White City

II

Los amigos de Frank «el Trola»

 

 

Así que ahora es otro martes cualquiera por la noche en Goldhawk Road. Voy por la quinta botella de cerveza Staropranem, intentando cogerme un ciego de aquí te espero, pero tengo la cabeza completamente despejada. No se trata de que lo desee, es que necesito emborracharme. Hoy tengo que decirles que les dejo, que se ha acabado, que no ha funcionado, que voy a darles por saco.

Tony el Diamante, Nodge y Colin están todos conmigo, en el Bush Ranger, viendo el partido de los Rangers en la tele por satélite. Hay otras cien caras alzadas, casi todas de hombres. Se ven caras abrasadas de tanto pillar bronce en España, cortes de pelo engominados al estilo francés, bigotes blancos de espuma de cerveza, cazadoras de piloto MA-1. Vaqueros lavados a la piedra, Reebok blancas, pendientes de oro, Ralph Lauren de imitación de algún puesto en el Bush Market. Es todo ropa de sport desenfadada, estilo surfero y zapatillas de diseño de la hostia: Nike Air Max contra las Reebok de la serie DMX 2000. El antro entero huele a cerveza Fosters Ice y loción para después del afeitado Lynx. Me encanta. Es el aroma del hogar.

De los cuatro –eso me gusta creer–, sólo Colin tiene el típico aspecto de forofo de pura cepa. No es sólo la ropa –los pantalones caídos, la sudadera oficial de los Rangers/Wasps, la leve erupción cutánea, huella de viejas espinillas adolescentes, la cazadora manchada de birra– sino la expresión de su rostro. Absorto, pasmado, suplicante. Muchísimo más entregado de lo que debería un tipo de treinta años.

Colin, más que cualquiera de nosotros, vive para esto, para estos momentos, entre la multitud delante de un rectángulo verde, mientras se deciden destinos con malabarismos. Veo cómo le brilla la cara de tensión. Y sin embargo, por un instante, cuando Kevin Gallen tira a portería vacía y envía la pelota dando elegantes botecitos unos cuatro metros y medio más allá del poste izquierdo, Colin aparenta cinco años. Se le crispa la carilla en un gesto de amargura y traición, como si le hubieran infligido deliberadamente un acto de crueldad personal.

Aún tiene las paredes de la habitación cubiertas de arriba abajo de pósters de los Queens Park Rangers, y va a todos los partidos que puede, como ha hecho desde que tenía quince años. Aunque por lo general es el más callado y afable, cuando se calienta se le desmandan por completo las emociones. A veces llora, aunque siempre a escondidas. Colin no ha llegado a alcanzar la indiferencia pública que el resto de nosotros hacemos pasar por vida emotiva.

Ahora mismo mueve la cabeza de atrás adelante en una suerte de acceso de desilusión. A veces me parece que Colin es un poco raro: aún vive con su madre y nunca tiene novia. Pero las emociones que posee las invierte en el mundo al que circunscribe su vida: sus pelis de terror, el ordenador, los amigos, el fútbol. Por un momento me parece que va a echarse a llorar, pero por suerte se vuelve y hurga taciturno en la bolsa de patatas fritas. Walkers Double Crunch Chilli.

No consigo meterme en el partido. No consigo que me importe. Llevo todo el día pensando en Veronica. No, llevo todo el día pensando en mí mismo y preguntándome por el efecto que les causará a ellos lo que voy a tener que decirles. Me siento como si estuviera en una bolsa de aire, observando toda esta escena palpitante desde el interior de una burbuja. Veo el rostro de Tony en un primer plano, un perfil distorsionado que se levanta para salir al encuentro de la pantalla.

Tony –Anthony Diamonte, también conocido como Tony el Diamante o TD– se está partiendo de risa. Tony siempre es quien ríe más fuerte de los cuatro, pero esta vez, decidido a competir con el resto del local palpitante, ha subido el volumen. Siempre quiere ganar en todo, incluso cuando no hay nada en juego. Está medio levantado de la silla y le hace un gesto de pajillero a Gallen, que ha caído de rodillas y se cubre los ojos con las manos. Los focos del estadio proyectan cuatro sombras del jugador. La risa de Tony, en este momento, es desdeñosa, carente de humor.

