El oficio de matar

Yo consideraba a Paul un charlatán que, como no sabía muy bien qué hacer en todo el día, me acechaba, me importunaba por motivos nunca del todo claros. Llevaba ya cierto tiempo como colaborador del periódico, pero pocos meses en la ciudad, y más tarde recordé con precisión que una tarde, mientras yo trabajaba, apareció en la redacción para presentarse, pero nadie le hizo el menor caso, por lo que volvió a marcharse enseguida. Tres días después me abordó en el café de Ottensen donde yo solía desayunar, y durante una o dos semanas retrocedí sobresaltado en cuanto descubría su presencia a través de la ventana, evidentemente convertido ya en parroquiano habitual; pasaba de largo a escondidas, tomaba café en otro lugar y regresaba al cabo de media hora o tres cuartos con la esperanza de que hubiera renunciado a esperar, una esperanza vana, como no tardé en comprender. Se sentaba siempre en el mismo sitio, sin perder de vista la puerta, y en el cenicero un cigarrillo que dejaba consumirse después de encenderlo sin dar una sola calada, y cuando finalmente me pareció demasiado infantil jugar al escondite y desistí, me saludó como a un buen amigo y señaló la silla situada a su lado.

Paul escribía para la sección de viajes artículos que también vendía a otros periódicos, y como yo jamás leía nada al respecto, su nombre me resultaba casi desconocido. La comparación acaso sea rebuscada, pero entre las distintas secciones existía una jerarquía muy similar a la que debía de haber en las prisiones según el delito cometido; y, ateniéndonos a esto, él tenía el rango de un pederasta o poco más. No es que mi posición fuese mucho mejor, era un colaborador fijo que intervenía aquí y allá, pero, según él mismo me confesó más tarde en cierta ocasión, cuando puedes mirar a alguien a por encima del hombro, lo haces.

Su acento austriaco no me había pasado inadvertido, y a pesar de que normalmente suelo silenciarlo, le comenté que mis padres eran de Viena. Después le pregunté qué le había traído a Hamburgo, el trabajo no, desde luego, pues apenas tenía perspectivas de empleo, y recuerdo que se sobresaltó, como si yo pretendiese averiguar por qué, en resumidas cuentas, estaba en el mundo. Todo en él me parecía desconcertante y provisorio, como si estuviese dispuesto a comenzar de nuevo cuando se le dijese, a empezar desde el principio, un hombre casi necesitado de redención, y su respuesta se me antojó entonces tan dramática que me cuesta escribirla sin suscitar dudas sobre su autenticidad.

–Mi ángel de la muerte.

Aunque en ese mismo momento estalló en unas risotadas que se extinguieron deprisa, ignoro hasta la fecha si esa frase traslucía seriedad, pues a juzgar por el modo en que la pronunció parecía formar parte de su vocabulario cotidiano.

–Ahórrate las lisonjas –prosiguió sin darme tiempo a responder–. Me has entendido de sobra.

A mí me encantaba que alguien se hiciera el gracioso con un simple comentario, pero, me gustase o no, unas cuantas frases después nos había forzado a su modo a adoptar el papel de dos seductores, y nos había embarcado en una conversación sobre lo divino y lo humano, como si no estuviera claro que todo quedaría reducido a agua de borrajas, pues había demasiada gente que con las mismas palabras se enredaba en las mismas perogrulladas.

Paul no necesitaba confesarme nada, pero el desamparo que irradiaba me indujo a pensar que su mujer lo había abandonado y ahora, hecho polvo, intentaba encontrar el camino en la mitad de la vida, valga la expresión, como si tuviera la opción de avanzar o retroceder en una dirección imprecisa. Algo en él me recordaba a esos niños con gafas de culo de vaso que instintivamente siempre había compadecido, incapaces casi de anudarse por sí mismos los zapatos y desbordados en todo lo demás. Lo consideraba uno de esos tipos que a una determinada edad empiezan a perderse en divagaciones, escenifican desvalidos intentos de ruptura y dejan de entender el mundo cuando de repente se vuelven a topar con todas las puertas cerradas. Relataba una vieja historia que, a decir verdad, me aburría, pues había oído todas sus variantes en mi círculo de conocidos. Terminaba siempre del mismo modo: estando invitado en casa de unos amigos, fulano o mengano salía a hurtadillas a la calle y se iba con una prostituta, como si eso pudiera resarcirles de todas las revoluciones que se había perdido, o con la repentina aparición a su lado de una chica que por motivos incomprensibles le adoraba, y él creía que con ella podría alargar su plazo de gracia.

