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El río de piedras
Entonces, con su espada de cielo
el Arcángel Miguel siempre llegó a tiempo para amputar los pies y cortar las
narices a los indios de los pueblos por donde había de desbordarse el río de
piedras. Con misericordia de Arcángel quemaba con chapopote, brea negra, las
heridas mortales de los indios, para que el cielo no quedara morado en perpetuo
crepúsculo.
Varias fueron las poblaciones que
vieron la ira que también prestó el santo Santiago, jinete en bridón blanco.
Los indios no querían ciudad, no querían catedral. El santo y el Arcángel
hicieron estragos en Nochistlán, en Tonalá, hasta llegar a Tlacotlán, donde los
desesperados soldados del capitán Oñate casi mueren de hambre, pues no era agua
la que brotaba de lo que habría de ser el río
de piedras. Para finalmente abatir a los guerreros,
quienes antes de rendirse preferían arrojarse contra las piedras, los cruceros
procuraron la ayuda de los mexicas procedentes del valle de México: dividir era
conquistar.
Las armaduras y los caballos de
los soldados se pudrieron con la mortandad que se les embadurnó en la piel: la
helada piel del metal hedía a bacinica ensangrentada de intestinos y el pelaje de las bestias quedó untado con la bilis, la
hiel y la fetidez de las barrigas tasajeadas. Las botas de Oñate apestaron a
mierda por cien días.
En cambio el Arcángel no sintió
nada porque las fosas nasales de los ángeles, como todos sus esfínteres,
estaban tapiadas con mirra: tampoco la espada argéntea sentía.
En el mismo sitio donde está ahora
la Casa de Gobierno, fundaron la primera piedra. Dijo el Arcángel con su
descomedida lengua semítica:
Wad-Al-Hidjara
Que en árabe vulgar sonaba
«guadalajara». Quería decir «río de piedras». Por fin habría de estar feliz la
morbosa nostalgia de Nuño Beltrán de Guzmán, el conquistador de occidente. La
Nueva Guadalajara habría de estar resguardada por los cuatro rumbos, y a los
indios vencidos de Tlacotlán y a los de las cercanías, se les habría de tener
«más allá del río». Desde más allá del río o más allá de La Barranca: los 12
extremeños, los nueve castellanos, los 10 vizcaínos y los siete portugueses que
primero poblaron la recién fundada ciudad, lucían como pequeños dioses de
asustado color.
Es así que, con la infamia de la
historia o con la historia de la infamia, se daba a nacer:
Tlapalli-Teotl
Que en náhuatl vulgar sonaba
«tapatío». Quería decir «Dios de Color».