En el canon católico la palabra dulía define el acto de homenaje que los fieles de ese culto
brindan a los que se reconoce como santos, aquellos que practicaron en grado
«heroico» las virtudes cristianas mayores: fe, esperanza y caridad.
Luis IX,
rey de Francia, encabeza su segunda Cruzada y se encuentra frente a Túnez el
año de 1270. Pronto habrá de rendir el cuerpo, víctima de la peste. No sabe que
el curso de su agonía, atestiguado por su hijo Felipe, será referido por éste a
uno de los señores feudales de su reino, Jean de Joinville, quien a los 23 años
acompañó a Luis IX en el desastre
de la primera Cruzada organizada por este rey y durante la que sucumbieron 95
de cada 100 de sus combatientes.
Al narrar De Joinville el testimonio aportado por
Felipe, anota que antes de morir Luis IX
dictó diversas instrucciones para su vástago heredero; y que le pidió
observarlas con estricta fidelidad. En seguida recibió los sacramentos, hizo el
responsorio de los salmos rituales en el tránsito de moribundos e invocó a los
santos. Por último demandó que esparcieran ceniza donde yacía y cruzó las manos
sobre su pecho.
En medio de esa calma confiada y digna, quien ahora
es llamado San Luis Rey –canonizado 27 años después de su fallecimiento, por
razones de Estado e Iglesia ponderadas por Bonifacio VIII, el violento papa a quien Dante censura en La divina comedia– tal vez haya padecido
un sacudimiento de angustia y duda, preguntándose entonces qué iba a ser de su
memoria y su obra, sin saber que distintas ciudades del mundo adoptarían su
nombre en una u otra época. ¡Ay, la posteridad!