La nueva a la que se refería Paul con el comentario sarcástico se llamaba Helena, y, claro está, el asunto no podía ser tan sencillo como aparentaba, pues existían las pertinentes anécdotas que él me endosaba como si quisiera confirmar continuamente cuán únicas, originales, debían parecerme incluso las nimiedades más ridículas. Tras nuestra primera conversación prolongada, y sin haberlo acordado, enseguida se convirtió en norma reunirnos por la mañana, y cuando yo no tenía nada más urgente que hacer, accedía a quedarme un rato con él o aceptaba su invitación de acompañarle, sabedor de que tarde o temprano acabaría hablando de Helena. En una ocasión incluso bajamos hasta la orilla del mar, paseamos por el puerto pesquero y por los muelles y terminamos llegando al centro de la ciudad sin que dejase de hablar de ella, y cuando más tarde le confesé a Helena que comenzó a interesarme por la mezcla de ligereza y gravedad que emanaba de las palabras de Paul, quizá fuese cierto.

Al parecer la había conocido quince años antes, pero después había dejado de verla y de tener noticias suyas, salvo un puñado de llamadas telefónicas cuando sus quehaceres lo llevaban a la zona donde ella vivía. Todo comenzó en el pueblo de Paul, emplazado en las montañas, y tenía algo de conmovedor y ridículo a la vez la forma en que él ahora, a partir de unos cuantos detalles, se creaba la necesidad, la determinación, si no de estar hechos el uno para el otro, sí de estar vinculados por el destino. Sin embargo, no era mucho lo que Paul sabía, un paseo por la nieve, sin que acertase a decir si era Helena o cualquier otra de las chicas de entonces la joven con la que había caminado cogidos de la mano en medio de la oscuridad, una sonrisa que se desvanecía por el frío, un par de frases, pero también hablaban siempre de lo mismo, los senos inocentes de una joven de dieciséis años descubiertos con dedos nerviosos en una buhardilla, la tristeza de ella, a no ser que fuera sólo la absurda ilusión de Paul para poder enamorarse, y que ella tenía los pies grandes. Helena recordaba más cosas, al menos eso decía, y, fascinado por la posibilidad de atrapar una pizca de la felicidad pasada, podía pasarse horas obligándola a repetir los detalles, preguntándole si la había importunado con sus fanfarronadas, qué iba a hacer cuando por fin abandonase aquel pueblucho, recorrer el mundo o hacerse escritor, como si ambas cosas fueran lo mismo, podía insistir en si había intentado impresionarla con su palabrería, hasta que al final se empeñaba en saber si había llegado tan lejos como para declararle su amor. Ella negaba con la cabeza y, riendo, le espetaba que había sido demasiado cobarde.

No sé si fue fruto de la casualidad que me tocase a mí, y si, de lo contrario, Paul habría elegido a algún otro más indefenso aún; si se debía a mi origen, que en su opinión nos convertía en almas gemelas, o si había cogido confianza al intuir que yo estaba aquejado del mismo mal que él, la quimera de escribir una novela que tornara soportable la vida, que compensase, sin que yo supiera bien de qué.

Huelga decir que es un cliché considerar a cualquier periodista un escritor frustrado, pero a mí ya me había pasado con harta frecuencia que, tras unos vasos de vino, alguno soltase lo que en realidad le desazonaba, y yo me mordía los labios, aliviado de no haber sido el que hubiera empezado con eso, hasta que también me enfrasqué con Paul en una conversación en la que nos explayamos sobre los numerosos genios incomprendidos que pululaban por las redacciones.

