Esa noche el ataúd flotaba a la
deriva sobre el océano. La espiral del huracán tenía poder para raptar el alma
del náufrago. Su mejilla apoyada sobre la rasposa madera podía ser la de
cualquiera. Al engendrarse unas a otras, con pulsante exactitud, las olas
ocultaban su rostro con una máscara líquida. No estaba seguro de tener nombre
en tan salvaje travesía. Cada ráfaga helada, seguida de otra y otra, torturaba
su piel o era bautismo para devolverle la gracia divina.
Crestas de espuma, medusas de
tenue aura violeta al rozar sus costados, le indicaban la escasa profundidad de
esas aguas. A cada obligada inmersión, el náufrago descalzo estiraba sus pies,
tanteaba con el derecho en busca de algo firme.
Aferrarse a la pequeña isla
flotante, construida para contener un cadáver, era su única posibilidad de no
estar dentro de ella. Un ataúd que surgió ante él cuando un remolino succionó
al barco. Al erguir su cabeza, escupió agua salada. Surgían arterias de luz en
el horizonte.
De pronto, tras esa blancura
cegadora, vislumbró una silueta quebrada en la distancia. Los ojos le punzaban
por la sal, su cuerpo precipitado a la hipotermia se retorcía. Cada músculo
tenía clavadas agujas de dolor. Braceó cual nadador de mariposa encima de su
balsa improvisada, rumbo a la costa. A intervalos, un brillo tenue rondaba
entre jirones de bruma: la intermitencia de un faro. Salvado por el súbito
perdón del océano.
Su pie se atoró en un espeso
légamo de pólipos y conchas quebradas arrastrado por la corriente antártica.
Por encima, el huracán, nubes cargadas y tijeras de viento. Tantas potencias
llevaron al pequeño resto flotante y al náufrago a una playa.
Al impulsar el ataúd delante de su
cuerpo encontró espuma azul verdosa que le llegaba a las rodillas. Intentaba
regresarlo mar adentro, pero se arrastró por la arena mojada.
Sus entrañas devolvieron al océano
el agua salada. Al recobrar el aliento buscó el ataúd. Giraba en la resaca. Más
allá de la ancha franja de playa, distinguió un bosque. Exhausto, con calambres
en brazos y piernas causados por la helada temperatura, trazó un surco con esa
caja para despojos humanos. Desenterraba pequeños cangrejos que corrían de lado
y escarbaban volcanes en miniatura. Tejía en zigzag una cicatriz en la arena,
borrada ya cuando llegó al bosque de pinos torcidos. Ululaba el viento entre
amasijos de raíces expuestas como dedos enterrados. Recogió ramas arrancadas
por el meteoro para cubrir el ataúd. La oscuridad y lo resbaladizo de la
superficie de madera dificultaban su labor. Terminó de ocultarlo. Destellos del
faro entre el ramaje le permitieron adivinar figuras labradas en la madera.
Destacaba una caracola.
Abandonó su balsa salvadora.
Avanzó tierra adentro. Lloraba y reía. Si un mito separó alguna vez las
lágrimas del dolor y las de la risa, él no pudo hacerlo. La conjura de tanta
materia licuada en su contra lo derribó. Al lanzarse por la borda se zambulló
para alejarse de una amenaza. Aunque al flotar a la luz de las estrellas, en
soledad, tuvo la densa certeza de otra amenaza surgida del oscuro abismo: el
terror y la fascinación de ahogarse. Sobrevivir al naufragio le hizo dudar si
nacía de nuevo o regresaba de entre los ahogados.
Entonces recordó su nombre.
Los párpados de Claudia se
entrecerraron para enfocar mejor una mancha en la claridad de la duna.
Registraba desde el interior de la camioneta la playa deformada. El entrecerrar
los ojos era un juego para ella: todo perdía su contorno y se transformaba en
manchas de colores. Su mirada, al desenfocarse lograba metamorfosis: un gato
podía convertirse en mango; un vaso, en cascada; una almohada, en nube. El
cielo sugería el interior de una gigantesca concha de ostión con franjas
rosáceas. Luego la silueta perdió su forma de orca y se redujo hasta ser un
hombre semienterrado en la arena. Estiró su índice cubierto con un guante
tejido:
–¡Papá, mira!
