El chico quería a la gente
Su abuelo
había servido a las SS con sincero entusiasmo y mucha confianza en el progreso,
estaba siempre dispuesto a arrimar el hombro y no era uno de esos abuelos
gandules que se quedaban sentados detrás de su escritorio, que sellaban de vez
en cuando un documento y a las cinco corrían a reunirse con mujer e hijo, sino
todo un caballero experto en el trabajo de la muerte, sin importunar con ello a
su familia. Había sido un hombre para quien palabras como «honor» y «lealtad»
aún significaban algo, un hombre con unos valores morales, con unas
convicciones a las que siempre se mantuvo fiel, incluso en las circunstancias
más duras, y cuando muchos de sus camaradas se quitaron el uniforme y salieron
por piernas, él no, él dijo: «Una persona decente sabe cuál es su tarea, una
persona decente no hace las cosas al buen tuntún», y disparó la última bala de
su fusil. Así pues, su nieto también quería servir a un movimiento, con
entusiasmo y confianza en el progreso.
El chico
se enteró por casualidad de los méritos de su abuelo un domingo por la tarde
cuando fue a cogerle dinero a su madre sin pedírselo, y se encontró con
documentos, fotografías y un libro que, en lo que a ella respectaba, nadie
hubiera debido encontrar nunca.
Él era una
persona jovial -incluso lo
fue durante las tinieblas de la pubertad- con ojo para los aspectos agradables de la vida. Las nubes,
la pasta italiana, los bebés en la cuna, el olor del vino, los escaparates
repletos de ropa bonita, las revistas llenas de fotos picantes, el arte que
había superado los estragos del tiempo, los coches rápidos y, por supuesto, las
personas: sus piernas, brazos, cabezas, pelo, narices, manos y muñecas, de esas
muñecas finas y blancas que primero se vuelven rosadas al sol y luego, poco a
poco, rojas. El chico quería a la gente y la gente lo quería a él.
Cuando él
nació ya hacía mucho tiempo que había paz en Europa. La guerra quedaba muy
lejos -por lo
menos aquella guerra, y otras guerras también-, y para cuando empezó a interesarse por los enemigos de la
felicidad, los expertos ya habían decretado que la segunda guerra mundial era
un capítulo definitivamente cerrado. Un capítulo melancólico, quizás, pero
cerrado. Y además, ¿acaso no tenían todas las guerras un carácter melancólico?
¿Todas esas víctimas, esa violencia sin
sentido, las personas sin hogar?
El chico
se limitaba a sufrir cuando estaba en compañía de conocidos y amigos que no
tenían tanto ojo para los gozos de la existencia. El sufrimiento era para él
una habilidad que formaba parte de la etiqueta, como la manera correcta de
comer langosta. Si sabías cómo debías sacar la carne del caparazón, podías
sentarte a la mesa con quien quisieras.
Había
momentos, por ejemplo mientras se cepillaba los dientes, en que se preguntaba
cómo era posible que otros parecieran sufrir sinceramente, y él no. “Qué se le
va a hacer”, decidía entonces, “la naturaleza es variopinta.” De la misma
manera en que algunas plantas florecían en la selva mientras que otras sólo
crecían en el desierto, también había personas hechas para gozar y personas
creadas para sufrir. Y él pertenecía a la primera clase.
De los
catorce a los dieciséis años visitó con cierta regularidad una sinagoga de
Basilea, la ciudad en la que había nacido después de unas contracciones que
habían durado casi veinticuatro horas, y donde había vivido con unos padres
refinados y bastante silenciosos. Pero de los catorce a los dieciséis años hizo
otras cosas que bien podían calificarse de recalcitrantes. Más porque pensaba
que era lo que correspondía a su edad que porque sintiera la necesidad de
rebelarse contra sus padres, la escuela o el Estado. Su visión del mundo
coincidía con el mundo. Había nacido con buena estrella.
Las
visitas del chico a la sinagoga eran también una cuestión de curiosidad. En la
escuela tenía fama de ser inteligente, sociable y aplicado. A temprana edad ya
había devorado títulos como El joven investigador. A menudo se
entretenía con un juego de química y con una máquina de vapor. Hasta que
comprendió que aquel juego de química no era el mundo, sino sólo un modelo del
mundo. Un modelo desfasado.
