Unos días
después, Lorenzo fue llamado a Sevilla por razones de gobierno interno y
también de política exterior. Un año antes, en junio de 1791, el rey de
Francia, junto con su mujer austriaca y sus hijos, disfrazados todos, trató de
huir del país en berlina. Reconocidos en Varennes, fueron detenidos en una
posada y conducidos a París, donde entraron entre dos filas de soldados que
rendían los fusiles en señal de afrenta.
Un rey trataba de abandonar a su
pueblo y ese mismo pueblo lo traía de vuelta.
Para los observadores
avispados, la corona francesa, ceñida por un monarca indeciso y poco lúcido,
estaba abocada a caer en más o menos breve plazo. Sólo podía salvarla la pronta
intervención de una coalición europea que, sin embargo, tardaba en
constituirse, y en la cual el rey de España, Carlos IV, al que Luis XVI apelaba
en vano, vacilaba en participar.
Parte del clero francés,
profundamente dividido –los eclesiásticos debían jurar la Constitución Civil
del Clero si querían ejercer su ministerio–, partía el exilio, como los nobles
emigrados, y buscaba asilo y protección en los países católicos vecinos,
principalmente en España. ¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo acogerlos? A estas
preguntas, entre otras, debía responder la junta de Sevilla.
Lorenzo permaneció en la ciudad más
tiempo del previsto y regresó a Madrid a últimos de junio.
Pasó otra semana y al fin, por
mediación de Goya, Lorenzo aceptó la invitación de Tomás Bilbatua, quien seguía
sin noticias de su hija. Quedaron citados para el 6 de julio.
Hacia las ocho y media de la tarde
–aún había luz–, Goya y Lorenzo atravesaron el umbral de la casa del
comerciante. Los recibió un mayordomo que, a través del patio aún en plena
actividad mercantil, los condujo hasta la escalera principal, en la que unos
sirvientes encendían ya candelabros.
Al pie de la escalera los esperaban
Bilbatua y sus dos hijos. El anfitrión se inclinó ante el representante del
Santo Oficio y le manifestó lo muy honrado que se sentía por su visita.
Lorenzo, que parecía tranquilo y dueño de sí, contestó con unas palabras muy
sencillas y muy esperadas: el gusto era suyo, lamentaba no haber podido acudir
antes...
Bilbatua saludó amistosamente a
Goya, dándole incluso un abrazo, tras lo cual los cinco hombres subieron la
escalera. Arriba los aguardaba María Isabel, muy bien vestida y enjoyada. Como
recibía a un religioso, se había maquillado poco, llevaba un vestido sin escote
y se cubría el pelo con una gruesa mantilla negra.
Tomás la presentó al dominico, a
quien ella dio la bienvenida. Él se lo agradeció inclinándose un poco pero sin
tomarle la mano.
–Por aquí, por favor –dijo ella.
Todo parecía discurrir normalmente.
Echaron a caminar por una larga
crujía del primer piso, y de trecho en trecho se detenían para admirar ya la
maqueta de un galeón, ya tallas de santos en madera dorada procedentes de
América, en las que se apreciaba la mano vigorosa de algún artista de las
mesetas mexicanas o las selvas de Costa Rica ajeno a las escuelas europeas; ya,
en fin, tapices flamencos que representaban mil productos originarios de todos
los continentes entonces conocidos y que, colgados allí de las paredes, eran
como reflejos de los más preciosos escaparates y almacenes del comerciante. La
Tierra era un cuerno de la abundancia inagotable, puesto graciosamente al
alcance de los hombres; todos los bienes del planeta parecían accesibles, como
dispensados por la mano inmensa de una naturaleza próvida, otrora salvaje y
finalmente dominada.
Se detuvieron también ante el
retrato de cuerpo entero del dueño de la casa, al que Goya había representado
apoyando la diestra en un globo terráqueo, en la siniestra un rollo de papel,
sobre un fondo marino surcado de navíos. Lorenzo admiró la obra del artista.
