presente (2006) estoy por cumplir veinticuatro años, no presumiré que de sobriedad, pero sí de limpieza, es decir, de abstinencia. Puedo asegurar que en todo este tiempo no he experimentado la menor tentación de volver a beber, ni siquiera de echarme una copita para ver qué pasa. Desde mi salida de la clínica le cobré no sólo aborrecimiento sino algo de horror al alcohol, y vivo en un universo en que el alcohol de plano no existe. No sé con precisión y exactitud a qué obedece esta buena fortuna, pero si hubiera de decir sólo una palabra al respecto pronunciaría la palabra humildad. La verdad ignoro por qué, pero pienso que para una rehabilitación lograda es esencial que una cierta humildad tome los controles en la existencia del enfermo.

Hugo Hiriart