Tres lindas cubanas

1

La herencia

 

No te lo puedes imaginar en traje de baño, trepado en un trampolín de tres metros de altura, a punto de tirarse un clavado a la piscina, ni armado con una escopeta de doble cañón en un coto de caza. Recuerdas sus polainas de cuero para montar a caballo, que aparecían en cada mudanza, como tantos otros trebejos inservibles, y que nadie se atrevía a desechar aun a sabiendas de que nunca más se las pondría; muchas veces oíste que había inventado un correaje especial para la cabalgadura que le permitía redactar sus informes en la aparatosa Remington, al tiempo que se desplazaba de un poblado a otro por las serranías de Puebla o de Oaxaca, cuando era inspector del timbre fiscal de la Secretaría de Hacienda, pero no te lo puedes imaginar montado a caballo. Ni con una escopeta al hombro. Ni al borde de un trampolín. Lo recuerdas carcomido por los años y la melancolía, ensimismado en su sordera, de día sentado a su escritorio, de bata y en pantuflas, la barba crecida de una semana, inventando artilugios que nunca llegarían a la consagración de la patente; de noche, en la cocina, desprovisto de su dentadura postiza, tomándose el Nescafé lamentable en el que había venido a parar su exquisito gusto cafetero, educado durante el largo tiempo en que vivió en La Habana, y fumándose un Delicados sin filtro para hacer más llevaderas las desesperanzas del insomnio. Solo, en medio de la algarabía familiar o del silencio nocturno.

Te engendró una calurosa tarde de junio en el Hotel Roosevelt de la colonia Roma de la ciudad de México –muy cercano a la casa de tu infancia– donde citó a tu madre, como solía hacerlo en los últimos tiempos al regresar de sus inspecciones foráneas, para estar con ella en la intimidad, lejos del bullicio doméstico y de los reclamos de tantos hijos como habían procreado a lo largo de un cuarto de siglo de vida conyugal. Esa tarde estaba cansado. Venía de la Huasteca potosina, uno de los últimos itinerarios que cubrió antes de que iniciara el largo trámite de su jubilación. Pero no le faltaron bríos para amarla con la misma pasión con que la había amado, sin distracciones, durante tantos años. Sus rituales amorosos, perfeccionados encuentro tras encuentro, asumidos sin reservas, nunca se doblegaron a la abulia de la rutina. Se amaron de por vida y hasta las últimas consecuencias. Si no hubiera sido así, tú, que eres el undécimo de los hijos, no estarías aquí para escuchar la historia que te cuento, una historia que sólo conoces a medias pero a la que no puedes renunciar sin desmoronarte por completo. Después de tu nacimiento, tus padres todavía tuvieron la entereza de concebir a tu hermana Rosa y completar la docena de vástagos para orgullo de tu madre, quien a la menor provocación, y a veces sin provocación ninguna, añadía después de su nombre la leyenda «tengo doce hijos», como si se tratara de un título nobiliario.

Tu padre le llevaba muchos años a tu madre. Era el menor de los hijos varones de tu abuelo Emeterio, quien, a su vez, era hijo de dos viudos que habían contraído segundas nupcias en edad madura. Así que en escasas tres generaciones te remontas a las postrimerías del siglo XVIII, a los tiempos de la Revolución francesa, o por lo menos a los albores del siglo XIX y las guerras napoleónicas. Si por la edad fuera, tu padre podría haber sido tu abuelo, de la misma manera que tu abuelo podría haber sido tu tatarabuelo. Y tus hermanos mayores podrían haber sido tus padres. De hecho, como tales fungieron desde que tu papá se jubiló, perdió el oído casi por completo y restringió su memoria al trasiego de sus recuerdos más antiguos. Y con mayor razón cuando murió. Entonces todavía eras un niño y de manera instintiva encontraste padres reemplazantes en tus hermanos grandes: Miguel te eligió para infundirte su gusto por la palabra, por los libros, por la arquitectura; Alberto se empeñó en «hacerte hombre», lo que según la jerga familiar significaba enseñarte a trabajar e iniciarte en los misterios de la vida sexual; Benito respetó tu vocación, apoyó tus estudios universitarios y, con rigor implacable, te condujo, sin que te dieras cuenta, de la Edad Media en la que habías vivido toda tu infancia al Renacimiento de tu primera juventud.

