Termina el desfile seguido de Adiós a mamá

La Vieja Rosa

 

Por último salió al patio, casi envuelta en las llamas, se recostó a la mata de tamarindo que ya no florecía, y empezó a llorar en tal forma que el llanto parecía no haber comenzado nunca, sino estar allí desde siempre, bañando sus ojos, produciendo ese ruido como de crujidos, igual al de la casa en el momento en que las llamas hicieron tambalear los troncos más fuertes, y aquel andamiaje centelleante viniese abajo entre un enorme chisporroteo que atravesó la noche como una explosión de fuegos artificiales. Seguía llorando, y el rostro, cubierto por una aureola rojiza, parecía, por momentos, el de una niña desorientada en medio de esas tormentas que solamente suceden en las ilustraciones alucinantes de los cuentos de brujas y otras fantasmagorías que ella nunca había leído. Pero a veces, cuando las llamas estallaban casi delante de sus ojos, chamuscándole las pestañas, su cara se deslumbraba con todas las características que el tiempo se había encargado de ensartarle. Entonces se veía, claramente, que se trataba de una vieja. Y de haber pasado alguien del barrio, habría confirmado que aquella mujer no podía ser otra que la Vieja Rosa. Los tizones, aún llameantes, saltaban por los aires y caían sobre las altas yerbas del patio. El fuego se multiplicaba, alzándose de pronto por todos los sitios y amenazando con fulminar a la mujer, a la que se le hacía cada vez más difícil la respiración. Estaba rodeada por las llamas, y de haber gritado posiblemente nadie hubiese oído su llamada, confundida con el crepitar de las yerbas y el estallido de los árboles que al momento se dispersaban en el aire convertidos en breves remolinos de ceniza. Estaba rodeada por el fuego, y en otros tiempos hubiese dicho aterrada, o, por lo menos, lo hubiese imaginado: Dios mío, he aquí el infierno. Y aun cuando se sintiese perdida hubiese comenzado a rezar. Pero ahora no rezaba, ni llamaba, ni siquiera veía el fuego, que ya saltaba intranquilo hasta su falda. Veía, eso sí, otras realidades aún más importantes para ella. A su lado no había llamas, ni yerbas, ni crujidos, ni siquiera los restos de la casa abrasándose; y, ella era solamente Rosa, pues a nadie se le hubiese ocurrido agregarle a esa mujer tan joven (con aquellas piernas formidables que nadie sabía cómo podía conservarlas sin un rasguño), el calificativo de la vieja. Era solamente Rosa. Rosa la hija de Tano; Rosa, la más chiquita de la familia; Rosa, la que había alcanzado a oír los radios de pilas; Rosa, la de las piernas sin náñaras. Rosa la de Pablo. Y Pablo llegó, como todos los domingos, y se dirigió a la casa, sonando las espuelas, silbando, caminando con ese andar de potrico joven que superaba al del caballo en el que se iba ya el atardecer, después de haber hablado durante un rato con el viejo, después de haberle cogido las manos a ella, y de haberle dicho que lo dejara sentar en el sofá, a su lado, pues muy pronto sería la boda. Pero ella, como siempre, no solamente le prohibió sentarse a su lado, sino que también retiró la mano y mencionó la palabra honor, y familia, y respeto.