Eso ocurrió la mañana que me pasé una hora esperando en el vestíbulo del Reichshof para entrevistar a una directora del teatro Schauspielhaus, la cual entró luego atropelladamente y me despachó con un ademán que jamás olvidaré, y Paul intentó ayudarme a superarlo acogiéndome en su dudoso círculo.

–No pretenderás dilapidar tu vida en semejantes fruslerías –dijo cuando se lo conté–. Si lo analizas con atención, todo es pura y simplemente una cuestión de firmeza.

Lo que dijo a continuación fue, si no un espaldarazo, sí al menos una especie de absolución, aunque a juzgar por el tono también habría podido ser una condena.

–Yo te considero un escritor.

Y ahí quedó todo, pero precisamente porque entonces habría sido el momento oportuno, no me atreví a confesarle que después de nuestros encuentros yo solía sentarme en casa a escribir lo que él había relatado, sin que hoy acierte a precisar si yo esperaba demasiado de mis intentos unas veces inquisidores, otras demasiado tímidos. No hallaba nada aprovechable, y mentiría si dijese que sólo le había permitido acercarse por su aparente desesperación y porque comprendí que, hiciera lo que hiciese Paul, al final me caerían algunas migajas. A pesar de que a veces me parecía un jugador que aún no había disfrutado de una buena mano o atravesaba una mala racha, y que a la primera ocasión doblaría su apuesta, al principio de nuestra relación me bastaba releer mis notas para comprender que sólo darían como mucho para un melodrama.

Sea como fuere, se había reencontrado con Helena seis meses antes, durante un viaje a Londres, y por el tono en que dijo que no pudo haber sido fruto de la casualidad, volvió a dejarme claro una vez más el tipo de historia que anhelaba. Me asustó su enorme necesidad de tales quimeras. Para ella se trataba de una elegía en toda regla, como si él no supiera que en cualquier parte del mundo, siguiendo senderos trillados, caería tarde o temprano en los brazos de algún conocido, sin que eso lo trastornara tanto como a él. A Paul le habría bastado escucharse a sí mismo para entender mi cabeceo, mi asombro cuando comentó que al principio no la había reconocido, ni había reaccionado cuando una mujer joven se detuvo delante de él en Paddington Station y repitió su nombre de un tirón. Él la había mirado fijamente y sólo la reconoció cuando se sentaron uno enfrente del otro en un local cercano, se cogieron las manos por encima de la mesa, y, mirándose a los ojos, comenzaron a desgranar juntos los primeros recuerdos comunes.

Seguro que yo lo envidiaba, pero me disgustaba la veneración que le profesaba, el entusiasmo que despertaba en él su belleza, verlo cerrar los ojos en cuanto empezaba a hablar del tema. No deseaba compartir su dicha, qué niñería, ni participar en el juego, ni mirarle fijamente para imaginarme las palabras de Helena.

–Quince años, Paul, es increíble.

Era una posibilidad, una frase de compromiso para superar la timidez inicial, el primer silencio, durante el cual Helena quizás empezó a observarle.

–¿Qué has hecho durante todo este tiempo?

No sé si Paul vaciló, si conocía la película en la que el héroe respondía a la misma pregunta diciendo que se había acostado temprano, una contestación que permitía imaginar toda su vida, pero supongo que Paul fue menos poético.

–Esperarte.

La reacción fue inevitable.

–Pero ¿qué dices?