Emeterio había nacido al mediar el siglo XIX en un modesto caserío de Asturias llamado Vibaño Santoveña, cercano al pueblo de la costa cántabra que tiene por nombre tu apellido. Muy joven, apenas un mozalbete de dieciséis años, decidió hacer la América. En compañía de Ricardo del Río, su mejor amigo, se embarcó para ir a México. Ahí cumplió con esmero y puntualidad todos y cada uno de los tópicos indianos que la tradición de los inmigrantes había venido articulando a lo largo de los años: trabajó de sol a sol en más oficios de los que había desempeñado el Lazarillo de Tormes y ahorró centavo sobre centavo sus magros estipendios hasta que, al cabo de los años y tras varios eslabones más de una cadena de sacrificios y privaciones, su ingenio, su temple y su ambición le abrieron las puertas del floreciente negocio del pulque, para desgracia de su descendencia. Con la apertura de las nuevas líneas ferroviarias en los tiempos de don Porfirio, el brebaje que se producía en los llanos de Apan pudo distribuirse con facilidad y rapidez a las ciudades de México, Puebla, Pachuca, Tlaxcala, y la industria pulquera se convirtió en una de las más prósperas del país. Los propietarios de las haciendas –los Macedo, los Pimentel, los Mancera, los Iturbe, los Torres Adalid– constituyeron una suerte de aristocracia pulquera de la cual tu abuelo llegó a formar parte, como si hubiera sido un hacendado de los viejos tiempos y no un indiano recién desembarcado en México. Todavía hoy, en alguna solitaria estación de ferrocarril cercana a Aguascalientes, pueden verse unos furgones abandonados que ostentan las letras borrosas pero legibles de su nombre y que dan buena cuenta de su antigua prosperidad.

Una vez llegados los tiempos de bonanza, Emeterio decidió fundar una familia en la patria del agave que tanta riqueza le había procurado. Sus padres habían muerto en el remoto caserío asturiano y desde entonces había renunciado a volver al terruño que lo había visto partir con una mano delante y otra detrás. No quiso hacer lo mismo que tantos otros indianos, quienes regresaban a sus poblaciones de origen con el único propósito de ostentar sus triunfos y sus pertenencias, como aquél que llevó hasta Cabrales, a campo traviesa por las serranías cantábricas, un flamante Packard último modelo para estupor y admiración de sus paisanos, que no conocían el automóvil.

Se casó con María de Loreto Carmona, tu abuela, una mexicana descendiente de españoles, no muy agraciada por cierto. Era chaparra, mofletuda y un poco zamba, pero buena mujer, según los cánones de la época: abnegada, sumisa, maternal. Con ella procreó seis hijos. Cuatro varones: Ricardo, Rodolfo, Severino y Miguel –tu padre–; y dos mujeres: María y Loreto, quienes heredaron de su madre no sólo sus nombres sino también la poca gracia y la menguada estatura. Loreto era todavía una niña cuando tu abuela murió, dejando a toda la familia en la orfandad, incluido tu abuelo, que le había adjudicado los atributos de su madre, a quien nunca volvió a ver desde que se despidió de ella en el villorrio astur para emprender su aventura americana. Pero fue tu padre el que más sufrió los estragos de esa orfandad precoz. Tenía apenas siete años y, a partir de entonces y hasta que tu abuelo se volvió a casar, fue recluido en un internado donde su temperamento se enderezó por los caminos de una melancolía que habría de perdurar a lo largo de toda su vida.

Emeterio, abatido por el desamparo e incapaz para resolver por sí mismo los desiguales problemas que afectaron la vida doméstica a la muerte de tu abuela, contrajo matrimonio por segunda ocasión a los tres años de haber quedado viudo. Para entonces era un hombre con fortuna y de no malos bigotes, como lo corroboran las fotografías de su persona que han llegado hasta tus manos y por el busto que preside la cripta que mandó erigir en el Panteón Español, donde reposan sus restos, flanqueados por los de sus dos mujeres. Era un hombre bien plantado, de mirada noble y recia compostura. Huesos anchos, mandíbulas enérgicas y bigotes prominentes.

