Agonizar en Salamanca

Introducción

 

 

El día 31 de diciembre de 1936 cayó en jueves y en Salamanca nevó. Por la tarde, poco antes del prematuro crepúsculo invernal, hacia las cinco de la tarde, murió un hombre viejo, que, a pesar de ser un tiempo de muchos muertos diarios, tuvo una muerte singular, como correspondía a la fama de su nombre y al acontecer de su vida. Porque aquel muerto, entre los cientos de muertos que aquel año murieron en la ciudad y entre los miles de muertos que aquel año murieron en el país, no era un muerto más; era un muerto que, después de una niñez anormalmente anclada en la dependencia materno-filial y traumatizada por el narcisismo y la envidia, se había pasado la vida, horrorizado por la nada, temiendo a la muerte y ansiosamente prendido de la idea de la inmortalidad. Los que le vieron en su lecho de cadáver recordarían intrigados la placidez de su rostro, como si sus músculos faciales se hubieran distendido finalmente ante la inminencia de la nada; a todos les sorprendería aquella inesperada serenidad después de una existencia atormentada y menesterosa, recomido de inaccesibles satisfacciones espirituales. Como si ya fuera inútil la encrespada violencia de su máscara, su voluntad de expresión se había relajado, en el último momento, y los huesos de la cara mantenían únicamente el armazón de una inerte memoria familiar, la vacía inanidad de una cosa.

Gutiérrez Solana, aquel mismo año, lo había pintado, febril y esclerótico, sobre un fondo oscuro, del que emergían los libros amontonados y la verticalidad hirsuta de aquel viejo de setenta años, más ornitológico que nunca, con el pelo cano y erizado, como hebras electrificadas, prolongación de sus ideas, en el supuesto improbable de que aquel hombre hubiera tenido ideas alguna vez y no solamente pasiones desbandadas. «A don Miguel hay que pintarle con el pelo alborotado», contaba Solana. «Un día me vino muy peinado de la peluquería y le dije: "Así no es usted". Y esa tarde no di una pincelada en su retrato.» Era un hombre del que la biografía interesaba tanto como su obra y su iconografía más que sus anécdotas. En el retrato de Solana, sus ojos de miope taladraban el cristal concéntrico de sus gafas de concha negra, y sus manos, óseas y robustas, se encorvaban entre la garra y el puño, entre el púgil y el águila, mientras el cuero, la madera y los clavos dorados del sillón frailuno y rectoral, sobre el que se asentaba su frágil esqueleto de anciano, eran ya reliquia de museo, antigüedad onerosa para la retórica del pasado. Y la pajarita de papel, blanca e identificativa, haciendo juego con el cuello de la camisa, la barba y la luminosa frente biselada del hombre, se posaba, ingrávida y decorativa, junto al negro de su vestimenta de clérigo protestante. El expresionismo solanesco apuraba todos sus recursos sobre aquella carátula, entre diabólica y fantasmal, a punto de estallar de agresividad y de patetismo.

Todo aquello se había terminado. Aquella roca de resistencia y de rebeldía se había varado en el silencio de una eternidad sin retorno. Aquella máquina de proferir gritos había enmudecido, contra su costumbre, cuando a su alrededor todo el mundo gritaba enloquecido, azuzado por el olor de la sangre reciente, enardecido por el vértigo ciego de la destrucción de la guerra civil. Uno de los testigos de su cadáver hablaría de su color «ceniciento por la sombra de la muerte», echando en falta sobre la piel última de su imagen definitiva las acostumbradas huellas del sol abierto de su gusto por el aire libre. Había perdido hasta el color, entre el rojo sanguíneo y el moreno montañero, y la palidez lunar de su rostro presuponía la complicidad del sudario. Evidentemente, aquel hombre estaba muerto y no sé si decir que bien muerto, porque si la muerte siempre llega a destiempo, aquel hombre había muerto cuando debía morir, cuando probablemente estaba ya muerto, cuando la biología celular era su único débito con la vida. Carcasa humana, revestida de sí misma, la tranquila aceptación de la nada podría equivaler a un aliviado gesto de despedida, a la infantil premonición de un inmediato descanso apetecido o a la decrepitud moral que se resigna con un «ahí os quedáis», que oculta el desencanto y la frontera de una última desesperación no asumida.