La lista de las ciudades en las que se reunieron durante las semanas posteriores sonaba a una gira europea para turistas americanos, y a mí me pareció como si él no pudiera acumular bastantes trofeos y pretendiese recorrer kilómetros y kilómetros para llegar por fin al principio que creía haberse perdido con ella. Paul tenía un episodio preparado para cada etapa, pero lo importante no era eso, sino enumerar que había estado en todos esos lugares, como si el mero gasto que implicaba, el mero sonido de los nombres, el barullo que los rodeaba constituyesen una prueba de su amor. Sin embargo siempre era demasiado tarde, al menos eso afirmaba Paul. Siempre era demasiado tarde, él ya no era joven, y a mí, oír que le atormentaba la posibilidad de haber estado alguna vez durante los años precedentes en el mismo lugar que Helena sin saberlo, haber subido o bajado por una calle y que ella hubiera pasado por la acera contraria, o no haber coincidido en algún sitio por escasos minutos, también me dolía. Le obsesionaban tanto todas esas oportunidades perdidas que resultaba imposible ayudarle. Me parecían una carrera que él estaba condenado a perder, y además en zigzag. Una carrera que en un mapa se habría convertido en unos garabatos enmarañados y caóticos, en unas rayas que borraban el pasado para rescribirlo con su permanente actualidad. Cuando Paul decía que había ingresado en la escuela justo cuando ella nació y me miraba asombrado al ver que no me impresionaba, yo permanecí en silencio y él prosiguió imparable hasta que llegó al hotel de París, y sin contentarse con esa historia, no paró de fantasear sobre una cena en Marais, de cómo no había dejado de mirarla, tan extraña le había parecido. Eso armonizaba con el puro que se habían fumado juntos, y con la sorpresa por haber disfrutado de las miradas de los camareros sin un atisbo de vergüenza, o con el comportamiento posterior de Helena en el lecho, casi empujándolo por encima del borde de la cama, ella tenía los hombros fuertes, y aunque él lo refería con frases manidas acordes con los patrones establecidos, yo me imaginaba a Paul en plena noche junto a la ventana mirando hacia fuera, escuchando el rumor de la lluvia, los pasos presurosos de una mujer sobre el pavimento extinguiéndose en la lejanía, viendo al hombre de la casa de enfrente sentado en camiseta en el borde de la bañera. Sabía a qué se refería Paul cuando afirmaba que todo hubiera debido detenerse en ese momento para siempre, con la respiración de Helena en lo más hondo de la habitación, casi inaudible, y la llamada de ella, una sombra blanca en medio de la oscuridad, según sus palabras.

La siguiente etapa había sido Hamburgo, porque Helena vivía allí, y quizá se debió a la entrega incondicional de Paul, a su incapacidad para tomar decisiones, a que se limitaba a dejarse llevar, por lo que me pregunté qué hacía él el resto de la jornada después de separarnos. No parecía trabajar en nada, y nunca le pregunté, aunque durante las semanas en las que nos vimos con regularidad jamás se publicó un artículo suyo, al menos que me hubiera llamado la atención, y él tampoco se marchó una sola vez. Sin embargo, eso no significaba nada, pues me había explicado que hacía tiempo que redactaba muchas de sus crónicas de viajes sin moverse del sitio, porque estaba harto de escuchar que lo que escribía era demasiado triste y nadie deseaba leerlo, que se limitaba a los tópicos habituales, países soleados, un poco de exotismo y una pizca de folclore, que siempre utilizaba con profusión, fuera inminente o no el fin del mundo.

A pesar de todo, no me extrañó que desapareciera durante unos días. Yo pensaba que todo había terminado, que había desaparecido sin previo aviso igual que había aparecido, y que en el futuro yo volvería a leer los periódicos por la mañana sin ser molestado, pero a pesar de todo me sorprendía a mí mismo mirando el reloj, esperando que por casualidad se presentara. No es que lo echase de menos, pero cuando al fin me llamó por teléfono, acepté sin vacilar su propuesta de reunirnos esa misma tarde. Fue entonces cuando vi por primera vez a Helena.

Habíamos quedado en un local del Neuer Pferdemarkt y llegué antes que ellos. Elegí un sitio junto a la ventana y, al descubrirlos en la acera de enfrente, reparé al punto en cómo se parecían. Podrían haber sido hermanos, una impresión que más tarde se vio confirmada más de una vez estando en compañía de otras personas: los mismos ojos, decían, la misma mirada, la misma expresión de franqueza, significase eso lo que significase. A pesar de que empezaba a lloviznar, se quedaron parados mientras el semáforo cambiaba varias veces y la gente cruzaba a su lado. Tuve, pues, tiempo de observarlos. No acertaba a distinguir si discutían, pero no parecía que estuvieran conversando y su actitud me parecía de rechazo, él consultaba el reloj y ella no paraba de moverse, hasta que se alejó unos pasos y Paul la trajo de vuelta sin dejar de hablarle con insistencia. Fue un simple enfado, pero yo los observaba con atención y me aterró haber vacilado demasiado tiempo antes de apartar la vista y que se hubiesen apercibido de que los espiaba mientras se aproximaban.