Doña Emilia del Barrio, que así se llamaba la segunda esposa de tu abuelo, era descendiente de doña Josefa Ortiz de Domínguez, la Corregidora, de quien había heredado, si no la inteligencia y el buen porte, sí la voluntad de entregar la vida a una sola causa. En su caso, no fue la Independencia de México sino la familia de un viudo tan atribulado como rico. Amó a tu abuelo tanto como su primera esposa, cuidó a sus hijos más como madre que como madrastra, trató hasta donde pudo de restablecer la vida familiar e incrementó la descendencia de Emeterio. Al comenzar el nuevo siglo, dio a luz a una niña macilenta a quien bautizaron con el nombre de Luisa. Pero las fiebres puerperales acabaron con su vida antes de que pudiera darle el pecho a la criatura. Por la casa de tu abuelo desfilaron innumerables nodrizas que intentaron amamantar a la huérfana recién nacida. Hasta una cabra parturienta le ofreció sus cargadas ubres, pero la niña desdeñó una a una a las pasiegas, incluida la cabra criandera, a saber si porque echaba de menos a su madre o porque desde su nacimiento tuvo un natural voluntarioso. Lo cierto es que Luisa trastornó la vida de tu abuelo, quien no encontró mejor solución que corresponder a la insistente solicitud de su amigo Ricardo del Río, aquel que lo había acompañado a hacer la América, de que le diera a la niña en adopción.

Al igual que tu abuelo, Ricardo hizo fortuna en México. Se había dedicado al ramo de la industria textil y su establecimiento era de tal manera enjundioso que ostentaba sin ambages el nombre de La Nueva España, y sus telas La Asturiana llegaban hasta los rincones más apartados de la república. Había desposado a Laura de Yturbe, una mexicana de familia adinerada y linajuda que pertenecía a la alta sociedad porfiriana. Como el matrimonio no podía tener hijos, recibieron a la niña Luisa como una bendición del cielo y la colmaron de mimos y cuidados hasta convertirla en la mujer sofisticada y exigente que tú conociste cuando eras niño. ¿Te acuerdas de cuando llegaba a tu casa de visita? Se sentaba en el sillón principal de la sala, con una pierna oculta bajo el cuerpo, como flamenco; sacaba su larga boquilla de carey, encendía un delgadísimo cigarrillo mentolado y con su voz ronca de fumadora empedernida pedía un vermú rosso con hielo frappé. ¡Imagínate!: ¡un vermú rosso con hielo frappé en tu casa, donde no había mayor lujo que tomar agua de jamaica los domingos! Tu padre sacaba la botella de Cinzano, que guardaba a buen recaudo precisamente para ocasiones especiales como la visita de su medio hermana, y a ti te mandaba a aporrear contra el fregadero unos hielos envueltos en el trapo de la cocina para que adquirieran la condición frappé que tu tía Luisa exigía con impecable pronunciación francesa.

Cuando murió Emilia, tu abuelo ya no tuvo los arrestos necesarios para contraer nupcias por tercera ocasión, a pesar de que era muy devoto de san José, patrono de los matrimonios, a quien veneraba en una imagen de tamaño natural que siempre tuvo en su dormitorio y que le recordaba la figura del santo varón de la parroquia de su pueblo. Se sintió viejo. Al poco tiempo de haber enviudado por segunda vez y de haber entregado en adopción a su hija menor, se dispuso a esperar el fin de sus días. Donó la escultura de san José a la iglesia de la Estampa de la Merced, donde había bautizado a todos sus hijos, y redactó su testamento. Todos sus hijos eran menores de edad, así que les nombró como tutor a un clérigo de la orden de san Francisco, que había sido su confesor, y como albacea de su herencia a su amigo y verdadero compadre Ricardo del Río. Murió una tarde de julio de 1906, a los cincuenta y ocho años.

A la muerte de Emeterio, el tutor, tan probo de alma como débil de carácter, no supo contener las exigencias de tus tíos Ricardo, Rodolfo y Severino, y acabó por autorizar que el albacea les entregara la herencia en plazos más breves que los que había estipulado tu abuelo en su testamento. Así lo hizo Ricardo del Río, pero se reservó una buena parte del cuantioso patrimonio de Emeterio para sufragar los gastos, según dijo, que conllevaba el ejercicio de la patria potestad de tu tía Luisa. Como quiera que sea, tus tíos recibieron una considerable fortuna y, como si el dinero les quemara las manos, empezaron a darse la gran vida.