Jaime enfrenó, al descubrir lo que
le señalaba su hija. Cauteloso, sin apagar el motor, propuso volver a casa y
reportarlo. Pero Claudia ya abría la portezuela.
Apenas bajó, corrió hacia la
figura tirada. Observó un instante al hombre. Traía una camiseta desgarrada con
rayas horizontales y pantalón de campana negro: en definitiva un marino. Jaime
llegó a su lado, le intranquilizó ver aquel cuerpo, parecía un cadáver. Ordenó
a su hija volver al vehículo, pero ella insistió en ayudarlo.
–Podría estar muerto –advirtió
Jaime.
La niña permaneció inmóvil. No iba
a retirarse.
Al voltearlo Jaime pudo verle el
rostro quemado por el agua salada. El hombre llevaba barba, tenía sangre en la
ceja derecha, la sal seca había cortado sus labios.
Se inclinó para percibir si surgía aliento de ellos. Claudia dijo con
inocencia:
–No está muerto.
Algo leve, casi un silbido rítmico
se escuchaba desde los labios del marino. Jaime miró a su hija; su afirmación
era cierta.
Encima de sus cabezas, algo
semejante al bramido de lobos alados provocó en la cresta de la duna una
pulverización arenosa. La pequeña nube alertó a Jaime: volvía a acelerarse el
ojo del huracán.
Porque todo lo que ocurre sirve al
destino, Jaime subió al hombre inconsciente a la parte trasera de la camioneta
y lo cubrió con una lona que ató a los costados. Claudia observaba desde la
ventanilla posterior. La lluvia latigueaba
en ángulo de cuarenta y cinco grados. Ella entrecerró los ojos y el bulto
cubierto se convirtió en una isla.
La casa de madera, con techo a
cuatro aguas y un solo piso, se elevaba metro y medio sobre la arena, en
sistema de palafito. Al pórtico se llegaba por escalones. Bajo un cobertizo, la
camioneta quedó resguardada. La edificación provenía de los felices años de la
década de 1950; su deteriorada mutación, del siguiente siglo. El huracán la
rodeaba con tambores del viento. Todo en las casas
costeras es doble o triple.
Todo debe ser cubierto y recubierto. El poliuretano de las juntas se pulveriza,
las tablas son perforadas, un cable erizado de púas, al torcerse, puede borrar
una fachada, las tejas vuelan como naipes. Sin embargo, esa casa clepsidra
contradecía a la ventisca o era perdonada por ella.
Absolver, disolver es tarea del
agua.
Jaime metió el cuerpo desnudo del
marino en la tina llena con agua tibia y usó la regadera. Permaneció
inconsciente, mientras lo lavaba el chorro a presión. Un pescado antes de ser
triturado.
Envolvió el cuerpo lleno de
moretones y rasguños rojizos, la sábana parecía un sudario manchado. Claudia
aseguraba los batientes en cada ventana; vigilaba con grandes ojos color miel
cuando su papá cruzó la estancia. Llevaba la carga sobre los hombros: un
combatiente herido en la batalla marina. Pesaba. Luego de dejarlo caer sobre la
cama lo acomodó lo mejor que pudo y salió.
Acostado, el marino dormía. Un
vendaje cubría la herida de la ceja. Desde la estancia, Claudia lo observó con
curiosidad. Las ventanas, selladas, vibraban al sordo empuje exterior de la
tormenta.
–Apenas se pueda hay que llevarlo
a un hospital.
La niña le hizo señas a su papá
para que guardara silencio. El malherido reposaba. Entrecerró la puerta.
Sentado frente al restirador, ante
el blanco papel de dibujo, rodeado de plumones y pinceles, iluminado de manera
espectral por la fría lámpara, Jaime se sirvió ron en un vaso. Cajas de cartón
en diferentes tamaños anunciaban la inminente partida de padre e hija. El
próximo abandono de esa casa casi vacía de mobiliario y cuadros en las paredes.
Claudia
intentaba captar cualquier canal en la tele. No logró
ninguna imagen. Buscó en una caja abierta, advertida por Jaime: el desorden de
sus videos sería su sentencia para dejarlos ahí. Se apresuró a poner Veinte mil leguas de viaje submarino,
disgustada ante la rapidez con que su papá bebía. Jaime alzó el teléfono para
comprobar si había línea, pero estaba muerto. Dejó caer la bocina con fuerza.
