La mujer que esperaba

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«Una mujer tan intensamente destinada a la felicidad (siquiera a una felicidad puramente física, sí, a un simple bienestar carnal) y que elige, con aparente despreocupación, la soledad, la fidelidad para con un ausente, el rechazo a amar…»

Escribí esta frase en ese momento singular en que creemos haber llegado a conocer a la otra persona (a esa mujer, a Vera). Antes impera la curiosidad, la adivinación, la sed de confesarse cosas. El deseo del otro, la atracción por sus zonas oscuras. Luego, ya descifrado su secreto, llegan esas palabras, con frecuencia pretenciosas y categóricas, que disecan, constatan, clasifican. Todo se torna comprensible, tranquilizador. Entonces puede comenzar la rutina de una relación o de una indiferencia. El misterio del otro queda despejado. Su cuerpo se reduce a una mecánica carnal, deseable o no. Su corazón, a un inventario de reacciones previsibles.

De hecho, en esa fase se produce una especie de asesinato, pues matamos a ese ser infinito e inagotable a quien hemos conocido. Preferimos vérnoslas con una construcción verbal más que con un vivo…

 

 

Durante aquellos días de septiembre, en un pueblo situado en medio de los bosques que se extienden hasta el mar Blanco, probablemente anoté expresiones de ese tipo: «un ser inagotable», «un asesinato», «la mujer desnudada por las palabras»… En aquel entonces (tenía veintiséis años), dichas conclusiones se me antojaban de una gran perspicacia. Experimentaba el grato orgullo de haber adivinado la vida oculta de una mujer que tenía la edad de mi madre, de haber formulado su destino en unas cuantas frases bien construidas. Pensaba en su sonrisa, en el ademán con el que me saludaba al divisarme desde lejos, en la orilla del lago, en el amor que hubiera podido ofrecer a tantos hombres y que no concedía a nadie… «Una mujer tan intensamente destinada a la felicidad...» Sí, me sentía orgulloso de mi análisis. Incluso recordaba que en el siglo diecinueve un crítico se había referido a la dialéctica del alma para designar, en los escritores, ese arte de escrutar las contradicciones de la psicología humana. «… una mujer destinada a la felicidad, pero…»

Aquel atardecer de septiembre cerré la libreta y me quedé mirando un puñado de arándanos que Vera había desparramado en mi ausencia sobre la mesa. Al otro lado de la ventana, por encima de las oscuras crestas del bosque, el cielo conservaba una palidez lechosa, que permitía intuir, a unas horas de marcha, la presencia adormecida del mar Blanco, ya a la espera del invierno. La casa de Vera se hallaba donde arrancaba un sendero que, a través de la espesura y de las colinas, conducía hacia la orilla. Pensé en la soledad de aquella mujer, en su sosiego, en su cuerpo (muy físicamente imaginé un suave manto de calor con el que se envolvía aquel cuerpo femenino, bajo el cobertor, una límpida noche de escarcha), y de pronto comprendí que no existía dialéctica alguna del alma capaz de expresar el secreto de aquella vida. Una vida demasiado clara y dolorosamente sencilla para tan sabios análisis.

La vida de una mujer que esperaba al ser amado. No había más misterio.

El único punto enigmático, o más bien anecdótico, era mi error: después de nuestro primer encuentro, que no había durado más que unos segundos, a finales del mes de agosto, me crucé de nuevo con Vera a comienzos de septiembre y no la reconocí. Estoy seguro de que eran dos mujeres diferentes.

No obstante, ambas me parecían «tan intensamente destinadas a la felicidad…»

 

 

Más adelante aprendería a distinguir el desnivel de los caminos, el vivo ropaje de los árboles, nuevo a cada vuelta, las huidizas curvas del lago, cuya orilla poco tardaría en seguir con los ojos cerrados. Pero aquel día de fin de verano tan sólo empezaba a conocer aquella tierra, caminaba al azar con la turbadora alegría de poder descubrir, tras aquel bosque de alerces, un pueblo abandonado, o bien de cruzar cual equilibrista un puentecillo de madera medio desmoronado. Precisamente la vi a la entrada de un pueblo que parecía deshabitado.

Al principio creí haber sorprendido a una pareja haciendo el amor. En la maleza que invadía las orillas del lago divisé el brillo muy blanco de una cadera, el contorno de un torso tenso por el esfuerzo, oí una respiración jadeante. Todavía no había anochecido del todo, pero el sol rasante y de un rojo descarnado estriaba la vista con sombras y fuego, inflamando las hojas de los sauces. Del fondo de aquella palpitación surgió el rostro de una mujer, rozando casi el suelo arcilloso con la barbilla, y de inmediato se echó hacia atrás, desparramando el cabello en una violenta oleada… El aire era cálido y húmedo.

El último calor de la estación, un veranillo de San Miguel, traído durante unos días por el viento del sur.