–Es más que un hombre –dijo el
dominico sonriendo–, es toda una vida.
Goya agradeció el cumplido. Lorenzo,
muy distendido, añadió que el comerciante sí pudo permitirse que le pintaran
las manos.
–Yo tuve que renunciar –dijo–. Por
suerte, visto hábito y pude esconderlas en las mangas.
Siguieron adelante, pasando ante
nuevas maquetas de barcos, primorosamente reconstruidos, incluso con su
diminuta tripulación en cubierta y sus aparejos.
Llegaron
por último ante el reciente retrato de Inés, inútil regalo de cumpleaños, que
Lorenzo ya había visto en el taller del pintor.
Se borró la sonrisa de
los labios del dominico, y largo rato estuvo éste contemplando el radiante
retrato. Toda la juventud, toda la esperanza del mundo estaban allí plasmadas.
La sonrisa de la joven parecía iluminar la crujía toda. Padre, madre y hermanos
observaron en silencio la actitud del fraile.
–Siento –dijo Tomás con voz
súbitamente debilitada– que mi hija no pueda cenar con nosotros.
Lorenzo asintió. Daba la impresión
de que compartía el pesar de Tomás y que también lamentaba la ausencia de la
joven. Pero se limitó a decir:
–Maravilloso trabajo, Goya,
maravilloso de veras.
Y siguió andando con pasos pausados.
Goya permaneció quieto un momento,
mirando a su joven fantasma, y luego echó a caminar, también pausadamente.
Al final de la crujía, y antes de
entrar en el comedor, Tomás indicó a Lorenzo una mesita y le hizo señas de
acercarse. Dos criados retiraron un retal recamado en plata y dejaron a la
vista, sobre la mesa, un cofre de hierro.
Tomás mismo manipuló los cierres,
abrió el cofre, levantó un paño de terciopelo rojo y, como en los cuentos de
hadas, aparecieron columnas de monedas de oro y plata cuidadosamente ordenadas,
sostenidas por piezas de madera.
Lorenzo no pareció sorprenderse,
pese a que lo que allí refulgía era un verdadero dineral. Ni se inclinó ni su
mirada se alteró.
–Por cierto –dijo–, supongo que
nuestro amigo Goya le habrá dicho que no puedo aceptar que pague usted mi
retrato.
–Sí, me lo ha dicho.
–Le agradezco el detalle, pero va en
contra de nuestros usos.
–Lo comprendo, hermano Lorenzo –dijo
Bilbatua–, lo comprendo muy bien. En el cargo que ocupa no puede permitirse
levantar sospechas de ninguna clase. No he estado muy acertado, disculpe. Pero
sí le pido que acepte esto para la restauración de la iglesia que lleva mi
nombre.
–Se lo agradezco en nombre del
apóstol –dijo Lorenzo.
Los criados pusieron en su sitio el
paño de terciopelo y cerraron el cofre, mientras los señores Bilbatua indicaban
el camino al comedor. Una magnífica araña holandesa de veinte velas y reluciente
cobre alumbraba la estancia. Bandejas y jarras de plata bruñida, dispuestas
sobre los muebles, reverberaban a la luz.
María Isabel distribuyó a los
comensales en torno la mesa y, mientras Lorenzo pronunciaba el consabido
Benedicite, todos permanecieron en pie.
Acabada la oración, se
persignaron y tomaron asiento. Lorenzo lo hizo a la derecha de María Isabel y a
la izquierda de Goya. Se sirvió primero un oporto añejo. Bilbatua explicó que
en la cala de algunos de sus barcos solía poner un tonel del mejor oporto para
que diera una o dos veces la vuelta al mundo. El constante vaivén de la
embarcación mejoraba la calidad del vino y refinaba sus aromas.
Alzaron los vasos, aspiraron lo
efluvios del vino y brindaron por la restauración de la iglesia de Santo Tomás.