Más o
menos en aquella época empezó a interesarse por el sufrimiento. Concretamente
el de las personas. Que los animales pudieran sufrir y quizá también los
árboles y las violetas era terrible, pero en cualquier caso le atraía menos. No
veía en ello ningún misterio que pudiera descubrir una verdad más profunda. De
la misma manera en que el vegetarianismo de su padre le parecía un misterio que
no valía la pena solucionar. El buen hombre no comía carne ni pescado, al
parecer prefería no comer nada sustancioso.
La gente
sufría, de eso no cabía duda. Entonces, ¿por qué el chico no? ¿Qué le pasaba?
En una
ocasión, al salir de clase, se plantó delante de la puerta de urgencias del
hospital de la ciudad para ver quiénes entraban allí. Fue una tarde tranquila,
pero a él le bastó.
–¡Ajá!
–exclamó– ¡Ajá!
Aquello
era mejor que su juego de química, así que al día siguiente lo tiró. Lo único
de lo que aún no podía desprenderse era de la máquina de vapor.
Durante
algunos días pensó en los heridos, los mutilados y los moribundos que había
observado delante de la puerta del hospital. Tal como le habían advertido sus
maestros, el mal era en efecto un problema.
En la
escuela declaró entonces que por encima de todo aspiraba a la belleza. Y era
cierto, pues había comprendido que el sufrimiento de la gente no era más que
una salida de emergencia de la belleza. El profesor de dibujo no podía negar
que los dibujos del chaval tenían mérito. No era muy ducho en perspectiva, pero
eso podía deberse a la edad, o a su ojo vago.
Se parecía
a su abuelo, un hombre apuesto de rostro bondadoso, que había muerto frente a
las tropas rusas porque su actitud ante la vida le prohibía huir del enemigo.
Porque se mantuvo fiel a su líder, incluso cuando empezaron a dispararle de
todos lados. Su abuelo siempre había luchado contra los enemigos de la
felicidad con apariencia humana y los había matado con sus propias manos, dos
docenas, o quizás algo más; tampoco había llevado la cuenta con mucha
exactitud. Su abuelo había matado a los enemigos de la felicidad con apariencia
humana de la misma manera en que otros comían ostras. «Que sean tres docenas,
esta noche una más o menos no importa.» Asesinar podía producir tanta euforia y
satisfacción como una noche de amor, incluidos marisco y retozo en un portal.
Su abuelo se consideraba a sí mismo como la última línea de defensa contra el
judeo-bolchevismo. Y cuando los enemigos de la felicidad y sus secuaces
empezaron a ganar –bueno, tanto como ganar...–, su abuelo no huyó. No abandonó
su misión, ni siquiera en las últimas horas de su vida.
Al chico,
el heroísmo le venía de familia, al menos por parte de madre, aunque se
expresara de una manera más bien curiosa.
De tanto
en tanto, cuando sus padres se iban a un cóctel, el nieto hurgaba en los
cajones prohibidos. Leía en el libro prohibido, siempre el mismo fragmento,
donde decía que en todo el mundo existen tres tipos de personas: los
luchadores, los indiferentes y los traidores. Y comparaba su rostro con el del
abuelo, del que no se hablaba. De todas formas, en casa jamás se hablaba de los
familiares, ni siquiera de los tíos y tías que luchaban en África contra el
analfabetismo. En casa se guardaba silencio sobre la familia, como sobre la mayoría
de los demás temas. El arte de la conversación se practicaba a lo sumo fuera de
casa, saboreando una copa de vino. No había mucho que decir, a esa conclusión
habían llegado sus padres, y no les había ido mal en la vida. Además tenían una
vivienda muy agradable, incluso para el gusto suizo.
Los
domingos por la tarde cuando estudiaba su rostro en el espejo, sosteniendo en
la mano la foto de su abuelo en uniforme –un bonito uniforme, tenían sentido de
la belleza, eso era innegable–, no podía reprimir un sentimiento de melancolía.
Como dos gotas de agua. Los ojos, la boca, las cejas, la forma de la cara. La
nariz. Él no era un traidor ni se encontraba entre los indiferentes, él era un
luchador.
Su abuelo
bien podría haber sido su hermano gemelo, y algunos domingos por la tarde el
chico se dejaba llevar por el impulso de hablarle. De pie delante del espejo
del cuarto de baño, susurraba algunas palabras a una foto amarillenta. En el
libro había leído que a su autor «le habían entrado náuseas al imaginarse sentado
detrás de un escritorio como un hombre despojado de su libertad».