En la luz reflejada de la pantalla, su jersey de cuello alto Jil Sander de color crema adquiere una tonalidad pistacho. Debe de estar asado con él, pero se le ve tan fresco, ajeno por completo al asfixiante calor del local. Que está forrado salta a la vista incluso en la penumbra llena de humo. El abrigo negro de tela asargada Mulberry echado sobre sus hombros de jugador de rugby, el traje hecho a medida, los zapatos Patrick Cox, el reloj Oris Big Crown Commander. Incluso su cara indica que está forrado, con esa pinta de pijo europeo: la tez aceitunada y la melenita morena, la dentadura reluciente que forma una sonrisa perfecta. Nadie pensaría que no es más que un peluquero –perdón, estilista– de Shepherd's Bush; cualquiera pensaría que es torero, o un glamuroso figurante en una película italiana de arte y ensayo.

A las mujeres les encanta Tony. Les trae sin cuidado que todo sea falso: el bronceado, el estilo, la sonrisa. Es guapo, supongo. Eso tengo que reconocerlo. Por mucho que mienta a los demás –y miento, miento– intento ser sincero conmigo mismo, aunque me resulta difícil, no sé por qué.

Tony tiene una pinta muy sofisticada, a pesar de que no es más que un gamberro, como el resto de nosotros. Más aún, en realidad, porque, pensándolo bien, yo no soy un gamberro en absoluto y Nodge y Colin tampoco. Hace años que la mayoría de los aficionados al fútbol de por aquí dejaron de ser gamberros. Leen libros de Irvine Welsh y escuchan la emisora FM Clásica, luego fichan en la imprenta o en el almacén de alfombras. Ya nada encaja en este mundo. Yo con mi licenciatura, Tony con sus trajes de mil libras, Nodge y sus libros imposibles de leer. Un taxista enfrascado en la lectura de Rohinton Mistry, no me jodas... Todo se ha vuelto híbrido, atomizado.

Pero Tony, a pesar de toda la pasta, es –y no quiero que se me malinterprete, es un colega y lo adoro– Tony es...

La palabra que me viene a la cabeza es cruel.

No, cruel no es correcto. Eso implica alguien que disfruta haciendo daño a los demás, y Tony no es así. Sencillamente no le importa hacer daño si se cruzan en su camino. No se trata de nada personal. Es sólo que está convencido de que hay cosas más importantes que no herir los sentimientos de los demás. Es muy poco inglés, supongo, pero, bien mirado, Tony no es inglés. Es siciliano, o al menos sus padres lo son. Detesta que se lo recuerden. Colgados del cuello lleva la mano y los cuernos para mantener a raya los malos espíritus. Oro macizo.

Sea como sea, cuando llegas a conocerle te das cuenta de que todo es pura fachada y que, en el fondo, es un buen tipo. Supongo que debe de serlo, porque de otra manera no sería colega mío.

Y es mi colega, mi mejor colega. Te tronchas con él. Hace que ocurran cosas. Es un ciclón. Y siempre ha estado ahí. Ni remotamente desde hace tanto como Colin, pero sí tanto como Nodge. Deben de haber pasado unos quince años a estas alturas.

Me vuelvo hacia Nodge. La Staropramen empieza a surtir efecto, apartándome del gentío en vez de hacer que me integre. A Nodge le asoman los labios igual que si acabara de morder un limón, pero por lo demás no se ha movido ni un ápice. Se caracteriza por esa economía de movimiento. No cambia nunca de postura si no es necesario, igual que si estuviera plantado, como si tuviera un derecho perpetuo al espacio exacto que ha ocupado y nadie fuera a cuestionarlo.

Su cara causa la misma impresión. Más bien gorda, pastosa, toda aglutinada en el centro, levemente convexa, como si alguien le hubiera pegado un puñetazo y se la hubiera hundido hacia dentro, dejando un reborde grande y blando en los márgenes. Da la impresión de estar protegida por su perímetro, una zona de seguridad todo color rosa, pelo y papada. Es una cara inamovible, dispuesta a mantener el tipo. Una cara testaruda a la que no resulta fácil provocar. En mitad de la misma, más bien a baja altura, igual que una oruga gorda y dormida, tiene una larga ceja a lo Liam Gallagher, una línea continua de pelo tupido por encima de los ojos.      