Nada había que temer. Todo rebosaba urbanidad y buenos modales, casi el gozo de
estar juntos. El hermano Lorenzo, en tanto los sirvientes traían aceitunas,
jamón, pescado en salazón, almendras y otros manjares exóticos, fue el primero
en hablar de Inés:
–Supongo que están preocupados por
su hija y esperan noticias suyas.
–Sí, desde luego –contestó María
Isabel–. No pensamos más que en ella. Nunca había salido de casa, como quien
dice. Ha vivido siempre con nosotros. Y no sabemos nada.
–¿La ha visto usted? –preguntó
Tomás.
–Sí, varias veces.
–¿Y cómo está? –preguntó la madre–.
¿Qué hace?
–Está muy bien –contestó el fraile
tras beber un trago de oporto–. Está tranquila, bien de salud, y les envía todo
su amor. Habla a menudo de su familia.
–¿Qué pasa? –quiso saber Álvaro–.
¿Qué ha hecho? ¡Es lo que todos nos preguntamos!
–Sí –dijo la madre–. No comprendemos
de qué se la acusa. Nadie nos informa. ¿Cuándo podremos verla?
–No puedo decírselo con exactitud.
Primero debe ser juzgada.
Se hizo el silencio en la mesa.
Incluso los sirvientes parecían contener la respiración.
–¿Juzgada? –preguntó Bilbatua al
dominico–. ¿Por qué juzgada? ¿Por qué cargos?
–Por lo que ha confesado –contestó
Lorenzo con calma.
El silencio se hizo más tenso y
opresivo. A una señal de Tomás, los sirvientes se retiraron de puntillas y
cerraron la puerta al salir.
–¿Y qué ha confesado? –preguntó la
madre.
–¿No lo sospecha usted?
–No.
–Ninguno tenemos la menor idea –dijo
Tomás–. Y mire que le hemos dado vueltas.
Lorenzo pareció reflexionar un
momento y luego dijo:
–Ha confesado que judaíza.
Miradas perplejas recorrieron la
mesa de punta a punta.
–¡Eso es imposible! –declaró la
madre.
–¿De verdad?
–Completamente imposible. ¿Judaizar?
¿Inés? ¡Pero si somos cristianos desde siempre!
Lorenzo, como si hubiera esperado
todas esas preguntas, esas reacciones, esas protestas, se volvió hacia Tomás y
le dijo:
–No dude en corregirme si me
equivoco, pero nuestros hermanos archiveros me han dicho que el bisabuelo de su
abuela, que aún no se apellidaba Bilbatua, se convirtió al cristianismo cuando
emigró de Amsterdam y se estableció en España. Eso fue, si mal no recuerdo,
bajo Felipe IV, en 1634. Tienen, pues, un antepasado judío en la familia.
Todos guardaron silencio, estupefactos,
al tiempo que Lorenzo preguntaba a Tomás, llevándose una aceituna a la boca:
–¿Es verdad eso o no?
–Verdad, creo –contestó Tomás en un
murmullo–, o al menos posible; lo he oído contar. Pero creía que yo era el
único en saberlo.
–No era el único, ya que su hija ha
confesado.
–¿Qué ha confesado exactamente?
–Que sigue practicando ritos judíos,
que están prohibidos, como usted sabe. Que los practica en secreto. Supongo que
alguien le habló de su lejano antepasado.
–¿Quién?
–No nos lo ha dicho. Es uno de los
puntos que el proceso intentará esclarecer. Quizá llevaba el mal en la sangre,
desde que nació.
–Pero ¿qué ritos son ésos? –preguntó
de pronto María Isabel–. ¡Es la primera vez en mi vida que oigo tal cosa! –Y
volviéndose hacia su marido le preguntó–: ¿Es por parte tuya o mía?
–Mía –contestó Tomás.
–¿Y nuestra hija lo sabía?
–Parece que sí –dijo Lorenzo.