Años antes, en 1929, durante su destierro en Hendaya, en el paisaje vasco de su infancia, recuperado felizmente por su memoria, Vázquez Díaz había dibujado su cabeza y después le había hecho un retrato al óleo, que conservaba, atenuadas por el color, las sugeridas líneas cubistas del dibujo original. Los rasgos étnicos de su rostro facilitaban la interpretación geométrica de sus espacios faciales, que se afirmaban en la nariz poderosa y en los pómulos excesivos, que mantenían el vigor de toda la arquitectura de su cara, subrayada también por la fuerza de las mandíbulas, que la rudeza de la barba, ya blanquecina, delataba y confirmaba con los pigmentos plomizos de su virutilla ornamental. Era un rostro duro e impresionante, que dominaba la oscuridad funcional del abrigo y de las ropas y hacía olvidar los suaves fondos azules verdosos, sobre los que la silueta compacta se destacaba. Las cejas en circunflejo y la mano al pecho interiorizaban una mirada pensativa y perpleja, que iba mucho más allá del libro que reposaba indiferente sobre sus rodillas, en el que se tendía la mano izquierda, dudosa y amorosamente. La extrañeza de la figura se aumentaba por un sombrero negro, de insólitas alas cortas, que coronaba la efigie reposada de un hombre ensimismado mientras mira hacia lo lejos, con los ojos bien abiertos, en un gesto serio, escudriñador y ligeramente irritado, sobre un alzacuellos casi clerical e inmaculado. Ni siquiera la abstracción geométrica de los planos cubistas podía impedir la penetración de aquellos ojos, apenas frenada por los delgados lentes.

Hacía frío en Salamanca aquella tarde, como siempre por aquellas fechas; pero lo que era nuevo entonces era el horror de la guerra civil, instalado en las conciencias, la brutalidad exhibida como una virtud por las calles y ascendida hasta los titulares de los periódicos de la ciudad, en uno de los cuales se llegó a pedir la reposición del Tribunal del Santo Oficio, más conocido con el nombre de Inquisición. Junto a las tapias del cementerio municipal, al poniente, más allá del Calvario, las huellas sangrientas y sonoras de los fusilamientos masivos de republicanos, masones, comunistas, socialistas y liberales creaban el horizonte nocturno de aquel hombre viejo que acababa de morir. Porque a muchos de ellos los conocía, los estimaba, incluso los quería. Para quien la muerte había sido una obsesión desde niño, aquellas muertes colectivas, que se sucedían desde hacía casi seis meses, debieron exasperar su menesterosa necesidad de racionalidad, su desamparada orfandad de expósito. Su papel de excitator Hispaniae, que Ernst Robert Curtius le había verbalizado hacía ya mucho tiempo, debió de dolerle en las entrañas, mientras comprobaba que la excitación de España había llegado al paroxismo y no precisamente por su culpa o, mejor dicho, no por su culpa más que por la de los otros. Víctima y verdugo, como todos, morir en paz en aquellas extrañas circunstancias, en aquel paisaje urbano de odios terrores, era casi un escándalo.

