La higuera

¿Por qué Pedro Alberto conduce el coche tan despacio y sin ruido, como temeroso, si ya está aplastada toda resistencia vasca desde hace cinco días? Es de noche, avanzamos por un camino de campo y alguien tararea por bajines «El que tenga un amor». Es Luis. No sé por qué no va a cantar si le da la gana. Si los demás vamos en silencio no es por no delatar nuestra presencia, ningún vecino se nos va a enfrentar, ahora España es nuestra. Nos la estamos ganando como verdaderos hombres: a pecho descubierto y firme el ademán. No es la primera vez que vamos a ejecutar. No aquí, sino en otras provincias en los pasados meses.

—¿Es ésta? —pregunta Pedro Alberto.

—Sí —contesta el individuo que viaja de pie en el pescante.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Es una casa de planta y desván, tejado a dos aguas y rodeada de huertas, no sé si grandes. Está oscuro. Hay una gran higuera. Ayer se presentó nuestro guía en el Ayuntamiento para inscribirse en las milicias. ¿Está con nosotros de corazón o es un rojo que quiere engañarnos para salvar el pellejo? Tanto unos como otros sirven a nuestra revolución falangista. Enseguida nos habló del maestro que vive en esta casa. Los maestros son los más peligrosos, difunden ideas entre sus alumnos, extienden el comunismo. «¿Seguro que es rojo?», le preguntó Pedro Alberto. «Sí, seguro, seguro. Ha sido republicano toda su vida.» «¿Y no ha huido?», insistió nuestro jefe. «Le he visto esta mañana en su puerta», dijo José Ermo, que así se llama el individuo. «Le visitaremos mañana», programó Pedro Alberto.

Hay que andar con pies de plomo con esto de las denuncias. Hace semanas, creo que en un pueblo que se llama Mondragón, sacamos de su casa a un pobre hombre que nos juraba que él siempre había sido de Franco. Supimos que era verdad cuando nos alcanzó su mujer agitando nuestra roja y gualda, que tuvieron bien escondida durante el dominio rojoseparatista. Estoy seguro de que nunca hemos ejecutado a nadie por error. Me refiero a los lloriqueos de algunos rojos cuando sacamos las pistolas: «¡Soy de derechas, voy a misa, me persigue la República, Franco es nuestro salvador!», gimotean. Nos reímos de su miedo. Los rojos no se nos despintan, los olemos a distancia. Lloren o no, huelen lo mismo. Los que gritan en el paredón ¡viva la República! gritan por ellos y por los cagados.

—¿Hay más hombres? —pregunta Pedro Alberto parando el coche.

—No… Bueno, el hijo mayor tiene dieciséis años.

—Es un hombre.

Bajamos del coche los seis y estiramos los miembros. Huele a campo, a yerba verde, a vegetales frescos. José Ermo nos precede hasta la casa, que está muerta. Los de dentro dormirán, es la una de la madrugada. Pedro Alberto hace una seña y Luis y Fructuoso se adelantan para montar guardia a los costados de la casa. Es una maniobra muy eficaz contra las habituales fugas por las ventanas. Otros grupos prefieren pisar escandalosamente con las botas, para amedrentar, dicen. Pedro Alberto no, guarda la sorpresa hasta el último momento. «Los ahogamos en su madriguera», suele decir. Él, yo, Eduardo, Salvador y José Ermo pisamos el portal y al punto suenan los truenos de los puños de Pedro Alberto contra la puerta, al tiempo que grita:

—¡Abran inmediatamente o la echamos abajo!

Nos llegan del interior ruidos vagos. En ocasiones, nos suele llegar también: «¿Quiénes son ustedes?, ¿qué quieren?». En otras, solamente abren. Los rojos de esta noche son de los que preguntan; siempre dos preguntas y siempre las mismas, como si en todos los rincones de la patria los tipos se hubieran puesto de acuerdo:

—¿Quiénes son ustedes?, ¿qué quieren?

—¡Abran! ¡Abran! —les ordena Pedro Alberto con su vibrante voz de mando. ¡Nada de explicaciones! ¿Qué esperan esos cabrones? ¿Aún no saben que han perdido y están en la nueva España?

—¡Abrid de una puta vez, escoria! —estalla Eduardo pateando la madera.

Chirría la cerradura, la puerta se abre un palmo y vemos un rostro sobre un quinqué encendido. Pedro Alberto carga todo su cuerpo contra la puerta y la abre del todo haciendo tambalearse al hombre y al quinqué. Tras él hay una familia, lo de siempre. Todos los ojos miran nuestros uniformes falangistas, así que sobran las explicaciones.

—Prepárese para acompañarnos —ordena Pedro Alberto. ¡En qué fácil convierte lo difícil! Hago con gusto este trabajo, sé que España nos lo pide, pero se necesita mucha fuerza interior para llevarlo a cabo, porque nosotros no somos criminales. Me ayuda mucho quedarme a la espalda de la camisa azul de mi jefe, que me contagia de su inquebrantable determinación.

La mujer que abraza a este hombre será su esposa, suponiendo que estén casados, que con esta gente no se sabe.

—¿Por qué se lo quieren llevar? —llora la mujer—. ¿De qué le acusan?

—Ha conspirado contra España —le explica secamente Pedro Alberto.

—Lo único que hace todo el día es trabajar de maestro en la escuela —dice la mujer.

Y Pedro Alberto la calla con una de sus frases incontestables:

—¿Le parece poco?

Es un genio, lo comprendí en cuanto le vi actuar hace sólo cinco días. Se presentó a nuestros mandos a las pocas horas de entrar en este municipio de ¿Getxo?... Sí, de Getxo. Es de familia rica, muy principal, los Echabarri. Desde su casona de Neguri ya disparaba a la horda rojoseparatista en fuga.

La mujer no suelta al hombre de sus brazos. A una seña de Pedro Alberto, Eduardo ata en un momento las manos del hombre a su espalda con una cuerda que llevaba preparada. Tenemos también enfrente a una abuela, un muchacho, un chico y una niña.

—¿Cuántos años tienes? —pregunta Pedro Alberto al muchacho.

—¡Catorce, catorce años! —se adelanta la abuela echando sus brazos al cuello del muchacho—. Es que está muy crecido para su edad.

—Tiene dieciséis años —nos llega la voz de José Ermo desde fuera de la casa.

Pedro Alberto mira al muchacho.

—¿Cuántos años tienes?

El muchacho le mira, se cruzan sus miradas.

—Dieciséis —dice el muchacho.

Esta vez soy yo, a gesto del Pedro Alberto, quien ata las segundas manos con una cuerda que me pasa Eduardo.

Y, en el momento de hacerlo, mis ojos quedan clavados en los del chico y no pueden escapar de ellos. Intento regresar a los cojones del muchacho confesando su edad, pero es inútil.

—¡No se los lleven, por favor! —grita la mujer—. ¡Ustedes son personas como nosotros y las personas se compadecen unas de otras!

La orden de marcha nos la da Pedro Alberto con la cabeza. La familia nos mira a todos, pero la mirada de ese chico de diez años sólo me mira a mí.