–¿Sabía –prosiguió la madre, muy
agitada– algo que ocurrió en nuestra familia hace más de un siglo y yo
desconocía? ¿Y no me dijo nada? ¡Vamos, no puede ser!
–Sí puede ser, señora, y es. El de
su hija no es el único caso extraño que hemos de analizar. Yo mismo he
examinado con lupa el de su hija. Se la interrogó según las instrucciones del
tribunal. Aun así, no todos los detalles han sido aclarados. Le repito que no
es seguro que supiera lo de su antepasado. Es posible que haya conocido a
alguien bajo cuya influencia se convirtiera.
–¿Se convirtiera al judaísmo?
–Casos así ha habido, y aún más
sorprendentes. Por eso ha de sometérsela a un proceso, en el que volverá a ser
interrogada y que decidirá su suerte. Le repito que ha confesado practicar
ritos judíos, no comer cerdo y otras cosas...
–¡Pero es que a Inés no le gusta el
cerdo! –exclamó Ángel–. ¡Nunca come!
–Eso es lo que ella decía, a ustedes
y a sus amigos. Está claro que les mentía.
–Pero ¿dónde se supone que ha
aprendido esos ritos? –preguntó Bilbatua–. ¿Quién se los ha enseñado, quién la
ha apartado de nuestra fe? Mi mujer acaba de decírselo: ella nunca salía de
aquí.
–Su casa es grande, está abierta a
todos, trabajan muchas personas y se ven forasteros a diario. Ponzoñas de todo
el mundo circulan aquí libremente.
–Mi hija –dijo Tomás– no podía
confesar algo que ignoraba.
Lorenzo se mostró de acuerdo en este
punto. Algo debía de saber, de un modo u otro. Resulta difícil creer que por
mera filiación, por remoto parentesco, se transmitan el conocimiento de ritos
prohibidos y la inclinación a practicarlos. La sangre, que se sepa, no arrastra
de tan lejos las creencias.
–Por todo ello –añadió– debemos
continuar, buscar cómplices. Puede que al final no sea nada grave, pero Dios,
pónganse en nuestro lugar, Dios no nos perdonaría dejar pasar la ocasión de
descubrir, con un poco de suerte, toda una secta de enemigos de la fe.
Álvaro se inclinó de pronto sobre la
mesa y preguntó a Lorenzo:
–¿Han sometido a mi hermana a la
cuestión de tormento?
–Naturalmente –contestó
al punto el fraile–, como a todos los sospechosos.
Un estremecimiento de horror sacudió
a los comensales. Aquellas palabras traían a la memoria siniestros relatos de
antaño y no se pronunciaban sino en voz baja. María Isabel tomó su servilleta,
la retorció violentamente entre las manos y preguntó a Lorenzo:
–¿Han torturado a mi hija?
Ángel alargó la mano para calmar a
su madre, que parecía desfallecer, mientras Lorenzo corregía:
–Le han dado tormento, una sola vez,
el tormento ordinario.
Eso significaba que
habían interrogado a Inés con métodos que no causaban la muerte, efusión de
sangre ni quebranto de miembros. Goya, que sentía un gran desasosiego desde que
se sentaron a la mesa, pidió al inquisidor auxiliar que fuera más preciso. ¿En
qué consistía el tormento? ¿La garrucha? ¿El agua? ¿El potro?
–La garrucha, simplemente –dijo
Lorenzo–, y solo duró unos minutos. Confesó muy pronto.
Prolongar mucho el tormento de
garrucha impedía respirar al reo y podía provocarle la muerte por asfixia. En
los archivos se conservaban expedientes de casos así, que Lorenzo conocía, pero
se cuidó de mencionarlo.
–¿Lo presenció usted? –preguntó
Bilbatua.
–No, eso no es de mi incumbencia.
–¡Pero yo creía...! –dijo Tomás–,
¡todo el mundo creía que esos procedimientos fueron abandonados hace mucho!
–Así es –dio Lorenzo–, pero la
situación de la Iglesia en estos momentos nos obliga a retomarlos.
