Desde la última vuelta del camino II

En 1913 fui yo a París con un médico amigo de Vera de Bidasoa, llamado Rafael Larumbe.

Había estado antes cuatro o cinco veces en la ciudad del Sena. Fuimos los dos a vivir a una calle próxima al bulevar Port Royal.

Solía visitar con frecuencia a don Nicolás Estévanez, que era un hombre corpulento de ojos azules, buena persona, pero muy fanático en política, de un republicanismo intransigente.

Iba a verle después de comer, al Café de Flora, donde solían ir escritores, entre ellos Remy de Gourmont, Marius André, Henri de Régnier, Léon Daudet y varios otros que tomaban un aire de superioridad sobre los demás, extraordinario. Era un poco excesiva tanta petulancia. Aquel areópago no funcionaba al aire libre como el de los griegos, sino en un salón lleno de humo de tabaco.

 

 

I

 Los espiritistas

 

La primera vez que estuve en París al final del siglo xix, hice el viaje desde San Sebastián con un amigo que se llamaba Campos.

En otra parte he contado el pequeño tropiezo que tuve con un gendarme en la estación de Austerlitz, gendarme que pretendía curiosear el contenido de mi maleta, por si en ella llevaba tabaco. Mi compañero Campos había olvidado en la frontera devolverme la llave, y como se hubiese adelantado en el barullo de la salida, tuve que dejar la maleta en el andén a los pies del guardia y correr para alcanzar al amigo y pedirle la llave. Cuando, ya en posesión de ésta, volví para abrir mi pequeño equipaje, el guardia no quiso molestarse en mirar de qué color eran mis calcetines, lo cual me hizo seguir confirmándome en la estupidez de tantas y tantas prevenciones fiscales que sólo sirven para fastidiar a la gente y hacer vivir a los holgazanes.

Al llegar a la capital francesa alquilé un cuarto barato en la calle Flatters, travesía pobre, bastante corta, situada entre la calle de Berthollet y el bulevar de Port-Royal, en el distrito quinto. La callejuela formaba una especie de codo, en el que resonaban los trompetazos bélicos de un cuartel próximo. Apenas si tendría entonces la calle de Flatters ochenta metros de longitud.

La dueña de la casa, Marina de nombre, era una mujer gruesa, rubia, no recuerdo si su rubicundez era natural o teñida; tenía un cuerpo de líneas bastante desarrolladas. Como estábamos en pleno verano y hacía bastante calor, mi patrona solía andar por su casa medio desnuda. A mí no me producían ningún efecto agradable las abundancias adiposas de aquella mujer despechugada, que pesaría más de ochenta kilos. Resultaban demasiados kilos para un hombre como yo, que en su juventud no pasaría de los cincuenta y tantos, más bien menos que más.

De todas maneras, como aquel saco de carne al parecer era buena persona, pronto entablamos charlas y nos hicimos nuestras confidencias, más o menos atrevidas, que a mí me sirvieron para irme soltando en el francés con el que en España me había familiarizado leyendo muchas novelas en este idioma.

No tardó mucho Marina la hôtesse en sus conversaciones en mostrar su gran afición al misterio, estimulada por la frecuente lectura de folletines. Sin duda, como consecuencia de esas aficiones, pensaba que en París todavía existían tipos misteriosos como los de las novelas de Alejandro Dumas, Eugenio Sue, Xavier de Montepin y Ponson de Terrail.

Tenía mi patrona la gorda fe en la influencia de los amuletos, creía en toda clase de presagios y supersticiones y se hacía la ilusión de que alguna vez podría llegar a ser rica, e incluso a encontrar de la noche a la mañana, como por arte de birlibirloque, un hombre ardoroso, capaz de encender en ella el fuego devorador de la pasión que fundiera los ochenta kilos mediante el empleo de combinaciones mágicas, usando para ello y con acierto las recetas de algunos libros cabalísticos.

Generalmente yo me pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo las orillas del Sena, curioseando los tenderetes de los bouquinistes, donde iba adquiriendo algunos libros capaces de despertar mi curiosidad de lector y, aunque no todos esos libros que llevaba a casa fueran del gusto de la robusta patrona, el hecho de que le prestase algunas novelas, y hasta algunos tratados de brujería, sirvió para que pronto me considerase como persona entendida en ciencias ocultas.

Así fue que un día, entrando en mi cuarto, me sorprendió hojeando un volumen encuadernado en pergamino, adquirido aquella misma mañana por pocos francos. La patrona me informó de que pensaba ir, anochecido, a presenciar una sesión de espiritismo, que se iba a celebrar en un hotelucho del bulevar Batignolles y me preguntó si no querría ir con ella.