María y Loreto se instalaron en Madrid, donde pasaron los años de la Revolución mexicana. Ninguna de las dos era guapa y sus fealdades eran distintas, como distintos eran sus temperamentos. Sólo coincidían en la pequeñez de sus estaturas. María era hombruna y bigotona como su padre, malgeniuda, sarcástica y autoritaria. Loreto era pecosa y desabrida, tenía los ojos deslavados y sumisos, era frágil, asustadiza y carecía de voluntad propia: cada uno de sus actos estaba determinado por los designios de su hermana mayor, a quien obedecía ciegamente. Para compensar su fealdad, se hacían llevar al piso que habían adquirido en el barrio de Salamanca de la capital española los más novedosos modelos parisienses, cuyas sedas, debidamente ajustadas a sus proporciones, no lograban ocultar sus contrahechuras. Acudían a las verbenas, la zarzuela, los salones de té, pero no lograron, en el transcurso de los años que duró su residencia en España, tener cabida en la alta sociedad madrileña, que siempre las vio como advenedizas, a pesar de ser descendientes directas de un asturiano de cepa y de haber heredado una fortuna.

Tú conociste a María y Loreto muchos años después de la dilapidación de los caudales de tu abuelo. Vivían en una modestísima casa de Mixcoac, en la calle de Carracci, adonde ibas a visitarlas mes a mes por mandato de tu padre cuando eras un muchacho de once o doce años. ¿Te acuerdas? Nunca te dijo cuál era el contenido del sobre cerrado que te daba ni la finalidad de las enredadas instrucciones que debías seguir al pie de la letra para entregárselo. Se trataba de dejarlo por ahí, encima de la mesa o en cualquier lugar visible, según te decía, y de que te cercioraras de que ellas se daban cuenta de que lo dejabas pero sin que se dieran cuenta de que tú te dabas cuenta de que ellas se daban cuenta. ¡Qué complicación! Tampoco supiste por qué tardaban tanto tiempo en abrirte. Veías unos dedos pecosos, que apenas entreabrían los visillos cuando tocabas con una moneda la ventana, porque en la puerta no había timbre ni aldabón; escuchabas un taconeo nervioso por toda la casa, y al cabo de un rato más bien largo por fin te abría la puerta tu tía Loreto. Fingía sorprenderse con tu llegada y te invitaba a pasar con parsimonia. Quería darte la impresión de que no había estado haciendo nada, como convenía a una señorita de su alcurnia, cuando en realidad, al oír tus toquidos en la ventana, se había apresurado a despejar la estancia de hilos, canutillos y ganchos y a recoger los paños que bordaba ajeno. Te ofrecía un vaso de agua, no más, y después de una plática insulsa y convencional, te conducía a la habitación del piso de arriba. Mientras, tu tía María se había metido en la cama para recibirte postrada en el lecho. Nunca la viste de pie, pero podías fácilmente adivinar sus diminutas proporciones. La cabeza le quedaba casi en la mitad del lecho pues en lugar de sostenerla en el extremo de la cabecera de la cama, prefería apoyar los pies en la piesera. Peinaba un chongo inmarcesible a pesar de su posición yacente y en las comisuras de la boca le afloraban unos bigotes entrecanos y retorcidos, que entonces no podías dejar de mirar con curiosidad y repulsión.

No era fácil hablar con María. Respondía con preguntas y destilaba una amargura que su orgullo detenía justo en la frontera de la queja o el lamento. Pero si no era fácil hablar con ella, menos lo era entregarle el sobre siguiendo las instrucciones de tu padre. Pobre de ti. Lo dejabas en el borde del buró, como quien no quiere la cosa, tosías un poco para subrayar sutilmente la acción y te despedías lo más pronto posible. Hasta el mes siguiente. Como lo supusiste varias veces, el sobre contenía el dinero con que tu padre las ayudaba mensualmente. Sentía la obligación de velar por sus hermanas, pero no quería herir el orgullo de tu tía María, que era proporcionalmente inverso a su estatura diminuta. Por ello te exigía esa discreción impracticable.