Fractales y finanzas

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Riesgo, ruina y recompensa

 

En el verano de 1998 ocurrió lo improbable. En Wall Street, el histórico mercado alcista de los felices noventa parecía estar desinflándose. No había un único problema abrumador, sólo una serie de hechos preocupantes: recesión en Japón, posible devaluación en China, y un presidente procesado en Washington. Luego vinieron noticias de que Rusia, sólo dos años antes el más pujante mercado emergente del mundo, estaba enfrentándose a una crisis monetaria. Los bancos e inversores bursátiles occidentales iban a sufrir. Poco después se vio que unos pocos ya estaban cerca de la ruina. El 4 de agosto, el índice Dow Jones cayó al 3,5 por ciento Tres semanas después, mientras empeoraban las noticias de Moscú, la Bolsa volvió a caer un 4,4 por ciento, y el 31 de agosto bajó hasta un 6,8 por ciento. Otros mercados se tambalearon: los bonos bancarios cayeron a un tercio de su valor usual en relación con los bonos del Estado. Los martillazos fueron tremendos (para muchos inversores, inexplicables). Cundió el pánico de manera irracional e impredecible. Fue «la culminación de un síndrome de China», según un analista del Wall Street Journal. Otro cronista afirmó que dijo que a los inversores les llevaría toda una vida recuperar las pérdidas.1

Hasta aquí la teoría económica convencional. Ahora sabemos que el Fondo Monetario Internacional remendó los agujeros de Rusia, que la Reserva Federal estabilizó Wall Street y que la tendencia alcista continuó unos cuantos años más. De hecho, si nos atenemos al saber convencional, agosto de 1998 simplemente no debería haber ocurrido nunca. De acuerdo con el modelo estándar de la industria financiera, una secuencia de acontecimientos tan improbable podía considerarse imposible. La teoría que se enseña en las escuelas de empresariales de todo el mundo estimaría la probabilidad del hundimiento final de aquel 31 de agosto en una posibilidad entre 20 millones (un suceso que, si uno negociara a diario durante 100.000 años, no esperaría ver nunca). La probabilidad de tres de tales declives en un mismo mes era aún más ínfima: una posibilidad entre 500.000 millones. Sí, agosto había sido un caso de extrema mala suerte, un accidente anormal, un «castigo divino» que nadie podía haber predicho. Fue una contingencia improbable, mucho más allá de la expectativa normal de la Bolsa.2 ¿O no?

Lo cierto es que lo aparentemente improbable sucede cada dos por tres en los mercados financieros. Un año antes, el Dow Jones había caído un 7,7 por ciento en un día (una posibilidad entre 50.000 millones). En julio de 2002, el índice registró tres descensos abruptos en siete días (una posibilidad entre 4 billones). Y el 19 de octubre de 1987, el peor día de la Bolsa en al menos un siglo, el índice cayó un 29,2 por ciento. La probabilidad de este suceso, según el cálculo estándar de los teóricos financieros, era inferior a 10-50, un número tan ínfimo que carece de sentido. Es un número fuera de la escala de la naturaleza: podríamos recorrer las potencias de diez desde la partícula subatómica más pequeña hasta la amplitud del universo observable y no lo encontraríamos.

Esto no es nuevo. Todo el mundo sabe que los mercados financieros son arriesgados. Pero es precisamente en el estudio concienzudo de este concepto, el riesgo, donde residen el conocimiento de nuestro mundo y la esperanza de un control cuantitativo del mismo.