Yo, movido por la curiosidad, acepté la invitación. La patrona me dejó solo enfrascado en mi lectura, y horas después, cuando la luz del sol se iba amortiguando, vino en mi busca. Se había puesto sus mejores galas, encarcelando sus carnes abundantes, y al verla entrar en mi cuarto comprendí que debía abandonar mi lectura, para encaminarme con ella al antro del misterio.

Yo no conocía bien de París más que una zona pequeña y por eso no me es fácil precisar cuál fue el itinerario que seguimos. Sólo recuerdo que tardamos bastante en llegar a una calle estrecha y oscura, y que una vez allí nos detuvimos ante una casa de aspecto viejo y pobre, con las ventanas y contraventanas cerradas.

Penetramos en un zaguán poco alumbrado y comenzamos a subir una escalera estrecha, de peldaños con los bordes de madera desgastados. Subimos hasta alcanzar el piso tercero o cuarto.

La patrona se mostraba un tanto nerviosa y excitada, se la veía respirar con cierta dificultad, cosa más que natural dado su peso y que habíamos venido por las calles a buena marcha. En cuanto a mí, yo me sentía algo pesaroso de haber aceptado el ser su acompañante, yéndome a meter en un sitio que podía ser peligroso.

Recuerdo que nos abrió la puerta del piso una vieja con gafas, de aspecto sarcástico y doctoral, a la que mi patrona saludó con gran respeto, y que, al descubrir que no llegaba sola, al darse cuenta de mi presencia inesperada, creí notar en su rostro la impresión de manifiesta desconfianza. Esta misma vieja nos introdujo en un cuarto en el que habría una docena de personas, entre hombres y mujeres, todos ellos sentados en un círculo en torno a una mesa.

La mayoría de aquella gente tenía un aire suspicaz. Se destacaban por una unanimidad de aspecto raro, todos ellos parecían de poco fiar. Las mujeres, casi todas viejas, caricaturescas, mal pergeñadas, se hablaban en voz baja. Los hombres se revelaban como individuos venidos a menos por un motivo o por otro. Entre ellos, al aparecer nosotros, se destacó uno que, según dijo mi patrona después, había sido seminarista, el cual nos indicó que ya no esperaban más y que iba a comenzar la sesión.

Antes de sentarnos, el ex seminarista cambió conmigo algunas palabras, después de haberme presentado a él mi patrona, y recuerdo que a poco de comenzar su conversación, me manifestó que, con el tiempo, todas las religiones se fundirían en el espiritismo. Yo no le dije nada, pero comprendí que aquella convicción no se la habrían enseñado en San Sulpicio.

Nos sentamos, por fin, en torno al velador, con las manos extendidas, los pulgares juntos y los meñiques tocando los dedos del vecino o vecina, yo al lado de mi exuberante patrona. Se invocó a un espíritu, al que la misma quería preguntar algunas cosas. A poco el velador comenzó a moverse, lo cual no me sorprendió.

Para mí resultaba claro que el movimiento del velador provenía de los empujones que le daban algunos de los asistentes.

Pero esto, que saltaba a la vista, no se podía decir. A pesar de los movimientos, la comunicación con el espíritu resultaba completamente ridícula. Ni una vez siquiera respondía con sentido a lo que con tanta ansiedad se le preguntaba. Cualquiera hubiera pensado que la mesa pretendía burlarse de su interrogador. Dejaba muy atrás, en cuanto a incoherencia de las respuestas, al famoso método de Ahm.

Por fin, el ex seminarista, con aire de sabio, dijo que la incongruencia de las respuestas era debida a que, indudablemente, entre los concurrentes había algún incrédulo, y al decir esto, se me quedó mirando con un aire avieso, en vista de lo cual se decidió dar por terminada la sesión en el mismo momento en que entraba un nuevo personaje, al que todos saludaron. A mí me lo presentaron con el nombre de Gaston de Valois, y cuando supo que yo era español, se felicitó mucho de ello y comenzó a tratarme con una gran familiaridad.

La tónica del público convocado por la curiosidad de la sesión espiritista era rara. Las mujeres, un poco zarrapastrosas, tenían un aire brutal, y los labios de algunas de ellas parecían plegarse con una sonrisa de burla.

En la sesión espiritista se vio claramente que todo aquello era una broma sin gracia. Había un tipo mal encarado que achacaba el que los espíritus no respondiesen bien a que se mostraba demasiada impaciencia.

Había también una estatua que, al parecer, servía para lo que llaman el envoûtement o maleficio. Era una estatua de yeso, probablemente adquirida en algún tenderete o prendería del pintoresco Mercado de las Pulgas. La habían pintado de negro, con objeto de cubrir la materia de que estaba formada, pero no con tanto esmero que no descubriese en algunos sitios el color del yeso y del barro. A mí me pareció que todo aquello no tenía nada de particular, pero los demás ponían cierto interés en darle importancia. No se habría hecho más, según ellos, si la hubiese modelado Miguel Ángel o el Donatello.