La expresión resulta familiar: juicio crítico y censura. Sugiere que él personalmente no perdonará nunca a Gallen por su transgresión, que ya le ha dado oportunidades suficientes en el pasado. Nodge se toma el fútbol de manera muy personal, casi moral. Como si Gallen no hubiera cometido simplemente un error sino que hubiera hecho algo malo. Aun así, Nodge prefiere fingir que no le importa mucho, que es muy maduro para cosas así. No es tan importante para él como para Colin, pero le importa, que no quepa la menor duda.

Baja las manos y se levanta un par de centímetros los vaqueros negros de lona Next, un tic nervioso desarrollado tras toda una vida de que su madre le dejara los bajos de los pantalones demasiado largos. Nodge siempre va vestido de negro, gris o, en ocasiones festivas, marrón chocolate. Se considera un tipo práctico. Con Nodge todo es Timberland, Gap Essentials, Stone Island, botas de leñador CAT y cazadoras acolchadas.

Pronuncia tres palabras, a un volumen normal, puntuando cada una de ellas con un dedo apuntado hacia la figura desplomada de Gallen en la pantalla gigante.

–No. Es. Aceptable.

Eso está bien. Podría ser el lema de Nodge. Debería hacer que se lo grabaran encima de la puerta.

Quedan dos minutos de partido y los Rangers pierden por uno a cero. Es importante, supongo, que ganemos, o al menos que empatemos, y sin embargo, de repente me asalta una idea extraña e inquietante: ¿por qué? De un tiempo a esta parte vengo teniendo cantidad de pensamientos extraños, quizá se trate de una crisis de los cuarenta adelantada, aunque supongo que la treintena es un poco pronto para eso. Es como si mi vida ya no encajara.

¿No encajara con qué? Igual resulta que el alcohol me está afectando más de lo que creía.

Sin embargo, bueno, tampoco es que ninguno de los jugadores del equipo sea de Shepherd's Bush, como lo somos nosotros, o alguna vez lo fuimos. El terreno de juego está ahí, eso desde luego, pero los jugadores son mercenarios, aventureros. De modo que, ¿por qué nuestras emociones van en cierto modo unidas a esos once fracasados que no dejan de menearse? Y mientras pienso en mí mismo pensando ese pensamiento prohibido, también empiezo a pensar: no tiene importancia. En realidad, no podría importarme menos.

Vuelvo a centrarme en el partido de fútbol. Nigel Quashie lanza un pase alto con ciertas posibilidades al interior del área. Gallen lo recoge y luego la caga, pero se las arregla para devolver la pelota torpemente a Quashie, que la recoge con el empeine y la eleva de un puntapié. El árbitro consulta el reloj. Gallen se adelanta y aguarda el descenso del balón. En un solo movimiento, se lanza hacia arriba, invierte su posición en pleno vuelo, empalma la pelota con la cabeza en el suelo y los pies en el aire y en una chilena perfecta se la cuela al portero por la escuadra desde unos nueve metros.

El Bush Ranger entra en erupción. Nodge me abraza, Tony me da un beso, Colin baila eufórico. Todos los rostros del pub se han iluminado por un breve instante, durante ese tremendo momento todos nos amamos con la intensidad del sodio al arder. En estas ocasiones tan maravillosas como poco frecuentes, ser un colega, tener tus colegas... no hay nada mejor. Se derrama cerveza por el suelo, volcada en pleno éxtasis. En la pantalla están haciendo lo mismo, cinco miembros del equipo con camiseta azul y blanca se abrazan y se besan en perfecta alegría.

Resuena una leve nota procedente del altavoz a un lado de la pantalla, el pitido que indica el final del partido. Estamos a punto de seguir con la celebración cuando un murmullo recorre el pub entero. Aunque el árbitro ha pitado el final parece ser que el encuentro continúa. Gallen levanta los brazos en un gesto furioso. Los jugadores de los Rangers están rodeando al árbitro. Poco a poco vamos cayendo en la cuenta de que lo que se había señalado era un fuera de juego, y no el final. Se cierne sobre el local un manto de incredulidad. Las energías del amor y la conquista lo abandonan camino de la fría calle. Se levanta un lamento en tonos graves. En la repetición de la jugada se aprecia que Gallen estaba fuera de juego por más de cuatro metros.

Continúa el partido y diez segundos después suena el auténtico pitido que indica el final. Ahora todos estamos a un metro largo de distancia unos de otros, separados por el aire cargado de humo igual que si fuera una valla protectora. Colin parece haberse venido abajo un tanto; no habla. Tony apunta hacia la pantalla con un cacahuete, se lo coloca entre el índice y el pulgar y lo lanza: rebota en la superficie y cae sobre la moqueta de color avena. Nodge no ha perdonado a Gallen y aplasta la lata de cerveza vacía con la mano. Murmura repetitivamente como si algo se le hubiera quedado atascado dentro.