–¿Por qué? –preguntó Álvaro.
–Porque ante la oleada de errores
sangrientos que nos llega de Francia, y la epidemia que nos amenaza, que nos
invade incluso, debemos más que nunca buscar y afirmar la verdad.
María Isabel dejó la servilleta en
la mesa y con voz súbitamente empañada preguntó:
–¿Piensa usted que mi hija
constituye una amenaza para la Iglesia?
–Es posible. Ella y sus cómplices.
No podemos descuidarnos. Si son ustedes buenos cristianos, lo entenderán.
–Explíqueme una cosa –dijo Álvaro–:
¿cree [su paternidad] que esos métodos llevan a la verdad?
–Necesariamente.
–¿Y por qué está tan seguro?
–El tormento es la piedra de toque
de la verdad. No conocemos nada mejor.
–Díganos por qué –pidió Goya.
–Es muy sencillo.
Desde su vuelta del monasterio,
donde había tomado aquella decisión suya, el espíritu de Lorenzo se había a la
vez recogido y dilatado; recogido, pues había sofocado su curiosidad profana,
conjurado toda veleidad liberal, filosófica o científica procedente de Francia
o de cualquier otra parte, y se había ceñido a la fe católica tradicional con
rigor y aun con arrebato; y dilatado, pues dentro de esta fe, que podía parecer
una cadena, hallaba acentos nuevos, caminos insospechados, ideas y visiones que
a veces hasta a él mismo lo sorprendían.
Por eso aquel día, sin sospechar que
su carrera inquisitorial, que tan brillante se prometía, pronto iba a
frustrarse, defendió con elocuencia y ardor las excelencias del tormento como
prueba cierta de la verdad. ¿Que por qué? Porque los inocentes nunca confiesan.
Dios, arguyó, por medio del tormento (que algunos necios consideran cruel), les
da alientos para resistir el sufrimiento hasta el final, y por eso es un don de
Dios.
–Los limpios de corazón –prosiguió–
no temen el tormento. Lo resisten fácilmente. El dolor es la clave del alma, y
si no lo comprendemos así, erraremos el camino. Cristo es la verdad suprema,
como sabemos, la verdad y la vida. Ahora bien, cuando lo vemos clavado en la
cruz, ¿qué imagen ofrece? La de un hombre que sufre, pero que sufre en la
verdad.
Todos lo escuchaban en silencio,
pensando acaso que para defender así la tortura debía de haber perdido el
juicio. Sí, él podía dar esa impresión, pero su discurso no dejaba de ser
riguroso y coherente.
–Pensemos –siguió– en el caso de los
no inocentes, como su hija. El tormento los lleva a confesar sus pecados y
errores, y esa confesión, se lo aseguro porque lo tengo comprobado, les infunde
al momento una gran paz, una gran serenidad interior. El tormento fortifica el
alma, eleva el espíritu, es una merced de Dios y por ello debemos estarle
agradecidos, seamos o no culpables. Compréndanlo: el tormento permite a los
culpables desahogarse, pues al confesar se liberan de lo más pesado: el pecado.
Y a los inocentes que no confiesan les salva la vida.
Los entrantes seguían en la mesa.
Lorenzo era el único que los había probado. Tras oír este retórico y en
apariencia inapelable elogio del tormento, y no sin evidente torpeza, Goya
quiso aligerar el ambiente.
–Eso no tiene ni pies ni cabeza
–dijo a Lorenzo–. El tormento no demuestra absolutamente nada. ¡Yo, bajo
tortura, confesaría lo que fuera! ¡Que soy el sultán de Turquía!
–No –le dijo Lorenzo–, no lo
confesaría.
–¡Ya lo creo! Con tal de no sufrir,
me conozco bien, confesaría lo que fuese.
–Nada de eso.
–¿Cómo que no?
–Goya, dígame la verdad: pese a lo
que dicen de usted, yo estoy seguro de que, en el fondo de su corazón, teme
usted a Dios. ¿Me equivoco?