Es posible que ésa fuera la causa del nerviosismo de Helena durante toda la noche, de su mutismo. Paul, sin embargo, se mostró más locuaz de lo acostumbrado, cambiaba continuamente de conversación y se perdía en continuas divagaciones. Paul no la dejó tomar la palabra, el par de preguntas que le dirigí las contestó él y, cuando sonó su teléfono y Helena empezó a hurgar en el bolso buscándolo, Paul se limitó a lanzarle una mirada y ella lo apagó. El par de veces que ella me habló me trató de usted, y como él se había mostrado mucho más directo desde un principio, me resultó tan inesperado que me sobresalté. La miré y, olvidando por un instante la presencia de Paul, tuve que contenerme y refrenar mis impulsos de cogerla de la mano.

Ignoro si en su voz latía la burla o el tedio. En cualquier caso, ella alargaba las palabras con evidente complacencia.

–¿Así que usted es amigo de Paul?

Le contesté afirmativamente con tono infantil, pero también podría haberle respondido que no, tan poca atención me prestaba ella.

–Entonces lo sabrá todo sobre mí –prosiguió Helena–. Espero que no le haya contado sólo disparates.

Paul nunca había mencionado que la hubiese puesto al corriente de nuestras conversaciones y yo, sorprendido, sonreí con timidez y lo miré hasta que ella volvió a la carga.

–¿Soy tal como usted se imaginaba?

No llegué a contestar, porque Paul la interrumpió con aspereza diciendo que dejase de coquetear, y después se encargó de que Helena ya no volviera a dirigirme la palabra. Fue una noche tediosa, porque él estaba irritado y porque yo sabía realmente demasiado sobre ella y me disgustaba que saliera a mi encuentro como protagonista de una narración que yo no podía dirigir. Me molestaba que Paul le reprochara que intentase gustar a todos, que en cuanto se quedaba a solas con él preguntara cómo había estado ella en las horas que habían pasado juntos con otras personas, que cuando él proponía hacer esto o aquello ella siempre contestase con el mismo «bien», «vale», con el tono más inocente del mundo, y le planteara las previsibles preguntas, es joven, es guapa, es inteligente, por este orden, en cuanto él le hablaba de otra mujer. Yo prefería ignorar todo eso, no quería que me contase cómo Helena, después de ducharse, se envolvía el pelo mojado en una toalla a modo de turbante y se paseaba desnuda por la casa; cómo se daba crema en el dorso de las manos, perdida en sus ensoñaciones y ensimismada, mientras los movimientos de su boca eran los de una persona concentrada en la escritura; cómo dormía boca abajo con una pierna estirada y otra doblada y se despertaba tumbada de espaldas, con los brazos cruzados por encima de la cabeza, como si su confianza en el mundo fuera inquebrantable y nada pudiera sucederle. A lo mejor ella le había dicho alguna vez, puedes hacer conmigo todo lo que se te antoje, como él me había revelado, pero cuando la contemplaba vestida de blanco, deseaba que Paul fuera un mentiroso empedernido que se lo había inventado todo para impresionarme de un modo torticero, y al mismo tiempo no se me iba de la cabeza la frase que había oído no sé dónde, el dicho de que no había que cometer el error de considerar a los niños unas criaturas angelicales.

La trataba con tal ironía que me habría encantado agarrarlo y sacudirlo con fuerza, decirle que era una persona y no una pieza de ajedrez. Cuando brindaba con ella repetidamente o le daba fuego, me parecía un tópico, como si él quisiera demostrar de ese modo que sabía que se comportaba igual que cualquier mentecato ayudándola a ponerse la chaqueta, abriéndole la puerta y acompañándola a casa. Me irritaba que Helena tolerase semejante trato, y siempre que mis ojos oscilaban entre ambos y no observaba en ella la menor reacción, me preguntaba si no estaría Paul divirtiéndose también a mi costa.