–¿A ti
también te daban náuseas cuando te imaginabas sentado en una oficina como un
hombre sin libertad? –le preguntaba entonces a la foto–. ¿Por eso sufriste?
¿Por qué sufren las personas? ¿Para qué sirve sufrir? ¿Qué te parece si empiezo
un movimiento que libere a las personas del sufrimiento?
Así
hablaba el nieto al difunto soldado de las SS. Aunque también había domingos en
que se lo tomaba más a la ligera.
«Déjate de
payasadas», le habría dicho su madre. Pero ella nunca estaba cuando su hijo
hablaba con las fotos del abuelo. Era una de las cosas que él hacía en completa
soledad. Quería a sus padres y deseaba que pudieran seguir gozando
tranquilamente de su lujoso chalet.
Sus
profesores y amigos lo describieron como un chico modesto. Pero delante del
espejo, con lo que quedaba de su abuelo en la mano, él no se sentía modesto.
Creía que el material genético intentaba decirle algo. La naturaleza, o el
Creador, habían tenido una intención al darle precisamente aquella cara.
Aquello era más que una suposición, era una certeza. En su cara se escondía un
mensaje, sólo tenía que descifrarlo. No podía ser casualidad que él fuera quien
era.
Como
era un chico sensible, comprendía que para su madre no debió de ser fácil
crecer sin padre, y en realidad también sin madre, pues la abuela había
aguantado tan sólo dos años más que el Tercer Reich. De vez en cuando él la
abrazaba cariñosamente. O a la hora de acostarse prolongaba más de lo necesario
el beso de buenas noches. Si tenía tiempo, la acompañaba al supermercado y la
ayudaba a llevar las botellas de agua mineral. Era una mujer delicada, además
cuando había humedad le dolían las rodillas.
Él
se peinaba con esmero el pelo oscuro -siempre llevaba un peine pequeño en el bolsillo del pantalón-, y siguió
peinándoselo con esmero después de teñírselo de azul. Se lo tiñó porque aquel
mes de mayo los jóvenes con los que salía se habían pasado en masa a un color
de pelo más estridente, y él consideraba su deber apoyarlos no sólo con
palabras, sino también con hechos. Su naturaleza le impulsaba siempre a
procurar que los demás se sintieran a gusto. Tenía talento para la política y
la diplomacia. Pero lo que más le atraía era la belleza. La belleza del uniforme,
de la persona, del arte. La belleza de la sangre, sí, también ésa.
Se
apuntó a una asociación juvenil judía, después de haber tenido un sueño en el
que aparecían las palabras «judaísmo internacional». Seguro que no había muchos
chicos que soñaran con el judaísmo internacional, y que él lo hiciera reforzaba
su idea de que era diferente a los demás. Llamado. Elegido. Estigmatizado.
En
la asociación se preparaba a los miembros juveniles para una pronta emigración
al Estado judío, y lo recibieron con los brazos abiertos. El Estado judío
necesitaba todo tipo de personas.
Aquel
verano, cuando el tiempo ayudaba, él se zambullía en el Rin al atardecer, se
dejaba llevar por el agua, luego trepaba a la orilla y volvía corriendo al
punto de partida para repetir todo el ritual.
Y
convenció al jefe de la asociación juvenil de que no estaría mal que, en cuanto
hiciera buen tiempo, todos saltaran al Rin para dejarse llevar corriente abajo.
El ejercicio físico les vendría bien, puesto que nunca estaba de más cuando se
trataba de afrontar la vida en un país joven y sometido a continuas amenazas.
La idea
agradó al jefe de la asociación juvenil, el señor Salomons. ¡Por fin un
emigrante en potencia con iniciativa!
De esta
manera, aquel verano se pudo ver con regularidad a un grupo de sionistas
nadando en el Rin. Era un bonito espectáculo. Él delante, y detrás, unos veinte
jóvenes sionistas. Algunos de ellos estaban algo asustados, otros eran más
lanzados y rápidos. También había chicas guapas que no mostraban mucho interés por
la ideología, pero que estaban al corriente de la última moda de baño.
Su
iniciación al sionismo le resultó gratificante. No es que tuviera un verdadero
contacto con la juventud judía, pero eso ya llegaría.
Por lo
pronto era más que suficiente con nadar juntos en el río. Lo de la belleza está
bien, pero una persona necesita ideales que vayan más allá de la estética. El
sionismo era un ideal que le quedaba que ni pintado. Un traje hecho a medida.