Nada
La ballena, agónica, desprendida de su manada por un arpón
rudimentario pero fatal, nada a la deriva, cada vez más lejos de su ruta, de su
destino anual, encalla en la arena, en una playa que, entonces, no tiene
nombre, un sitio que es sólo playa y mar, un producto, una obra de los
elementos.
Ninguna parte.
Nadie, salvo los pájaros carroñeros que esperan su muerte,
nadie ve al gran animal llegar a la bahía, última escala de su migración
interrumpida, una bahía cuyas aguas son demasiado bajas para su amplio cuerpo,
el vientre que pronto toca el fondo, rebota, se detiene.
Nadie escucha sus últimos resoplidos, su canto de renuncia.
Nadie tampoco la ve abandonarse a la
marea, a la corriente discreta que la deposita al pie de las olas, el cuerpo de
la criatura sin voluntad arrastrado a la orilla, a la playa.
Allí, solitaria, la ballena termina de morir, comienza a
pudrirse.
Sus entrañas son el festín, banquete y refugio de múltiples
especies, algunas microscópicas, otras de tamaño evidente, ninguna tan grande
como el animal devorado.
La marea alta empuja los restos de la ballena, muy
lentamente, hacia adentro de la playa, al borde de lo que, entonces, es un
bosque.
Allí, hediondo, convertido en la guarida de una comunidad de
cangrejos ermitaños, el cuerpo termina de descomponerse, abandonado a la
intemperie.
Por fin libre de carne y de vísceras mefíticas, la osamenta
queda expuesta, como la playa misma, a la erosión, a los elementos, siempre los
elementos.
Antes de que el esqueleto se sume del todo a la arena, que
en esta playa es poco fina y llena de guijarros, llegan los primeros isleños a
la costa continental, de donde, alguna vez, partieron sus ancestros.
La playa se llena de voces y de ruido, el bosque es talado,
la bahía es nombrada Amazona en un dialecto hoy diluido en el flujo de una
lengua nacional.
Los huesos que quedan de la ballena son convertidos en
utensilios, en juguetes y, los más pequeños, en un móvil para siempre perdido.
Cuando los isleños abandonan la playa
y la bahía en forma del contorno de un pecho femenino, cuando los colonos fundan el
pueblo, de la ballena y su interior sólo queda una piedra engullida mucho
tiempo atrás, un guijarro venido de muy
lejos, distinto al resto de los guijarros a los que se suma, en la
playa.
Nada más que eso.