El camino que podía sacarlos de la zona seguía inundado. Maldijo en voz alta:
vivir junto al mar era una mierda.
Minutos más tarde dormitaba sobre
las viñetas de una historia sin terminar, reducido el nivel de la botella de su
fiel compañero, el ron Varadero blanco.
En la pantalla un siniestro
calamar gigante elevó sus tentáculos sobre la cubierta del submarino Nautilus, atacando al capitán Nemo.
Audaz, Kirk Douglas lo salvó de ser succionado por terribles ventosas. Imágenes
deslavadas del VHS visto decenas de veces, herencia de su mamá, que siempre le
decía: «es bonito vivir junto al mar». Envuelta en su pijama, cubierta por una colcha,
Claudia se durmió, descendiendo al sueño del submarino. A la media noche el
video paró en automático. Silbantes sonidos del viento se colaban por
milimétricos intersticios.
En otra habitación de esa casa
sitiada, el marino abrió los ojos rodeado de oscuridad y silencio, aunque un
rumor externo le pareció la voz de Circe, maga desnuda, cantando para
convencerlo de hundirse para siempre en el fondo de sí mismo. Cerró los ojos.
En la madrugada el viento amainó.
Amanecía en el golfo de México, curva de caracol que inicia en Yucatán y se
amplía hasta Florida. De la bruma surgía la casa. Desde adentro, Claudia abrió
los batientes de una ventana. Sobre la barra de la cocineta, introdujo naranjas
partidas en el exprimidor. Sabía por su colegio que el océano contiene volcanes
que arrojan fuego bajo el agua, que modela penínsulas, bahías, costas, aunque a
veces las transforme a golpes de tsunamis.
Recordó lo que le contaba su mamá. Si se cambiara el océano por plomo, se
enfriara y se cortara para extenderse moldeado sobre una llanura de Saturno,
veríamos su lado oscuro, como el desconocido de la luna. Cada cáscara exprimida
era molde de un continente nuevo.
Por la puerta hinchada de humedad
salió Jaime, crudo y entumecido, con más resaca que el mar. Aunque nublada, la
luz lastimó sus ojos se cubrió con la mano al rodear la casa. Ramas de pinos y
hojas de palma arrastradas por la ventisca, red entre la techumbre y la base,
camuflaban al palafito como para la tercera guerra mundial.
Al abrir sus ojos, el marino encontró
tan iluminado el lugar que parpadeó varias veces. Era un cuarto de tablas
descoloridas. Olía a limpio. Trató de ubicar dónde se encontraba, le parecía
regresar desde un distante país de lotófagos. Apenas si podía moverse. Le
punzaban las pupilas cuando Claudia se acercó con el vaso de jugo en su mano. El marino esbozó una sonrisa. Con delicadeza,
la niña le ayudó a levantar la cabeza, y él bebió sediento. Volvió a
rendirse al sueño.
Ante sus dibujos, donde tomaban
caminos distintos su mano y su corazón, Jaime añadió ron al jugo y dio un trago
a la mezcla, entre gestos de asco lo vació de golpe. Al volver Claudia de donde
se recuperaba quien tenía la dudosa dignidad de náufrago, su papá quiso saber
si había recuperado el conocimiento y si pudo hacer que bebiera. Poniendo el
vaso en el fregadero, Claudia asintió.
–Un poquito. No dijo nada, se
volvió a dormir.
Mientras cepillaba su pelo húmedo,
enfundada en pantalón de mezclilla, zapatos tenis y un grueso suéter, Claudia
abrió la ventana.
La luz iluminó una postal
maltratada y vieja, enviada desde Brownsville, Texas, firmada con un: «Te
quiere tu mamá, Arcelia». Colgaban, de tiras de masking, dibujos pegados al muro. Ballenas entre ondulados trazos azules, sirenas de melena morada. Al
lado de su cama había tres maletas colmadas, una permanecía abierta y en
ella se podía ver ropa de la niña y su muñeco articulado: un Pinocho de madera.
Tras el vidrio esmerilado por el
continuo frotar de la arenisca, Claudia observó el largo camino. A lo lejos,
bajo un poste inclinado y cables colgantes, se acercaban un oficial de marina,
en largo impermeable amarillo, y dos marinos con rifles colgados al hombro,
gorros y polainas blancos sobre su uniforme azul.