Iba a seguir mi camino cuando, precedida de una brusca sacudida de las ramas, apareció la mujer, movió la cabeza haciendo un saludo indeciso y se recompuso rápidamente la falda, que se le había levantado por encima de las rodillas. Yo la saludé también, con torpeza, sin distinguir muy bien su rostro sobre el que se alternaban las rayas del sol poniente y las listas de sombra. A sus pies, encogido como el cuerpo de un ahogado, se enrollaba una gruesa red de pesca que acababa de recoger.

Durante unos instantes nos quedamos quietos, unidos por una complicidad ambigua, semejante a la de un acto carnal apresurado en un lugar poco seguro, o a la de un crimen. Yo miraba sus pies descalzos, enrojecidos por la arcilla, y la masa de la red que se movía a sacudidas; los cuerpos verdosos de unos lucios se agitaban pesadamente, y encima se estiraba, mezclado entre los flotadores, la curva larga, casi negra, de lo que había tomado al principio por una serpiente (sin duda una anguila, o un joven siluro). Aquel amasijo de cordajes y de peces se escurría despacio, el agua mezclada con la arcilla rojiza corría hacia el lago, como un delgado flujo de sangre. Hacía bochorno, como antes de una tormenta. El aire inmóvil nos aprisionaba en una postura fija, una inercia de mal sueño. Y se advertía la comprensión compartida, irreflexiva y tácita de que todo era posible entre aquel hombre y aquella mujer en medio de aquella violenta caída del rojo crepúsculo. Absolutamente todo. Y que no había nada ni nadie para impedirlo. Sus cuerpos podían tumbarse junto al ovillo de la red, entregarse, vivir el placer mientras agonizaban las vidas atrapadas en las mallas…

Me marché de inmediato, con la impresión de haber eludido, por cobardía, el momento en que el destino se encarna en un lugar, en un rostro. El momento en que el azar nos deja entrever su oscuro tejido de causas y de consecuencias.

 

 

Una semana después llegó el castigo: un viento del nordeste trajo la primera nevada, como para vengarse de aquellos días de edén. Un castigo más bien suave, compuesto de torbellinos blancos, luminosos, que daban vértigo, difuminando las perspectivas de los caminos y de los campos, y hacían sonreír a la gente deslumbrada por los incesantes remolinos de nieve. El aire cortante y amargo tenía el sabor de la esperanza nueva, de la felicidad prometida. Las borrascas arrojaban andanadas de cristales sobre la oscura superficie del lago, que sepultaba sin cesar aquel blanco frágil en sus profundidades. Pero la nieve iluminaba ya las orillas, y los tajos que dejaba nuestro camión en la carretera quedaban rápidamente vendados.

El conductor con el que solía viajar de un pueblo a otro se declaraba, irónicamente, «la primera golondrina del capitalismo». Otar, un georgiano de unos cuarenta años, que había abierto una peletería clandestina y, tras sufrir una denuncia, había sido encarcelado, disfrutaba ya de libertad condicional. Se le había asignado aquel viejo camión de adrales carcomidos, en aquella comarca del norte. Corrían los primeros años setenta y «la primera golondrina del capitalismo» consideraba sinceramente haber salido bien librado. «Además, aquí hay nueve tías para cada tío», solía repetir, con los ojos brillantes y una sonrisa concupiscente.

Hablaba sin cesar de mujeres, vivía para las mujeres, y yo sospechaba que incluso su negocio de peletería había sido una excusa para poder vestir y desnudar mujeres. Inteligente, por lo demás, e incluso sensible, ni que decir tiene que exageraba ese credo de mujeriego, sabedor de que tal era la imagen de los georgianos en Rusia: amantes obsesionados por las conquistas, monomaniacos del sexo, ricos y primarios. Él interpretaba esa caricatura, al igual que muchos extranjeros imitan los clichés turísticos de su país de origen. Para no defraudar a la galería.

Así y todo, el cuerpo femenino era para él, naturalmente, lógicamente, lo único por lo que valía la pena vivir. Y hubiera supuesto una inmensa tortura no poder contárselo a un confidente benévolo. Yo, de buena o mala gana, había asumido el papel. Otar, agradecido, estaba dispuesto a llevarme al polo Norte.

En sus relatos se las ingeniaba, ignoro cómo, para evitar repetirse. No obstante, el tema eran invariablemente mujeres deseadas, seducidas y poseídas. Las tomaba tumbadas, de pie, acurrucadas en la cabina del camión, pegadas a la pared de un establo, en medio de la adormilada rumia de los animales, en calveros al pie de un hormiguero («¡Los asquerosos bichejos se nos comían el culo!»), en baños de vapor… Su lengua era a la par cruda y florida: le hacía «crujir el culazo como una sandía», y en los baños «los pechos se hinchan, cogen volumen, suben como la masa con la levadura», «la arrimé contra un cerezo y la sacudí tanto que nos cayeron encima un montón de cerezas, estábamos rojos del jugo…» En el fondo era un auténtico poeta de la carne, y la sinceridad de su éxtasis ante el cuerpo femenino salvaba sus relatos de la monotonía de los coitos.