Al final me quedaron pocos recuerdos de esa cena, los ojos de Helena cristalinos como el agua, su pelo negro y liso que se apartaba de la frente de cuando en cuando, su risa contenida, y la forma en que se despidió de mí entusiasmada.

–Espero volver a verle.

Se habían levantado y, al comprobar que Paul asentía, me irrité. Él le había puesto una manos sobre el hombre y la otra alrededor de las caderas y la dirigía hacia la salida, cuando Helena se volvió indecisa, como si estuviese tentada de añadir algo. Seguro que fueron figuraciones mías, pero antes de que Paul se la llevase definitivamente, durante un instante fugaz me pareció entrever en su mirada una expresión de súplica.

–Ya voy –repuso ella–. Ya voy. –Luego añadió en tono casi inaudible–: Pero ¿por qué me apremias así?

Ya no cabía la menor duda, fuera discutían. Los seguí con la vista mientras se alejaban. Helena caminaba a su lado con los hombros rígidos mientras él hablaba gesticulando. Hacía rato que la lluvia había cesado; el asfalto, según comprobé, comenzaba a secarse, y se me antojaba que en la oscuridad faltaban imágenes aisladas de la película que se desarrollaba ante mis ojos, pues sus perfiles parecían detenerse un instante, pero después habían avanzado un trecho, él la agarraba del brazo para soltarlo al instante. Faltaba poco para el equinoccio y no conseguí ahuyentar un ataque de melancolía al pensar en que volverían a hacer las paces y después hablarían de mí, o quizá no, y que al fin y al cabo yo tenía vedado el acceso a su vida. Yo era el único cliente del local, de manera que no necesité mirar para saber que la camarera situada detrás de la barra me observaba, pero cuando saliera, olería como debió de oler después de la creación del mundo, a primavera y a mar. Me habría encantado seguirlos, correr tras sus sombras hasta alcanzarlos y detenerme jadeando ante ellos sin saber lo que quería.

Jamás he comentado la discusión que tuvieron con ninguno de los dos, y mucho menos la siguiente vez que vi a Paul, dos o tres días más tarde, cuando las noticias de la muerte de Allmayer figuraban en todos los periódicos. Paul llegó excitado al café de Ottensen, depositó un montón de diarios sobre la mesa y, tras rebuscar, señaló una foto suya. Al principio no supe qué pretendía, pero por educación contemplé aquella foto conocida. El retrato mostraba un rostro sonriente, mitad al sol mitad a la sombra, una instantánea que por supuesto no revelaba nada sobre su destino, a pesar de lo cual la escudriñé a continuación como si encerrara una historia, mientras él no me quitaba los ojos de encima. Se dispuso varias veces a decir algo, pero luego acabó enmudeciendo, y cuando finalmente puso una mano encima de la página, ocultando por completo la cabeza, me miró de soslayo y se limitó a repetir la misma frase.

–Mira esto –repitió alzando la voz en un tono que denotaba excitación [repitió una y otra vez, alzando cada vez más el tono de voz debido a la excitación]–. Mira esto, por favor, mira esto.

En toda la página me saltaron a la vista palabras sueltas, expresiones pertenecientes más bien a principios que a finales del siglo, y mientras deletreaba por segunda vez el titular entre sus dedos, experto en los balcanes asesinado en kosovo, sin estar seguro de si también había leído corresponsal de guerra, a Paul ya no había quien lo parase.

–Mira esto.

Tenía razón. Uno debías sentirse mal intentando imaginar lo sucedido, disparos en una emboscada, pero ignoraba por qué no era capaz de tranquilizarse, hasta que al fin lo soltó.

–Era mi amigo –musitó de repente en voz muy baja–. Hablé con él por teléfono poco antes.

Sucedió tres días después de que las tropas internacionales entraran en la provincia serbia. Todos hablaban de la desgracia, y allí estaba Paul, agarrándose los hombros, inspirando ruidosamente y soltando el aire de manera entrecortada, ufano de haber sido íntimo de Allmayer, cosa que al principio no creí.

–¿Tu amigo?

Debió de sonar más irónico de lo que yo pretendía.