–Inútil. Gallen. Inútil. Gallen.

Estoy decidido a contárselo todo esta noche. Es cuestión de encontrar el momento adecuado. La imagen mengua, desaparece. En el local ha dado comienzo una suerte de autopsia.

–El mismo cuento de siempre. Sencillamente no son capaces de resolver.

–La defensa es un puto desastre. Steve Morrow, vaya gilipollas. Los otros deberían haber marcado dos o tres más. No despejamos, jugamos a tientas. La cagamos. Hacemos el pardillo.

–Habría que vender a Gallen, como una patata caliente.

–Soltarlo, querrás decir.

–¿Qué?

–Las patatas calientes se sueltan.

–Vete a cagar.

–¿Quién coño va a comprar a Gallen?

El asunto sigue así durante varios minutos y luego Tony acaba la cerveza y dice en un tono que da a entender que todo está zanjado:

–¿Le apetece a alguien un curry?

–No sé.

–Ando un poco...

–Me apetece algo con un poco de esa bazofia que le echan a la comida china. ¿Ha vuelto a abrir el Jardín Feliz?

–No sé. No.

–Hay un garito nuevo.

–¿Ese hindú nuevo en plan guay?

–Sí. El Dios de las Pequeñas Cosas.

–No se llama así.

–Claro que sí. Es una especie de bar de tapas hindúes. Todo platillos de degustación y tal.

–Qué triste.

–Prefiero un chino.

–Venga, vámonos de aquí –propongo yo.

Ya me he hartado de la masa palpitante de desilusión. ¿Hasta dónde pueden hundirse los Rangers? Una división tras otra. Tony y yo nos dirigimos hacia la salida, Colin y Nodge nos siguen; Nodge vacila, le jode que lo del curry se haya aprobado por mayoría aplastante, pero decide que no merece la pena irritarse.

–Vamos en el taxi, ¿eh, Nodge? –dice Tony–. Es un buen trecho.

Nodge niega con la cabeza. Dice que se ha tomado una birra de más, pero en realidad es su manera de quejarse. Anda mosqueado. A Nodge le sigue apeteciendo ir a un chino, así que no va a llevarnos en su taxi, que está aparcado justo a la salida del Bush Ranger, negro y reluciente bajo la farola. Nodge siempre lo tiene como una patena. Un Metrocab, del modelo más reciente.

Apoyados en él hay dos chavales negros con la capucha calada, la mirada hosca y zapatillas de deporte del tamaño de aerodeslizadores. Encima del capó del taxi de Nodge hay una pinta de cerveza llena. Nodge se dirige hacia allí pero Tony se le adelanta, coge la pinta, la echa por la boca de la alcantarilla y luego, con una sonrisa burlona, le devuelve el vaso a uno de los negros. El tipo lo mira sin acabar de entender y se da la vuelta. Transcurrido un instante, se consultan y pasan por nuestro lado a paso rápido y en silencio. Uno de ellos deja caer un papel y me agacho para recogerlo.

Tony se vuelve hacia nosotros con un bufido desdeñoso claramente audible y luego echa a andar Goldhawk Road abajo. Sujeto el papel entre los dedos y miro de reojo hacia el taxi. Dos hinchas de los Rangers –corpulentos, con tatuajes– se han acercado y miran perplejos el sitio donde estaba el vaso. Nodge lo ve y echa a andar a paso ligero, una zancada por detrás de Tony, mientras masculla entre dientes. Colin y yo tomamos el mismo camino, también a buen paso.

–No era su puta birra.

Tony no dice nada.

–Joder, tampoco es que hubieran causado algún desperfecto.

Nodge levanta el tono un par de decibelios.

–Eso es portarse como un crío.

Tony sigue sin decir nada, pero aminora el paso para dejar que Nodge llegue a su altura.

–Podrías haberles pedido que se apartaran.

Tony está a punto de detenerse y por un momento me da la impresión de que va a disculparse. Sería la primera vez, no sólo para TD sino para cualquiera de nosotros. No nos disculpamos nunca, al menos unos con otros. No me preguntesº por qué. Es una especie de costumbre.