Pío Baroja en sus Memorias lo recordaría como creído, ingenuo, dictador, áspero, aldeano, intransigente, excesivo, «hombre de ciudad y de ciudad universitaria», egoísta, arbitrario y defensor de «un vasquismo salmantino y unamunesco». Físicamente, lo describiría diciendo que «tenía el cráneo pequeño y la frente huida», por lo que coincide con la versión escultórica de Pablo Serrano, con su cabeza pequeña, afilada, emergiendo de las masas tormentosas del hierro forjado, negro y revuelto, más que con la versión de Victorio Macho, bronce y granito, que le pone una poderosa cabeza, de frente sólida y prominente, con armadura de guerra y énfasis de liturgia. A él no le gustaba esta escultura, porque decía: «¡Es tan tétrica! El vestido en negro y la cabeza en blanco. Es como si pasase en figura de cera a la posteridad». Esto lo diría con su voz un tanto atiplada, pues Baroja recordaría también que «tenía una voz bastante aguda», confirmada por las grabaciones fonográficas conservadas, que provocaron la estrepitosa huida de aquel hombre, cuando por primera vez se oyó la voz, reproducida mecánicamente, deshumanizada y enlatada, sorprendentemente irreconocible, lejos de la gravedad de sus palabras y mucho más lejos de la sonoridad de sus intenciones.

No, aquel hombre no era un muerto cualquiera. Por dos veces habían solicitado para él el Premio Nobel de Literatura; había escrito casi un centenar de libros y cientos de artículos en los periódicos de España y de Latinoamérica; había sido rector de la Universidad de Salamanca, la universidad más antigua de España, durante muchos años y catedrático de lengua griega y profesor de lengua castellana en su Facultad de Filosofía y Letras; concejal en varias ocasiones en el Ayuntamiento salmantino y diputado a Cortes en la II República española, había sido nombrado Ciudadano de Honor del régimen republicano, en el 1935; doctor honoris causa por las Universidades de Oxford y Grenoble; había recorrido muchas veces la península, encendiendo con su verbo apasionado las imaginaciones inconformistas de sus oyentes; había hecho campañas de socialismo agrario por la provincia y había fatigado con insistencia los caminos de una libertad esquiva. Salamanca, la ciudad de su elección de por vida, tuvo en él el monumento vivo más atractivo, y el país, su voz más soberanamente libre y más vigilantemente trágica. Antonio Machado le llamó «donquijotesco» y le reconoció que «a un pueblo de arrieros, lechuzos y tahúres y logreros dicta lecciones de Caballería».

En su madurez, Salvador de Madariaga lo veía recio y agresivo, insociable y monologante: «Su personalidad independiente e individualista se manifiesta admirablemente en su rostro y figura: tez sana y roja, cabeza de vigorosa estructura, en la que cada hueso exige y obtiene toda la atención que le corresponde, a pesar del magnetismo de dos ojos agresivos y de la actitud casi de desafío que anima el conjunto. Es esencialmente insociable. La naturaleza, interminables paseos solo o con un amigo, más dispuesto a oír que a hablar, son sus placeres favoritos, y sus temas, los primitivos y esenciales del hombre. En sociedad, tiende al monólogo y maneja a veces un martillo algo pesado. Las anécdotas que de él se cuentan, sean o no históricas, son significativas. Acaba de explicar en un corro que necesita mucho sueño; un desdichado que no se da cuenta de quién es se atreve a dudar de la necesidad de tal pérdida de tiempo, aduciendo que a él le bastan cinco horas. "¡Ah, salta él, pero cuando yo estoy despierto, estoy mucho más despierto que usted"».

Max Aub, más joven, lo recordará en términos parecidos: «Alto, hermoso como búho –si éste puede serlo–, de pelo que se le volvió pronto cano y blanco, hirsuto. La ropa negra, el alzacuellos impoluto, andaba a grandes zancadas, las manos cruzadas a la espalda, más amigo de hablar que de conversar, encerrado en sí, deseoso de leer al primero que se le enfrentara sus últimos versos; siempre desbordando. Sin otros amores que los que la Iglesia le santificó, desconfiado de las mujeres como no estuviesen en su papel de madres, ardía constantemente en indignación. La caridad no parece haber sido virtud de sus amores; se sabía egoísta, quizás envidioso: para librarse de esos males los retrató como pocos. Amó a España tanto como a la poesía, las confundió. Fue, posiblemente, el escritor más importante de su tiempo, y el más fecundo cuando hubo tantos que tanto escribieron. Abarcó más que nadie, siendo el más personal. Tan metido dentro de su obra, tan preocupado por sobrevivir íntegro, que se hizo "tajadas para ser inmortal", como dice Quevedo».