–Nos conocíamos bien –me rectificó–. ¿Crees acaso que deseo hacer leña del árbol caído, sólo porque ha muerto?

Por lo visto, para él la diferencia era capital.

–¿Qué significa amigo?

Entonces me contó que aquello se remontaba tiempo atrás. Que mientras estudiaba la carrera en Innsbruck se había reunido en repetidas ocasiones con él durante cerca de un año y que después, antes de venir a Hamburgo, volvieron a reencontrarse sólo un par de veces más, y yo pensé, después de tanto tiempo, otra historia más que adquiría importancia por ello, y me habría gustado preguntarle si se había especializado en eso, pero él no me dejó tomar la palabra.

–Somos de la misma región –me informó–. Seguramente atravesando las montañas no habrá ni veinte kilómetros entre nuestros pueblos.

Al momento siguiente retomó la última conversación telefónica que tuvo con él, y yo observaba cómo entretanto estiraba con una mano los dedos de la otra hasta que chasqueaban las articulaciones. Al parecer había intentado concertar una cita, pues había dado con él por casualidad en Skopje. Lo había llamado poco antes de que el séquito de periodistas congregado en el vestíbulo de un hotel de la frontera macedonia se uniera al convoy militar hacia Kosovo, y me alegré de que no intentara darse importancia, ni mezclase sus comentarios con su futuro conocimiento de la tragedia. De hecho, apenas recordaba ya su charla con él, puras trivialidades, según sus propias palabras, y noté que le incomodaba no poder decir nada más que Allmayer se había quejado del aburrimiento, del vacío que se había extendido entre sus colegas durante la espera anterior a la partida, del nerviosismo en la sala atestada de humo con gente jugando a las cartas en todas las mesas y de cómo cada media hora aumentaban las apuestas sobre el momento en que por fin se pondrían en marcha. Me conmovió escuchar que le había propuesto que viajaran juntos al Báltico, sin que hubiera conversaciones trascendentes que confirieran un sentido perverso al inminente final, ni oscuras premoniciones, peligros amenazadores o miedo a no regresar.

El único sentimentalismo que se permitió en mi presencia fue insistir en que Allmayer quería dejar aquello después de ese viaje, dejar de recorrer todos los escenarios de guerra del mundo como en los años precedentes, pues se proponía encontrar un puesto más tranquilo en la redacción o dedicarse durante una temporada a asuntos radicalmente distintos.

–Por lo visto estaba hasta las narices –dijo con una rudeza desacostumbrada–. De haber sido por él, hace mucho tiempo que lo habría dejado.

Aquello me pareció demasiado fútil como para aceptarlo sin más, morir precisamente en su última misión, que se basaba demasiado en la dramaturgia de la fatalidad, que pretende emocionar, e intenté explicárselo.

–Quién sabe, a lo mejor, tras pasarte años presenciando las mayores atrocidades, te conviertes en un adicto y eso te impide regresar luego a tu antigua vida como si nada hubiera pasado.

Sin embargo, yo apenas prestaba atención cuando los periódicos enumeraban día tras día los objetivos a atacar en Serbia desde que hacía dos meses y medio habían comenzado los bombardeos, y apenas me conmovían ya los informes sobre las masacres en Kosovo, lo reconozco, ni me impresionaba que se repitieran una y otra vez. Puede parecer macabro, pero cuando alcanzaban un edificio público en Belgrado, un puente en Novi Sad o una fábrica o una refinería en cualquier otro lugar y después mencionaban pueblos cercanos a Pristina o del oeste de la región, en la frontera con Montenegro, y el número de personas a quienes unidades especiales del gobierno habían degollado en sus casas o durante la huída, tenía que resistirme para no considerar todo eso un juego atroz con un cálculo de los puntos mucho más atroz aún. Ahora, cuando contemplo el mapa con los términos albaneses fotocopiado en la biblioteca de la Universidad, y me topo con nombres de localidades como Krusha e Madhe, Hoça e Vogël o Malisheva, pienso que podrían ser números que significasen: aquí cayeron asesinadas tantas personas, allá tantas, acullá sólo el diablo lo sabe.