–Miguelito, no pongas esa cara de mártir. Mira, mi amigo el panameño,
Pompeyo Frasser. Éste es Miguel, Miguel Alonso.
–Mucho gusto.
El panameño movió lentamente sus pesados párpados sobre los ojos
saltones.
–Encantado.
–Bueno, ¿qué quieres tomar?
Miguel pidió un coñac con hielo sin cambiar de expresión, Antonio pasó
el recado al barman y siguió:
–Todo arreglado. Esta tarde, mientras comíamos, he convencido a mi
padre. He tenido que hacer derroches de elocuencia; él estaba empeñado en que
lo acompañara a Estados Unidos, pero al final ha tragado. ¡Tenemos dos meses,
Miguel, dos meses! Y, agárrate, ¡dinero! El lunes cobrarás los sueldos de julio
y agosto, y mi padre te dará, además, una gratificación. Ésa me la debes a mí,
que conste, pero me conformo con el veinte por ciento de comisión.
Alzaba la voz abaritonada e impertinente sobre los rumores del local,
embistiendo contra cualquier riesgo de ser interrumpido; los ojos le chispeaban
bajo las cejas alzadas en una mueca de suficiencia y se le torcía el bigote cada
vez que caricaturizaba su arenga con una expresión libresca:
–... Imagínate, Miguelito: ¡sesenta días de frenesí y desenfreno! Mi
progenitor a miles de kilómetros y nosotros con dinero en una isla por la que
pululan las extranjeras dispuestas a sumirnos en el deliquio amoroso. O sea
–aclaró hacia el panameño–, a llevarnos a la cama. Cuéntale, Pompeyo, cuéntale.
El panameño, aprovechando el respiro que Antonio se había tomado para
beber un sorbo de su copa, pudo decir:
–Ibiza es la capital de la isla, pero yo me quedé en San Antonio. Más
movimiento, tú me comprendes…
–Docenas de tías sin prejuicios –Antonio ya había repostado–. Ah, y todo
baratísimo, porque aquello todavía no está explotado por el turismo. Que te
diga Pompeyo lo que cuestan las gambas. Tiradas.
–Sí, allí se come mucha gamba. Por el mar, claro.
Antonio no dejó pasar la ocasión de enfatizar:
–El Mare Nostrum. Y en sus aguas, Europa en bikini, Miguelito. ¿Verdad,
Pompeyo, que en San Antonio las tías se bañan en bikini?
–Y por la noche completamente desnudas –certificó el panameño.
–Suecas, francesas, alemanas, italianas, ¡así, así las vamos a tener!
–apiñaba los dedos Antonio en un expresivo gesto de abundancia. Y agregó,
seriamente–: Y chinas. No te digo más que a la isla ya la llaman el Capri
español.
–Chinas había dos –puntualizó el panameño–. Pero estaban en un yate. Yo
me dediqué a las nórdicas. Por la cosa del idioma: las nórdicas hablan todas
inglés. ¿Tú hablas inglés?
–Ni una palabra. Y éste –Miguel ladeó la cabeza hacia Antonio– menos.
Antonio, displicente, desechó la puntualización:
–El inglés se aprende sobre la marcha. Lo importante es que alquilemos
el piso. Nada de hoteles ni pensiones, que si te subes una tía a la habitación
te piden el Libro de Familia.
–¿En Ibiza también?
Antonio ignoró la sorna de Miguel y siguió:
–Un piso con su llave y con su independencia. Ahora nos vamos a
Telégrafos y reservamos el que tuvo Pompeyo el año pasado.
–Si ustedes se quedan dos meses seguro que la señora les hace un
descuento –metió baza el panameño, mientras Antonio pedía otra ronda–: Dos
dormitorios, comedor, baño y cocina. En el centro del pueblo, muy cómodo. Abajo
hay un bar y puedes pedir las bebidas por la ventana, ellos te las ponen en una
cesta y tú tiras de la cuerda. Pero, claro –torció el gesto, agorero–, si
ustedes no dominan el inglés…
–Tonterías –sentenció Antonio repartiendo las nuevas copas. Y aseguró–:
A mí, para la cosa sexual, me sobra vocabulario hasta en alemán. Por ejemplo,
coito: en alemán coito suena como beisclafe.
–Las alemanas son las más fáciles. Sobre todo las mayores.
La información la dio el panameño en el tono de tenerla documentadísima
y Antonio se la presentó a Miguel como un argumento sin vuelta de hoja:
–¿Te das cuenta?
–Ya, las mayores –ahora Miguel echó mano del sarcasmo–. Pero ¿cuánto de
mayores?
–A este imbécil le gustan los guayabos, preferentemente vírgenes,
rubitas y con los ojos azules; o sea, inaccesibles –se burló Antonio. Y siguió,
ahora en el tono de un técnico en la materia–: Aparte, en la cama las vírgenes
no hacen más que llorar pensando en lo que les va a reñir el confesor; en
cambio, las damas de cierta edad, y sobre todo las que llevan una vida
disipada, en lo único que piensan es en matarte a orgasmos. Que es de lo que se
trata. Venga, nos bebemos esta copa y nos vamos a Telégrafos.
–No sé… –Miguel cabeceaba–. Yo tenía pensado pasar las vacaciones en
Zaragoza, no he ido desde las fiestas del Pilar… Pero, claro, dos meses en
Zaragoza…
–Mortales, no me lo cuentes. Me acuerdo de una vez en provincias, en
Vitoria –Antonio iba a seguir dogmatizando, pero algo atrajo su atención y
calló, estirando el cuello para mirar hacia la puerta.
Volvió la cabeza Miguel y vio a dos cuarentonas, morenazas, con las
cabezas lacadas y mucha pechuga. Habían entrado solas y parecían dudar, sin
decidirse a seguir adelante o volverse a la calle.
–Oye, ni que me hubieran oído hacerles la publicidad –Antonio se atusaba
el bigote–. Vaya par de maduras.
–Ni hablar –Miguel se bebió su copa de un trago–. Yo he venido a hablar
de Ibiza, ya he hablado de Ibiza y ahora me voy a dormir. Además, querías ir a
Telégrafos.
–Es que están buenísimas y solas.