Dictadores. La Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin

INTRODUCCIÓN

DICTADURAS COMPARADAS

 

La tentación de comparar a Hitler y Stalin es muy fuerte. Por regla general, se les considera los demonios gemelos del siglo xx, responsables, por razones diferentes y de diferentes maneras, de más muertes violentas que cualquier otra figura histórica. No pueden compararse con otros dictadores de su tiempo o de épocas anteriores. Poner a Stalin al lado de Hitler representa juntar a dos gigantes históricos de la era moderna cuyas dictaduras chocaron de frente en el mayor y más costoso de todos los conflictos armados.

Inmediatamente se plantean dos preguntas: ¿pueden compararse las dictaduras de Stalin y Hitler? ¿Deberían compararse? Tzvetan Todorov, en un libro reciente sobre la crisis del siglo xx, ha contestado afirmativamente a ambas preguntas, basándose en que las dos dictaduras tenían la característica común de un género político único: el totalitarismo.2 Esta respuesta tiene un largo historial. En los años cincuenta, cuando Occidente se enfrentó al comunismo soviético tan poco tiempo después de combatir contra Hitler, era fácil ver a ambos hombres como líderes «totalitarios» que dominaban sistemas que pretendían imponer una autoridad absoluta y despiadada a los pueblos que se hallaban bajo su control central. Los politólogos occidentales trataron de comprender cómo habían derrotado a una dictadura monstruosa y ahora se encontraban ante otra que, al parecer, era aún más siniestra e implacable que la primera. Sin embargo, la creación de un modelo de régimen totalitario ideal o típico pasó por alto diferencias muy reales entre sistemas clasificados como «totalitarios». El término mismo llegó a considerarse una descripción del aparato de poder y represión, lo cual hacía caso omiso de las ambiciones más amplias de índole social, cultural y moral del régimen, que eran lo que al principio abarcaba el término, cuando se acuñó en los años veinte en la Italia de Mussolini. Por lo general, en los años sesenta, los historiadores ya volvían la espalda a la idea de un sistema «totalitario» genérico y preferían hacer hincapié en el carácter peculiar de cada dictadura nacional y quitar importancia a las semejanzas.

Tras la caída del comunismo europeo en 1989-1991, se ha replanteado el análisis de las dos dictaduras. Se ha creado una definición del totalitarismo que es históricamente más compleja y pone de relieve la medida en que los sistemas eran impulsados por una visión positiva de una exclusiva utopía social y cultural (a la que con frecuencia se da el nombre de «religión política»), al tiempo que se reconocía que las prácticas políticas y sociales del régimen eran a menudo muy distintas de las aspiraciones utópicas. Ya no es necesario recurrir a un tosco modelo politológico del «totalitarismo» para definir las dos dictaduras; durante los últimos doce años el conocimiento histórico detallado tanto del régimen alemán como del soviético ha experimentado una transformación, gracias, por un lado, a las revelaciones de la glasnost en la Unión Soviética y los Estados sucesores y, por otro lado, a una ola de críticas eruditas en Alemania que han puesto al descubierto muchos aspectos del régimen hitleriano que hasta entonces se habían silenciado. Estos estudios nos permiten decir con confianza, al igual que Todorov, que los dos sistemas eran también «significativamente distintos entre sí», a la vez que tenían un carácter totalitario en común.3

 

 

Aquiles y el prodigio de la literatura

 

Los historiadores clásicos, los que escribieron en el siglo v a. C., cuentan que cuando los generales del Imperio persa, después de anexionarse los pueblos vecinos,  decidieron conquistar Grecia, estaban convencidos de su victoria sobre el pueblo helénico. Un pueblo rudimentario, desorganizado, disperso por las costas mediterráneas, incapaz de unificarse y de crear un ejército que pudiera detener y vencer el avance de las ordenadas, perfectas e invencibles tropas persas.

Los persas lo tenían todo a su favor,: la audacia, la disciplina, la estrategia y el hábito de la guerra, y, para todos ellos, era clara la victoria y definitiva la derrota del pueblo griego;  un pueblo al que únicamente unían  la lengua  y las divinidades del Olimpo.

Para los persas la guerra estaba ganada, incluso antes de que este empezara. Sin embargo, los persas no habían tenido en cuenta que la lengua que todos los griegos compartían, ya fueran del norte de África, del Peloponeso o del Ática, les había permitido conocer el gran poema épico de la Ilíada, por haberlo leído o por haberlo escuchado a los rapsodas.

Gracias a la Ilíada los griegos conocían la cólera de Aquiles, su victoria sobre Héctor y la audacia y las estrategias bélicas del héroe homérico. Y cuando los persas atacaron a los griegos, creyendo inminente el triunfo, se encontraron con un ejército organizado, disciplinado, valiente y audaz; cada griego, viendo próxima la guerra con los persas, se transformó en el héroe Aquiles; y cada uno de ellos, como si fuera uno solo, blandió su valentía; una valentía que emulaba la del héroe homérico que tan bien conocían  por el libro del poeta; y, de este modo, la victoria de los griegos sobre los persas fue absoluta y total y les permitió construir la cultura más alta y la más sabia civilización.