–Deja de darme el coñazo, joder, Nodge, ¿quieres? De todas maneras, no se traían nada bueno entre manos. Seguro que pasan la noche atracando a pringaos. Vamos a zamparnos un curry y a olvidar el asunto. Me parece que ese sitio nuevo es la rehostia –propone Tony.

Ni siquiera vuelve la mirada cuando lo dice, sencillamente sigue adelante. Ha modulado la voz de manera que no suene desafiante sino neutral, arrancando la mayoría de las espinas a las palabras. Eso hace las veces de disculpa en nuestro sistema de comunicación. Nodge se lo piensa un poco y luego lo deja correr. Se muerde el labio. Nodge tiene el labio más mordido de la historia. Parece más uno de esos huesos de goma para cachorros que un labio propiamente dicho. Nadie ha visto nunca perder los estribos a Nodge. Considera que el dominio de sí mismo es vital, una señal de madurez.

Colin parece nervioso. Detesta las discrepancias, y es difícil estar de acuerdo con dos personas a la vez cuando discuten entre sí. Yo sigo en mi burbuja, viendo pasar el Bush. Pubs temáticos irlandeses con pizarras que anuncian el partido de Wexford contra Tipperary; para no perdérselo. El Fab Fish Bar, el cartel del Shepherd's Bush Market en forma de medialuna encima del arco rebosante de bananas, serpentinas de carnaval, guindillas, piñas, una tetera, gatos. Se está oxidando en los márgenes, como la oveja falsa de chapa que decora los pasillos del metro en Bush Green. Las letras SBM anuncian el mercado en un semicírculo suspendido en el aire.

Palpo el papel que ha dejado caer el tipo negro y le echo un vistazo. Es una octavilla mal impresa con el titular: «¿A dónde estamos yendo todos?». Lleva como ilustración el dibujo de una fuente de luz. He visto alguno parecido, metido por debajo de la puerta. Son octavillas de los testigos de Jehová. Típico de Tony: dispara al azar y alcanza a algún inocente.

Ahora caminamos deprisa por Goldhawk Road, a la espera de que el paso del tiempo neutralice la tensión. Intento no pensar en Veronica. Paramos para cruzar la calle; hay un cartel pegado a una valla: «Violadores y pedófilos a la horca». Al lado: «La Tercera Posición. Nada de Jesús con G. Nada de Cristo con K. Respeta la crueldad, no la maldad. Nada de demonio».

Colin se ha parado delante del centro Universal Jeans y mira el escaparate. Calvin Klein, Boss, YSL, Moschino, DKNY, Armani. Por las etiquetas, cualquiera diría que estamos en South Molton Street, pero la ropa es horrenda. Un par de vaqueros en particular son una mierda de mucho cuidado: lavados a la piedra, holgados, asquerosos a no poder más.

–Qué pasada –dice Colin, extasiado.

Colin: no tiene ni puta idea. Tony apenas mira de reojo. Ahora camina al lado de Nodge.

En formación de a cuatro, pasamos a buen ritmo por delante de locales con las ventanas y las puertas entabladas, carnicerías musulmanas, pizzerías, garitos hindúes, lavanderías automáticas, chatarrerías. En el interior de un local no hay más que pósteres de la Meca y un cartel enorme en el que pone: «Bienvenido al maravilloso mundo del Islam».

–¡Alá Akbar! –grita Tony.

–Hay que matar a ese perro infiel cabronazo de Rushdie –dice Nodge, que intenta parecer árabe pero en vez de eso suena como Peter Sellers en su imitación de un culi.

Colin mira sin acabar de entender y luego dice:

–Que le den por culo al Papa.

Colin no sabe quién es Rushdie. Tony sí sabe quién es, pero lo odia y por tanto es un firme defensor de la fatwa. A Tony le gusta Andy McNab, o, cuando le da en plan intelectual, cualquier cosa de James Ellroy, cuanto más retorcida, mejor. La dalia negra es su preferida. Yo sé quién es Rushdie, incluso empecé uno de sus libros, aunque lo dejé hacia la página doce. Una gilipollez. Nodge asegura que terminó Los versos satánicos e incluso que le gustó. Estar metido todo el día solo en ese taxi le hace concebir toda clase de ideas curiosas. Lo que más le gustaría a Nogde es ser listo, pero no lo es. Yo soy listo, pero hago todo lo posible por disimularlo. En Shepherd's Bush es un tanto embarazoso.