En la otra recámara, Jaime
revisaba el vendaje sobre la frente del marino, quien parecía dormir en lo
profundo de su endeble cuerpo. La escuchó:
–¡Papá, vienen unos infantes!
El otro entreabrió los ojos, alzó
la mano y empuñó la de Jaime. Sus miradas se cruzaron y Jaime percibió un
zumbido en sus oídos. Parecía el efecto de cuando se coloca un caracol marino
sobre la oreja. Al salir, Claudia esperaba en la puerta de su recámara y le
lanzó miradas de súplica.
–No digas que lo encontré en las
dunas... todavía está malito.
Su hija se puso un dedo sobre la
boca para pedirle silencio. Con el peso de una influencia no entendida del
todo, en simple tránsito a la puerta, de modo insondable, Jaime decidió por el
momento aplazar cualquier aviso del tercer habitante en esa casa.
Dejando huellas en el lodo, los
tres uniformados llegaron al límite del primer escalón. Jaime esperaba, con la
cabeza bajo la capucha verde de su chamarra, cruzando los brazos por el frío y
dándose golpecitos. El teniente saludó. Acento costeño, combinado con el del
norte. Preguntó si estaban bien, si podían ayudarles en algo. Jaime contó su
intento de irse con su hija al puerto, al pasar el ojo del huracán. Imposible,
la marisma inundaba el camino. Seguía así, explicó el oficial, ellos arribaron
en lanchón a la playa. Quizá en dos días se podría pasar.
El teniente vio algo a espaldas de
Jaime; tras la cortina entreabierta, se asomaba una niña delgada de cabello
castaño claro, quien le sonrió. Prosiguió su reporte. Las ráfagas tumbaron el
transformador de la refinería, el teléfono muerto iba a tardar en revivir y lo
mismo la luz. Jaime dijo que para eso contaba con un pequeño generador de
gasolina; luego indagó:
–¿Problemas
con la navegación? ¿Algún naufragio?
Mientras se acomodaba su gorra
blanca con visera, el teniente dijo que ningún guardacostas había reportado
naves desaparecidas. Aunque el huracán Katrina había pegado duro, pues Nueva
Orleáns se encontraba sumergida. Si necesitaban algo o querían ser
transportados al puerto, patrullarían toda la mañana a lo largo de la playa.
Luego de dirigir un saludo militar
a Claudia, quien sonrió tras el vidrio y contestó pegando sus dedos a la
frente, el teniente y sus marinos se alejaron.
Incorporado y muy atento, el
marino se recostó y fingió dormir. Segundos después entró alguien y sintió la
presencia. Quien fuera lo tocó levemente. Como si despertara, abrió sus ojos.
La niña lo observaba sin parpadear. Niña con la belleza justa, sin quebrarse
sus ojos curiosos.
Entró aquel cuarentón, rasurado,
pelo negro largo, sudadera que decía «Oakland Raiders», con la cara impresa de
un pirata y su parche sobre un ojo; acercó una silla para sentarse a su lado.
Le preguntó su nombre. Con enorme esfuerzo, como quien revela algo clandestino,
el marino murmuró:
–Llámenme Ismael.
Se hundió de nuevo en el sueño.
Despertó horas después, hasta que la tibieza de las sábanas le avisó del súbito
cambio de clima. Iniciaba el calor.
Sin
entusiasmo, con tiralíneas doble cero, Jaime dibujaba
volutas de una cabellera en el recuadro de su historieta. Interrumpió su labor
y se sirvió un trago. Claudia lo observaba desde la barra comiendo huevos
revueltos que ella misma preparó. Cubierto con una bata que encontró al pie de
la cama, al igual que ropa interior, Ismael salió del cuarto. Durante un
instante, Claudia, Ismael y Jaime se contemplaron. Al parecer, ninguno de los
tres suponía que éste, el náufrago, pudiera levantarse ya. Arrastró los pies en
pantuflas de tela, para sentarse aturdido en el sofá. La niña le ofreció un
plato con comida, él lo colocó sobre sus muslos. Alzó el tenedor y probó un bocado,
con cierta dificultad al tragar. Le cayó bien.
Sin malicia y con enorme
curiosidad, Claudia no dejaba de observarlo.
–Ya sé tu nombre, yo me llamo
Claudia. Mi papá se llama Jaime.