–Es verdad, temo a Dios como todo el
mundo.
–Pues bien, ese temor de Dios, en
caso de que lo sometieran a usted a tormento, por los motivos que fueran, le
impediría confesar en falso. La gracia de Dios sería con usted.
–¿Y si el dolor me trastornara y no
supiera lo que me digo?
–Goya, óigame y créame. Tenemos
experiencia en estas cosas. Si es usted inocente, Dios le dará fuerzas para
aguantar el dolor.
Se hizo un silencio, en el cual
podía oírse a María Isabel sollozar con la servilleta puesta en la boca.
–¿Está usted completamente seguro de
lo que dice? –preguntó al cabo Bilbatua.
–Sí, estoy seguro; si no, no lo
diría.
–¿Nunca ha dudado de nada?
–Sí, claro que he dudado, como es
natural, y me he preguntado muchas cosas. Pero de un tiempo a esta parte esas
dudas se han disipado y se ha hecho la luz. Ya no dudo. Cristo me ha revelado
su verdad, como a santo Tomás, y ya no me abandonará.
–Permítame, hermano Lorenzo –dijo
entonces Bilbatua–, que le haga una pregunta: ¿a usted lo han interrogado
alguna vez de esa manera?
–¿A mí?
–Sí, a usted, ¿lo han expuesto
alguna vez a la cuestión de tormento?
–No, nunca.
–Aún no se ha dado el caso, ¿verdad?
–No.
Bilbatua respiraba con celeridad y
reflexionaba. Tomó un taco de jamón y se lo tragó de una vez. Goya, que lo
observaba y lo conocía bien, vio en su mirada un fulgor que nunca antes le
había visto, ni aun cuando pintó su retrato; un fulgor sombrío pero vivísimo,
de una fijeza salvaje.
Iba a decirle algo cuando su amigo,
con voz fría y casi inaudible, retomó la palabra para dirigirse a Lorenzo:
–Si lo sometieran a usted a tormento
y le pidieran que confesase algo absurdo, algo disparatado, qué sé yo..., que
es usted un mono, por ejemplo, un mono con apariencia humana..., ¿está seguro
de que Dios le daría fuerzas para negarlo? Bajo tortura, bajos los efectos del
dolor, de un dolor fortísimo, ¿no diría usted: sí, sí, lo reconozco, confieso
que soy un mono?
Lorenzo se quedó mirando a Bilbatua
con una suerte de incredulidad, incapaz de articular palabra, y Goya,
esforzándose por reír, exclamó:
–¡Yo sí lo confesaría, lo confesaría
al momento!
–Tú sí, ya lo sé. Pero ¿usted,
hermano Lorenzo? Se lo pregunto a usted.
María Isabel, que sin duda conocía
aquel mirar fulgurante y feroz de su marido, persona ordinariamente cortés,
risueña y sutil, quiso pararle los pies y le dijo, dando unos palmadas en la
mesa:
–Tomás... Tomás...
Pero Tomás no hizo caso. Seguía
mirando a Lorenzo y esperando respuesta. El inquisidor auxiliar bajó la vista y
se quedó como observando el vaso de oporto que aún sostenía entre los dedos.
Goya procuró de nuevo poner paz y
preguntó a Bilbatua a qué estaba jugando. ¿No veía que esa pregunta no venía a
cuento?
–A
nadie se le ocurriría pretender que el hermano Lorenzo pueda confesar que es un
mono –rezonga.
–A mí, a mí se me ocurre –contestó
Tomás.
Y lentamente se levantó, retiró la
silla y se dirigió a la puerta. María Isabel le rogó que volviera a la mesa; en
vano. Sin responder, Tomás salió del comedor. Su mujer pidió a Álvaro y a Ángel
que fueran a buscarlo, pero ninguno de los dos se movió.
