Los dueños del vacío

El interés académico o poético que he sentido desde hace años por las tensiones entre la identidad y los vínculos, además de a una necesidad objetiva de indagar en uno de los asuntos más característicos de la lírica contemporánea, se debe con seguridad a mi propia experiencia histórica. Es ingenuo pensar que la actividad intelectual puede mantenerse al margen de la realidad, y no sólo por una participación directa en los debates políticos, a los que siempre me he sentido inclinado, sino porque la configuración de las preocupaciones literarias se ha enredado con frecuencia en las noticias de la actualidad, exigiendo respuestas intelectuales a una educación sentimental alimentada por hechos concretos. Por ejemplo, no es gratuito haber crecido en un país en el que un muchacho se siente autorizado moralmente para disparar un tiro en la nuca de un policía o para colocar una bomba en unos grandes almacenes en nombre de una identidad nacional oprimida. Como soy andaluz, y como he vivido la experiencia histórica de la emigración andaluza, hombres y mujeres obligados a luchar contra una pobreza extrema en las fábricas del norte, no he podido evitar una conmoción humana, pero también intelectual, cada vez que un guardia civil, hijo de padres andaluces campesinos, se convertía en el símbolo de la explotación ante la pistola de un muchacho vasco, perteneciente a la alta burguesía española. No sé si un lector académico lo entenderá, pero esa conmoción tiene mucho que ver con mi cuestionamiento poético de la falacia naturalista, de la expresividad esencial de las identidades líricas o de las profundidades atávicas del silencio.

¿Qué hacemos con el siglo xx? Cuando Adorno se interrogó sobre la oportunidad de la poesía después de los campos de concentración, no estaba cuestionando únicamente el mal gusto de ponerse líricos después de una tragedia. Estaba denunciando, y es más grave aún, que muchos de los valores culturales de prestigio superior en Occidente, esos que adornan el altar sublime de la poesía y de las bellas palabras, pueden desembocar en una operación de exterminio. No se trata de ciencia ficción, ni de profecía tremendista, porque la realidad cotidiana fluye en una crisis de valores capaz de envenenar cualquier palabra. Vivimos en la más absoluta perplejidad, en el agua tormentosa de un mar que se ha encargado de desacreditar cualquier barco de esperanza. Las realidades implacables, los «estados de la cuestión», han aprendido durante el pasado siglo a deslegitimar y ridiculizar cualquier alternativa, fosilizando así a sus viejos adversarios e impidiendo la imaginación de nuevas perspectivas. Lo malo conocido ayuda a evitar lo bueno por conocer. Y en esta situación, más que llegar a puerto, la empresa decisiva consiste en mantenerse a flote con dignidad.

Sufrimos, aunque tendamos a refugiarnos en la suavidad del bienestar económico, un desconcierto ideológico comparable al de las épocas más penosas. Por lo que se refiere a la cultura española, uno de los momentos de mayor angustia del pensamiento contemporáneo se produjo con la derrota de la Segunda República, el exilio, la guerra mundial y sus consecuencias. Las afirmaciones y los credos apenas ocultaban la perplejidad de un vacío, en el que los viejos argumentos carecían de soporte real y la nuevas situaciones no habían encontrado aún ni sus preguntas ni sus respuestas. Me parece altamente significativa la facilidad con la que todavía pueden hacer alusión a nosotros unas palabras de Francisco Ayala, escritas en 1942, y recogidas en el libro Los políticos (Depalma, Buenos Aires, 1944). Hablan no sólo de la desorientación de un exiliado republicano español, sino de la preocupación intelectual de un sociólogo que asiste a la descomposición del código de valores de los estados liberales europeos. La desaparición efectiva, como geografía del poder, de las antiguas naciones, en las que se había basado en proyecto de la Modernidad, imponía un tiempo de confusiones, de cinismo, de vueltas y revueltas malintencionadas. La meditación parecía quedarse sin espacio, por lo menos sin el espacio de la opinión pública:

 

En un mundo tan maliciosamente confuso como el que vivimos ahora, donde las palabras apuntan hacia una dirección distinta de aquella a que, en verdad se encaminan las intenciones, donde las grandes fórmulas que un tiempo fueron vehículo de creencias firmes y hasta de fes violentas, son manipuladas sin convicción mayor en calidad de plataformas o consignas al servicio de finalidades transitorias, donde nadie confía en nadie y cada cual se esfuerza por desenmascarar al adversario, sin perjuicio de cohonestar la propia superchería transigiendo con la del aliado en una complicidad cuyo estrago moral será mucho más duradero que la alianza misma; en un mundo así, digo, emitir un pronunciamiento sincero sobre cualquier punto de interés general equivale a afrontar en balde, sin la más remota perspectiva de comprensión, el riesgo seguro de interpretaciones calumniosas.

 

La confusión es hoy la misma, porque no son muy diferentes las cuestiones que hay que debatir. No creo que muchas opiniones libres se hayan salvado de la experiencia de verse criticadas calumniosamente, y de una sola tacada, por espurias, subvencionadas, reaccionarias, revolucionarias, aburguesadas, ingenuas, cómplices del terrorismo, estalinistas, capitalistas, nazis, islamistas, sionistas, antiamericanistas, tercermundistas o servidoras de la CIA. La confusión es la misma, pero las dificultades son mayores. Los sueños, para el que se tome el interés de analizarlos, han evidenciado sus quebraduras sangrientas. No hay humor honesto que resista el cinismo de la sociedad occidental, y el espacio mediático ha implantado en las discusiones un tono de caricatura, de lema publicitario, que impide cualquier matiz, cualquier flexibilidad intelectual. Uno corre el peligro de convertirse en un ser opaco, o en un cascarrabias. Aunque abundan los chistes sobre la Unión Soviética de Stalin, la Cuba de Castro, los judíos, la pobre capacidad intelectual del presidente norteamericano, los andaluces, los vascos, los catalanes, las Torres Gemelas o los ayatolás, confieso con malestar que hace tiempo que no me río con ninguno.