Junto al restirador, en un
rectángulo de corcho, la mirada de Ismael descubrió un grabado en sepia de
1717, donde quiméricos monstruos asediaban a barcos piratas. Colgaban, detenidos con tachuelas, dibujos donde abundaban motivos marinos y
se distinguía a una niña. Ismael señaló con el tenedor, y le preguntó, aunque
ya sabía la respuesta, si ella era la artista. Claudia negó con la cabeza.
–No, mi papá los hace. Son para
cuentos. Los cuentos sí los invento yo, ¿verdad?
Dando generosos tragos, Jaime hizo
gestos de modestia y fastidio. Ismael le pidió de su bebida, ya había consumido
demasiada agua de mar, y ésa enloquecía.
Claudia le acercó un vaso con ron.
Ismael flageló su garganta; tomando aliento, midió sus palabras y sin que nadie
se lo pidiera les contó: navegaban en un barco pesquero; al empeorar el tiempo
buscaron puerto seguro pero el oleaje los alcanzó lejos de la costa. Claudia
escuchaba con gran atención. La brújula reventó por la presión, el sextante
imantado salió volando en busca de algo metálico fuera de la cabina. Al
romperse el timón, la corriente los arrastró al sureste. La amura se sumergía
entre las olas, cuando el mástil se quebró. Crujiendo como si la abriera un
cascanueces gigante, la quilla se rompió y naufragaron. Vio a sus siete
compañeros hundirse. Se aferró a una caja y flotó durante horas.
–¿Una caja es como un ataúd?
–indagó Claudia.
Sorprendido, Ismael asintió. Más o
menos tenían semejanza. Quería saber dónde se encontraba. Bebió otro trago de
ron, en su estado le causaba un poderoso efecto adormecedor. Jaime le explicó:
había arribado a un mundo circular, limitado su perímetro por el Atlántico y el
río Pánuco. Donde surge el sol entre Cabo Catoche, Key West y Cuba, en su
extremo habanero. Si volara, encontraría Nassau o el Mar de los Sargazos.
Estaban un grado abajo del Trópico de Cáncer, en la playa de Miramar.
–La parte más alejada de la playa
–remató Claudia viendo a su papá, quien meditaba si había hecho bien al no
avisar a los marinos que lo habían encontrado. La niña afirmó con sentido
de propiedad: –¡Yo lo
encontré!
Los párpados de Ismael parecían pesarle cada vez más.
–Dudo de que den recompensa por un
pirata, no valgo... nada. Y simplemente naufragué, eso es un accidente, una
coincidencia.
No era lo mismo, Jaime lo
corrigió: un accidente cambia todo, en una coincidencia todo es semejante. Pero
en ambos casos el resultado es similar: el desconcierto. En la euforia que
surgía de la resaca y su regreso a la botella, su voz se convirtió en vinagre.
La debilidad cerraba los ojos del
marino, quien no entendía tanta reflexión. Un naufragio, hasta donde él sabía,
era un naufragio. Se quedó dormido de inmediato, con el tenedor levantado en su
mano.
A Claudia le pareció una extraña y
bella escultura que respiraba.
Esa noche, dormida en su cama,
iluminada por la lámpara puesta de costado en el piso, pues no había más
muebles, Claudia se removía y susurraba.
–¡Allá salta... allá brinca!
En la otra habitación, de golpe,
como quien sale de una pesadilla, Ismael se levantó en la penumbra. Asomó por la puerta entreabierta su rostro,
alumbrado por la cortante línea de luz. Jaime, concentrado, dibujaba.
Por única compañía, su botella. Un extraño pez del grabado antiguo parecía
vigilarlo. De pronto el pez se animó apenas un instante, moviendo las aletas
con aguijones.
El lejano murmullo de la niña, la
ilusión o el real movimiento en el grabado, su memoria cortada desde el
naufragio, mareaban a Ismael. Regresó al lecho, se dejó caer boca abajo
esperando golpear sobre
la madera.
Bajo las
alargadas cabelleras de los pinos, semioculto, yacía el ataúd. Una estrella-araña
sobreviviente, tratando de encontrar el mar antes de asfixiarse en el aire,
paseaba nerviosos tentáculos sobre la tapa labrada.
Un trozo de la proa del barco de
madera, se alzaba en la orilla del mar, rodeado de espuma y semienterrado por
la resaca. A babor y a estribor, en letras góticas se leía: Pequod.