Desmoronamiento

1

 

Bajo y rechoncho, de impecable traje gris, Erasmo entra a la cocina, coloca su sombrero de fieltro en el perchero y observa a la mujer: flaca, de huesos salientes, en bata y con el cabello desordenado, ella sorbe una taza de café y lee el periódico desparramado sobre la mesa.

–¿Qué hacés aquí a esta hora? –dice Lena, sin levantar la vista del periódico–. ¿No deberías estar en tu oficina?

–Vengo por vos. ¿No te has arreglado aún?

–Tomo mi café y leo el periódico. ¿No ves? –dice ella, pasando una hoja.

Erasmo se planta frente a la mesa, con los talones pegados y las manos tomadas por la espalda, tratando de meter la barriga, de sacar pecho.

–Lena, por favor –musita.

–Esa gente de Vietnam del Sur no se anda por las ramas –dice Lena, sin dejar de ver el periódico–. De una vez mataron a ese tal por cual de Ngo Dinh Diem, que seguramente ya estaba en connivencia con los comunistas. Eso es un golpe de Estado...

–Lena, te repito que he venido a recogerte...

–No que ustedes, pusilánimes, trataron a los liberales con guante de seda. Les debería dar vergüenza: en vez de meter presos a esos facinerosos que secuestraron el gobierno durante seis años, en vez de hacerlos pagar sus crímenes y sus fechorías, los mandan a Costa Rica, donde vivirán como reyes con lo que se han robado. ¡Habrase visto semejante cobardía! Encadenados deberían estar esos comunistas y no en el exilio...

–Arreglate de una vez, Lena –insiste Erasmo.

–¡Sos un animal! –reacciona ella, mirándolo con odio–. Acabo de pasar el trapeador para dejar brillante el piso del comedor y mirá tus huellas... –y señala hacia las losetas, detrás del hombre, en las que apenas se distingue la silueta de unas huellas–. ¿Nunca aprenderás a limpiarte los pies en el felpudo?

Erasmo permanece impasible.

–Lo hemos discutido demasiado –dice.

–¡Entonces sabés lo que pienso y no tenés por qué venirme a preguntar si ya me arreglé, como si fueras imbécil!

–Ya vas con los insultos –dice él, con la misma calma.

–Pues sí, sólo a un estúpido se le puede ocurrir que yo voy a ir a esa boda.

–Es la boda de tu hija, Lena. Los dos debemos hacer acto de presencia.

–¡No me vengás a decir qué es lo que debo hacer! –estalla Lena, pasando las hojas del periódico con violencia.

–Vas a romper el periódico. Calmate.

–Yo hago con el periódico lo que me da la gana... –lo enfrenta, desafiante–. Y vos sos el pícaro que debería quedarse en casa en vez de ser cómplice de esa cualquiera...

–Es mi hija –dice, apoyándose con ambas manos en el respaldo de una silla.

–¿Y qué? ¿Sólo por eso vas a permitir que se case con ese canalla, con ese don nadie? Si me hubieras hecho caso, nada de esto estaría sucediendo –dice, sorbiendo con gesto enérgico los restos de café–. Debiste haberlo expulsado del país o haberlo metido a la cárcel, por atrevido...

–No se puede jugar así con las leyes, comprendé.

–Las leyes las hacemos nosotros para que las cumplan tipos como ese canalla, aprovechado. Tiene veinticinco  años más que Teti, es salvadoreño, es un comunista. ¿Te parece poco? Y vos querés ir como tonto inútil al casamiento. Todo porque a la putía se le ha metido entre ceja y ceja que se va a casar con él. Pues no, yo no voy a ser cómplice –dice, terminante, y parece concentrarse de nuevo en la lectura.

Erasmo jala una silla y se sienta frente a Lena.

–Esther ya es mayor de edad, tiene veintidós años y derecho a casarse con quien ella quiera sin que nosotros podamos impedírselo.

–Si no lo has impedido es porque no has querido, cobarde...

–Mirá, Lena, vine del Partido a recogerte para que lleguemos juntos a la boda. Quitate esa bata y ponete tu vestido de una buena vez. Vamos. Ya son las diez y a las once es la ceremonia.

–La ceremonia... –ella levanta la vista, incrédula–. La traición, la más grande traición que todos ustedes me han hecho... Todos se han confabulado para que ese cualquiera se lleve a Teti –dice, apretando los dientes–. ¡Y vos también. No te hagás el inocente!