Lorenzo, que había levantado la
vista, miraba a unos y otros, particularmente a Goya, que creyó leer en sus
ojos un reproche, el reproche de haberle tendido una trampa.
Transcurrieron varios minutos en
medio del embarazo general. María Isabel, visiblemente azorada, ofreció a
Lorenzo unas anchoas que calificó de deliciosas. El fraile ni las miró ni se
molestó en rechazarlas. Ella le preguntó de nuevo por Inés, y él no respondió
sino con pocas palabras: estaba bien, muy bien. Lorenzo empezaba a ponerse
nervioso. María Isabel llamó a los criados tocando una campanilla, pero nadie
acudió. Preguntó entonces a Goya en qué estaba trabajando. La pregunta pilló
desprevenido al pintor, que no supo qué contestar y sólo balbució unas sílabas.
En eso se levantó Álvaro, salió del comedor y al rato volvió y se sentó de
nuevo sin decir una palabra.
Entonces entró Tomás Bilbatua. Traía
un papel en el que había escrito unas líneas.
–Tenga. Lea y firme –le dijo a
Lorenzo, dándole el papel.
–¿Y esto?
–Es su confesión.
–¿Cómo dice?
–Voy a leérsela. Luego firmará.
–Bilbatua se acercó el papel a los ojos y leyó–: «Yo, Lorenzo Casamares,
reconozco y confieso que, pese a mi apariencia humana, soy en realidad un cruce
de padre chimpancé y madre orangután. Y añado que he puesto todo mi empeño en
ingresar en el Santo Oficio con el fin de comprometerlo y destruirlo». Y ahora
firme. –Y le tendió pluma y tintero–. Firme.
A todo esto María Isabel, muda de
espanto, miraba aquí y allá como si mil demonios hubieran irrumpido a gritos
por las ventanas. Goya se puso de pie y preguntó a Bilbatua si es que estaba
borracho o loco.
–Tú no te metas, Francisco –le dijo
el comerciante, que seguía tendiéndole el papel al dominico–. Esto es asunto
mío.
El hermano Lorenzo se levantó
despacio, frunciendo el ceño como si tratara de asumir una circunstancia
inaudita e incalificable. ¿Qué hacer? En nada podían ayudarle los libros de
consejos para uso de confesores. No recordaba un solo precedente de lo que allí
estaba ocurriendo. Bilbatua sabía desde luego que no podía permitirse tamaña
insolencia con un miembro de la Inquisición. ¿Habría enloquecido de verdad,
como decía Goya, a causa, por ejemplo, de la inexplicable reclusión de su hija?
Y si así era, ¿cómo debía él comportarse?
–Firmará, ¿sí o no? –instó Tomás.
–Escuche...
–No escucho. ¿Firma o no?
–Tomás Bilbatua, ¿cómo pretende que
firme eso? ¡No lo haré y usted lo sabe! ¡Basta de bromas, por el amor de Dios!
–Dios no pinta aquí nada esta noche.
Está ausente, ¿qué le parece? No ha venido. Yo lo invité, pero estaba ocupado.
Me pidió que se lo dijera.
–Pero ¿qué estás diciendo? –preguntó
Goya.
–¡Tomás, calla! –dijo María Isabel
con una voz cascada, extrañamente afónica–. ¡Calla!
–¿Conque no firma?
–No, no firmo... ¡Claro que no!
Bilbatua hizo entonces una seña a
sus hijos y éstos salieron de la estancia como si ya supieran lo que debían
hacer. Por dos puertas distintas entraron entonces tres sirvientes y Tomás les
ordenó cerrar los postigos de las ventanas y correr las cortinas. Ellos así lo
hicieron. Lorenzo se dirigió a Goya y le dijo:
–Francisco, sáqueme de aquí.
–Vamos –respondió Goya.
Precediendo al fraile, el pintor se
encaminó a la puerta principal, pero a una señal de Tomás los sirvientes le
cortaron el paso.
–¡Abrid esa puerta! –gritó el
pintor.