Un día cometí la imprudencia de preguntarle cómo podía saber si la mujer estaba dispuesta a aceptar mis proposiciones o no. «¿Si folla o no folla?», exclamó dando un golpe de volante. «Pues mira, la mar de sencillo, tu sólo tienes que hacerle una pregunta, una sola…» Como buen comediante alargó la pausa, visiblemente satisfecho de poder instruir a un joven pánfilo. «Sólo necesitas saber lo siguiente: ¿come arenque ahumado?»

–¿Arenque? ¿Por qué arenque?

–Pues porque si come arenque, tendrá sed.

–¿Y qué?

–Y si tiene sed, beberá mucha agua.

–No entiendo…

–Si bebe agua, meará, ¿no?

–Bueno, ¿y qué?

–Pues que si mea, tendrá sexo.

–Eso está claro, pero…

–¡Y si tiene sexo, follará!

Soltó una larga carcajada que ahogó el ruido del motor, me asestó varias palmadas en el hombro, y se olvidó de la carretera barrida por la borrasca. Era precisamente el día de la primera nevada, a primeros de septiembre. Acabábamos de llegar a un pueblo que parecía desierto y que no reconocí. Ni las isbas transfiguradas por placas de copos, ni las orillas del lago totalmente tapizadas de blanco.

Otar frenó, cogió un cubo y se dirigió hacia un pozo. Su camión antediluviano consumía singularmente tanta agua como gasolina. «Como esa tía que come arenque ahumado», bromeó guiñándome el ojo.

Íbamos a ponernos en marcha cuando aparecieron. Dos mujeres, una alta más bien joven y una anciana muy menuda, subían la cuesta que llevaba del lago a la carretera. Acababan de tomar un baño en la minúscula isba cuya chimenea todavía dejaba escapar un velo de humo. La anciana caminaba con dificultad, luchando contra las ráfagas de viento, volviendo la cara para protegerse de la nieve. Su acompañante parecía que casi la llevaba en volandas. Vestía un largo capote militar, el que se ponía antaño el cuerpo de caballería. Iba descubierta (tal vez, sorprendida por la nieve, le había dejado el chal a la anciana), y su cuello, bajo la gruesa tela del cuello del abrigo, tenía una finura casi infantil. Al salir a la carretera doblaron hacia el pueblo y de pronto las tuvimos de cara. En ese momento una ráfaga más brusca levantó uno de los faldones del largo capote de caballería y, por un instante, vimos la blancura del pecho, que la mujer se cubrió rápidamente estirando con impaciencia la solapa del capote.

Otar, sin arrancar, miraba fijamente por la portezuela abierta. Yo esperaba que comentase algo mientras recordaba sus palabras: «Los pechos se hinchan con el baño…». Estaba seguro de que se descolgaría con cualquier comentario jocoso y procaz de ese calibre. Y por primera vez presentía que esa frase, aun festiva y campechana, me resultaría desagradable.

Pero no se movía, con las manos pegadas al volante, los ojos clavados en las dos sombras femeninas que iban desvaneciéndose bajo la borrasca…

Su voz resonó al mismo tiempo que el motor del coche y las salpicaduras de barro bajo las ruedas:

–¡Dichosa Vera! ¡Esperando! ¡Y esperando! ¡Siempre esperando!… ¡Se ha fastidiado la vida con tanta espera! A él lo mataron o desapareció, lo mismo da. Se llora, pase, se toma uno una buena copa de vodka, pase, se lleva luto, perfecto, es la costumbre, pero luego hay que seguir viviendo. Que la vida sigue, ¡coño! Tenía dieciséis años cuando él se marchó al frente, en el 45, y desde entonces sigue esperando porque no ha recibido ningún papel fiable sobre la muerte del tipo. Se ha enterrado aquí con todas esas viejas, que a todo el mundo le importan un pimiento, y va a recogerlas medio muertas al fondo del bosque. Y espera... Treinta años hace, ¡joder! Y ya ves lo guapa que está todavía… –Calló; luego me lanzó una mirada feroz y exclamó con voz enconada–: ¡Esta historia no tiene nada que ver con el arenque ahumado, gilipollas!

Estuve a punto de replicarle con el mismo tono, pensando que el insulto iba dirigido a mí, pero no dije nada. La desesperación con la que golpeó el volante con la palma de las manos mostraba que con quien estaba enfadado era consigo mismo. Su rostro, tan moreno, se había tornado gris. Advertí que se negaba violentamente a comprender a aquella mujer y que al mismo tiempo, como auténtico montañés, aquella espera le inspiraba el respeto casi sagrado que debe profesarse a un voto, a un juramento…

Guardamos silencio hasta la ciudad, la cabeza de distrito, donde me apeé. En la plaza central, cubierta de nieve cenagosa, una pareja de recién casados, rodeado de sus allegados, descendía por la escalinata de un edificio administrativo para acomodarse en el coche que encabezaba un cortejo de vehículos adornados con cintas. En el cielo, por encima del tejado plano y de la bandera descolorida, pasaba un triángulo de ocas salvajes.

–Mira, al fin y al cabo, puede que tenga razón Vera –me dijo Otar respondiendo a mi apretón de mano–. Y además, ni tú ni yo somos quiénes para juzgarla.