–No tengo por qué hacerme el inocente.

–Por eso, porque tenés mala conciencia, querés convencerme de que te acompañe. Pero no les voy a dar ese gusto. Hacete a la idea de que vas a ir solo. ¿Me escuchaste?

–Después te arrepentirás.

–¿Qué has dicho? –dice poniéndose de pie–. ¿Yo, arrepentirme? –Se golpea el pecho con el dedo índice–. ¿Yo? Sos un estúpido. ¿Cómo se te puede ocurrir algo así? ¿De qué me voy a arrepentir?

–No te exaltés…

–¡Decime! ¿De qué me voy a arrepentir? ¿De no haber sido cómplice de un matrimonio que va contra las leyes de Dios, de la sociedad, de la Naturaleza?

–Estás exagerando.

–Ese hombre aún está casado, nunca se divorció. Tiene cuatro hijos de su primer matrimonio. Ha sido expulsado por comunista de su país. Y viene aquí a casarse con nuestra única hija, la muy imbécil, sólo por llevarme la contraria. Meterse con esa chusma...

Lena toma la taza, va hacia la estufa y se sirve más café.

–Clemente está divorciado, Lena. No seás necia. Yo soy abogado. He visto los documentos... Y ha venido aquí para casarse con Teti. No lo han expulsado de su país.

–Te ha engañado, como ha engañado a todo el mundo. –Ella permanece de pie, apoyada en el lavatrastos, soplando el café antes de sorberlo–. Los salvadoreños son farsantes, estafadores. Esos documentos que te ha mostrado son falsos. Se los ha comprado quién sabe a qué abogado corrupto en San Salvador. Y vos dejándote engañar.

–No soy tonto. Lo he investigado.

–Claro que sos tonto. Si no lo fueras, no permitirías que tuviera lugar semejante canallada –dice Lena.

–Acordate de que Erasmo vino como diplomático hace un par de años...

–Gran diplomático... –comenta Lena, con sorna–. El último secretario de la embajada. Es un gato cualquiera.

Lena se sienta; pone la taza sobre la mesa y vuelve a hojear el periódico.

–Lo que te quiero dar a entender es que si fuera comunista nunca lo hubieran dejado trabajar para el gobierno de su país.

–Te digo que sos tonto o te hacés. Todo mundo sabe que los servicios diplomáticos están infiltrados por los comunistas y los maricas... ¡Y aquí sucede lo mismo! –exclama Lena, encrespada–. ¡A ver cuándo comienzan a limpiar toda esa basura que dejaron los liberales en las embajadas y en los consulados!...

–Dejemos de hablar de lo mismo, por favor. Y mejor andá a arreglarte.

–Ese hombre es casi de mi edad, está lleno de mañas –dice Lena, sorbiendo el café–. Tiene cuarenta y siete años, más del doble que Teti; sólo es tres años menor que yo. Su hijo mayor es apenas un año menor que Teti. ¿Te das cuenta? A saber detrás de qué anda, qué es lo que quiere. Tratará de aprovecharse de tu posición política, ver qué nos saca...

Entonces, de pronto, con los ojos extremadamente abiertos, Lena deja la taza sobre la mesa, se golpea la frente con la palma de la mano derecha y exclama:

–¡Dios mío! Tengo que cambiar mi testamento ahora mismo. Ese canalla viene tras de mis propiedades. ¿Me estás escuchando, Mira Brossa? Debo rehacer mi testamento de inmediato…

Erasmo la mira con expresión de hartazgo.

–¿Estás segura de que no vas a ir, Lena? –pregunta, poniéndose de pie.

–¿Y todavía lo dudás?

–Es tu decisión. Yo me voy a cambiar la corbata...

–¿No me escuchaste? Voy a desheredar a esa malnacida y todo lo pondré a nombre de mi Eri. No puedo permitir que ese tal por cual se haga la ilusión de que puede meter sus narices en alguna de mis propiedades.

Erasmo está en el umbral; saca del bolsillo del saco una corbata junto con su envoltura.

–Así que hasta corbata nueva has comprado... –dice ella, con sorna.

–Pasaré a mi habitación, luego al baño y después me iré. Decidite de una vez. Mirá que te estarán esperando –dice antes de salir por el pasillo.

–Pues que sigan esperando... Y no me dejés hablando sola –dice mientras se abalanza detrás de Erasmo.