El tedio como problema
filosófico
En tanto que filósofo, uno debe
enfrentarse de vez en cuando a «las grandes cuestiones». De lo contrario,
pasamos por alto lo que, en su día, fue la causa de que nos dedicásemos al
estudio de la filosofía. En mi opinión, el problema del tedio es una de esas
«grandes cuestiones», hasta el punto de que un análisis del tedio debe poder
decir algo esencial sobre las condiciones de nuestra existencia. No deberíamos,
y de hecho, no podemos, evitar el enfrentarnos en alguna ocasión al hecho de
«existir». Pueden ser muchos los motivos que nos conduzcan a iniciar una
reflexión sobre nuestra propia existencia, pero la particularidad de las
experiencias existenciales radica en que, necesariamente, convierten la propia
existencia en una cuestión. Podemos, pues, preguntarnos con Jon Hellesnes:
«¿Acaso hay algo que trastorne nuestra existencia con mayor intensidad que el
tedio?».1
Estas grandes cuestiones no tienen
por qué coincidir con las que reciben el calificativo de eternas, pues el tedio
no ha sido un fenómeno central en nuestra cultura más que durante un par de
siglos. La imposibilidad de establecer con certeza cuándo surgió el tedio es
evidente pues, pese a ser un fenómeno típicamente moderno, cuenta con una serie
de antepasados. Sin embargo, éstos pertenecieron, en general, a grupos sociales
minoritarios como la nobleza y el clero mientras que, en el mundo occidental
moderno, puede decirse que el tedio afecta a casi todo individuo.
En general, tendemos a considerar
el fenómeno del tedio como algo transitorio en relación con el ser humano, pero
esta idea se basa en un concepto más que dudoso de la naturaleza humana.
Incluso podríamos sostener que el tedio es parte integrante de la naturaleza
humana pero, en tal caso, deberíamos admitir que tal cosa existe, y tal premisa
me parece, cuando menos, problemática dado que el postulado mismo de dicha
naturaleza tiende a eliminar cualquier intento de discusión. En efecto, tal
como subraya Aristóteles, solemos dirigir nuestra atención, en primer lugar,
hacia aquello que es susceptible de transformación.2 Y postular la
existencia de una naturaleza implica, ciertamente, la afirmación de que ésta no
puede transformarse. Por otro lado, podríamos pretender la existencia de una
naturaleza humana neutra, en la que el ser humano hallaría tantas posibilidades
para sentir dolor como felicidad, para experimentar entusiasmo o tedio. En tal
caso, hallaríamos la explicación del tedio exclusivamente en las circunstancias
sociales del individuo. No obstante, yo estoy convencido de la imposibilidad de
una distinción clara entre los aspectos sociales y los psicológicos en el
análisis de un fenómeno como el tedio, al tiempo que un método puramente
sociológico resultaría tan insostenible como uno exclusivamente psicológico. De
ahí que me haya decantado por proceder de un modo totalmente distinto, y haya
recurrido tanto a la perspectiva de la historia del pensamiento como al punto
de vista fenomenológico. Nietzsche apunta que «el pecado original del filósofo»
consiste en partir del ser humano de una época determinada y extraer
conclusiones que pretende elevar a verdades eternas.3 De modo que,
para evitar caer en esta tentación, me daré por satisfecho tan sólo con la
constatación de que el tedio es un fenómeno potencialmente muy grave que afecta
a un gran número de individuos. Aristóteles escribe que, si bien la virtud no
es un elemento humano natural, tampoco podemos decir que sea totalmente contra
natura.4 Y en verdad que otro tanto podemos decir del tedio. Por
otro lado, es posible llevar a cabo un estudio del tedio sin tomar como punto
de partida ninguna constante antropológica, es decir, una serie de
características que existan con independencia de cualquier espacio social e
histórico específico. En nuestro estudio trataremos del hombre inmerso en una
situación histórica determinada. En efecto, yo escribo sobre nosotros, sobre quienes vivimos a la
sombra del romanticismo, como románticos incorregibles, aunque ya libres de la
fe hiperbólica del romántico en la capacidad de la imaginación para transformar
el mundo.