Pasamos por delante de una charcutería polaca, un antro libanés de comida para llevar, un garito turco de kebabs, un restaurante caribeño y una sucursal de Dominoes Pizza. A nuestra izquierda, las viviendas aburguesadas del distrito W6.

Un Almacén de Vinos se erige en heraldo del cambio de la geografía económica. Ahora cuelgan de las farolas cestas de flores. Por aquí los restaurantes son bastante molones: el Brackenbury, el Anglesea, un antro vegetariano. Visible unos setecientos metros a nuestra derecha, la urbanización White City, donde Colin sigue viviendo con su madre. En los límites de White City, pero en una ambiciosa zona privatizada de hileras de casas de ladrillo y aldabas de latón, mi casa. Una bonita casa encalada de cuatro habitaciones (dos arriba y dos abajo) por cortesía de Farley, Ratchett & Gwynne.

Tony y Nodge, que siguen delante, se detienen a la entrada de lo que parece un restaurante recién inaugurado. Es minimalista, con forma de cubo, vidrios ahumados y paredes de cemento visto. El local está lleno en sus tres cuartas partes de retratos robot de colaboradores de la BBC soltando gilipolleces por los cuatro costados.

–Aquí es –dice Tony.

–A mí me parece un nido de soplapollas –comenta Nodge.

–Vamos a probar –digo yo.

Colin asiente. Colin siempre anda asintiendo. Es como el tipo ese de los anuncios de frutas Del Monte: él siempre dice sí. Dar la razón es parte de su manera básica de expresión. Es casi un defecto del habla.

Entramos todos y nos llevan a una mesa junto a la cristalera. Enormes mariposas hacen piruetas en mi estómago. Nos traen los menús, pero no de esos estupendos de vinilo rojo al viejo estilo con platos como pollo al curry, murgh aloo y bhindi bhaji a precios de risa, sino algo que parece pergamino con letra delicadamente caligrafiada.

Nos quitamos las chaquetas, las dejamos en el respaldo de las sillas y empezamos a pasar revista. Nodge ya está preparando un buen berrinche. Nodge se queja, Tony provoca, Colin da la razón. Ésas son las pautas básicas. Yo hago un poco de todo. Si tuviera alguna especialidad, sería la de mentir, supongo. Se me da bastante bien.

Nodge se está pillando un cabreo de aquí te espero. Lo veo por el modo en que frunce los labios a medida que va mirando los platos. Se le ponen blancos cuando ve los precios. Los taxistas no ganan tanto como cabría suponer, y es difícil imaginar que Nodge, con ese encanto más bien enrarecido, por no decir inexistente, saque mucho en propinas.

–Vaya sarta de chorradas –dice, lo bastante alto como para que el camarero, que pasa uniformado con una chaqueta ceñida de color negro azabache sin cuello y con cuatro botones cromados, haga una mueca de desprecio.

Me quedo mirando el menú y veo a qué se refiere. «Langosta acariciada por una suave salsa de comino reclinada sobre un lecho de lentejas.» Tony está sentado enfrente de mí con el rostro iluminado. Le encanta este sitio.

–A mí me apetece el kebab reshmi –dice.

Nodge lee la carta con su mejor voz de enterrador. Es sumamente mordaz, este Nodge.

–«Como el satén del que reciben su nombre, estos kebabs de pollo picado constituyen un lujo para el paladar.» –Hace una pausa para que cause mayor efecto y luego repite–: Vaya sarta de chorradas.

Tony no hace el menor caso. Ha adoptado una postura un poco más erguida, por respeto a la formalidad del ambiente. Del mismo modo que Nodge quiere ser listo, Tony quiere ser aceptado y elegante, e ir a la moda. Todos queremos encajar, cada cual a su manera. Quizá por eso me asusta hablarles de Veronica, porque ellos son el lugar donde encajo. Me ayudan a mantenerme en pie, son mi historia.

En otras palabras, no hay manera de librarse de ellos. Tampoco que quiera, ni que esa diminuta parte de mí que piensa quiera. Pero como es natural tengo otras parte. Partes que me empujan de aquí para allá sin palabras.

Estuvo a punto de ocurrir la semana pasada. Casi los mato a todos. Casi los mato a navajazos. No bromeo. Fue Veronica. Ella me llevó a hacerlo, o al menos me llevó a querer hacerlo.