Fue la literatura lo que hizo posible la victoria, la que permitió que cada griego se transformara en un héroe; fue la literatura la que unió a un pueblo disperso e hizo propicia la constitución y la cristalización  de la civilización helénica, ya que fue la literatura la que dio sentido al pueblo griego y permitió a cada uno reconocerse como individuo y como miembro de una comunidad, gracias al poema homérico.

Fueron los historiadores griegos los primeros en considerar la capacidad transformadora de la literatura y de la poesía y los primeros en comprender su acción educadora y en reconocer su valor; puesto que la literatura ejerce esta transformación si pone en actividad las fuerzas estéticas y éticas del hombre. Sin embargo, sólo puede ser propiamente educadora y transformadora aquella literatura cuyas raíces penetran en las capas más profundas del ser humano y muestre y exprese un anhelo espiritual, una imagen de lo humano capaz de mover a los hombres a la búsqueda y la realización de un ideal de humanidad que sólo la literatura y el arte pueden ofrecer.

Con su expresión artística, los valores más altos de la humanidad, adquieren un significado permanente y tienen la fuerza emocional capaz de mover a los hombres. La literatura, y eso lo supieron muy pronto los autores antiguos, la literatura tiene un poder ilimitado de conversión espiritual; sólo ella posee, a la vez, la validez universal y la plenitud inmediata de la vida.

Por la unión de estas modalidades opuestas –la abstracción más universal y la concreción más individualizada– la literatura, y sobre todo la poesía, supera al mismo tiempo la vida real y la reflexión filosófica.

La vida posee plenitud de sentido; sin embargo, las experiencias no tienen ningún valor universal; se encuentran siempre interferidas por acontecimientos accidentales que impiden que su impresión pueda alcanzar un alto grado de profundidad. Y al contrario, la filosofía y la reflexión llegan a la universalidad y penetran en la esencia de las cosas, pero sólo actúan en aquellas personas en quienes los pensamientos llegan a adquirir la misma intensidad de lo que han vivido personalmente. De ahí que la literatura procure un aprendizaje completo, intelectual y sensible a la vez y, por esta razón, aventaje a la verdad racional,  y también a las experiencias de la vida individual.

El mundo que nos muestra la literatura es un mundo que se enfrenta al mundo real: muestra valores, deseos, esperanzas e ideas que parece que sólo estén en los libros y no en la vida real. Es un mundo de esperanzas, de proyecciones del deseo hacia el futuro. La literatura no nos ofrece una descripción de cómo es el mundo, sino de cómo podría llegar a ser si creyéramos en la capacidad transformadora de la idea. El mundo de la literatura es, ciertamente, un mundo metafísico, un mundo que se encuentra situado más allá de la realidad de las contingencias, pero que despierta en cada uno de los lectores la posibilidad de llegar a ser otro distinto.

Por la literatura trascendemos la experiencia vital que nos ha tocado vivir y vivimos la experiencia de los personajes que llenan las páginas, y aprendemos de ellos lo que no hemos sabido aprender de nosotros y de nuestra propia existencia. Qué ignorantes seríamos si sólo supiéramos del mundo lo que hemos vivido por nosotros mismos. Qué reducida nuestra existencia si no hubiéramos compartido la vida y las experiencias que nos ofrece la literatura. Qué desgraciada la vida nuestra si no pudiéramos salir de nosotros y proyectarnos y confundirnos en las figuras del deseo que nos ofrece la literatura

Gracias a ella podemos considerar que el mundo podría ser de otra manera y podríamos hacernos dueños de nuestro destino, tal y como lo hicieron aquellos griegos que por la gracia del poema de Homero violentaron su naturaleza por tal de parecerse a los héroes de su deseo. Por la literatura podemos acceder a un conocimiento que nunca podríamos alcanzar por nuestras propias fuerzas y nuestras facultades.

Por todo ello podemos afirmar que la literatura es un medio de conocimiento. Pero el conocimiento que nos da y ofrece la literatura no es el conocimiento positivo e instrumental, tan necesario para la supervivencia: no es el que se adquiere con la facultad del entedimiento; el conocimiento adquirido gracias a la literatura es un conocimiento no de las cosas, sino del ser de las cosas y de lo que tienen de inmutable en medio de la diversidad, ya que es un conocimiento adquirido no únicamente con el entendimiento, sino también con la razón y la imaginación,  la memoria y la fantasía, la proyección del deseo y el devenir de las ideas.

El conocimiento adquirido con la literatura no tiene ninguna utilidad, ni funcional ni instrumental, ya que los que la hacen posible, los autores y los lectores, están dedicados al proceso colectivo de la búsqueda de la verdad, una verdad que pretende trascender los límites del tiempo y que quiere ser compartida con todos los ciudadanos del mundo y con nuestros contemporáneos del futuro. Igual que nosotros compartimos el poema épico de la antigua Grecia, que construyó una civilización, dio sentido al mundo y que permanece entre nosotros, que creemos en la capacidad transformadora del deseo, de la idea y, sobre todo, de la literatura.