Los médicos certificaron su muerte por congestión cerebral; Ortega y Gasset dijo que había muerto de «mal de España» y Giménez Caballero, que estaba entonces trabajando en los servicios de Propaganda de los militares rebeldes, en el Palacio de Anaya, de Salamanca, donde aquel hombre viejo había explicado sus últimas lecciones de maestro, exclamó, al enterarse de su muerte: «Las máquinas de escribir tienen que disparar toda la noche como ametralladoras». La precisión científica, la retórica orteguiana y la metáfora bélica fascista, con resonancias futuristas, fueron cubriendo el cadáver de aquel hombre, que se había ido enfriando, en su última morada de la calle de Bordadores, número cuatro, frente al humilde y provinciano campo de San Francisco, a la vista de la torre del Palacio de Monterrey, a la que había llamado «armónica frase de piedras talladas», y junto al renacentista torreón de las Úrsulas, contra cuya oscuridad cimera se silueteaban fugazmente los copos de nieve de aquel feroz invierno salmantino. Rodeado de sus familiares y de catedráticos silenciosos, de traidores a su pensamiento y de falangistas histéricos, el velatorio de aquel hombre era un esperpento más de la España mineralizada y agonizante.

Vicente Aleixandre había encontrado a aquel hombre, dos o tres años antes de morir, y lo recordaba «con su sombrero negro y redondo, su barba ya casi blanca, su nariz incisiva, sus gafas, su chaleco cerrado, su negrísimo traje. Su son lento pero firme sobre la acera», y, pasado el tiempo, seguía oyéndole, «y todavía, y siempre, se le oye, con su voz, y aquel leve carraspeo que la interrumpía. Y se le ve, en una pausa, sacudir las manos sobre las solapas». Y Rafael Alberti lo vio, en mayo de 1931, como un viejo robusto y apasionado: «Maravillado quedé de su pasión por todo, de su fresca juventud, su dura y entretenida palabra» y se le quedarían en la memoria «la hermosa figura», «la noble expresión de su rostro», «el ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador», el de una de sus últimas obras, titulada El hermano Juan, tardía rectificación de su desdén por el mito de don Juan y, sobre todo, «su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo», rememorando con admiración a «aquel potente viejo», echándole de menos, lamentándose de su silencio: «Viejo y enloquecido don Miguel, ¡quién nos diera ahora, a pesar de tus dramáticas contradicciones, de tus infantiles y peligrosas veleidades, escuchar nuevamente tu palabra cargada de explosivos y pólenes celestes!».

Lo primero que se pensó, en aquella Salamanca ahogada de sollozos y de alientos contenidos y exaltada por la fiebre de la guerra y el furor de los conversos, fue que lo habían matado, que, por fin, lo habían matado. Estupor y complacencia se mezclaron en la sangre cainita de la ciudad. Viejos rencores, sofocadas admiraciones, curiosidades indiferentes y tenebrosos remordimientos recibieron la noticia como otro parte de guerra más. El viejo santón había muerto y la ciudad se liberaba del demonio. Pero también el horror, el descubrimiento, por si hacía falta, de que ya todo era posible y que la obediencia mineral era la única posibilidad de supervivencia. Aquel intelectual extravagante, medio cura, medio anarquista, se había atrevido a protestar y se la habían guardado hasta mejor ocasión. El terror tenía otra disculpa. Aquellos miserables no reparaban en nada; al fin y al cabo, era un hombre viejo, indefenso y residual. El mal que hubiera podido hacer no era nada comparado con el mal que los otros estaban haciendo. Es verdad que a los intelectuales, aborrecida raza de letrados irresponsables, siempre hay que tenerlos en cuarentena; pero de ahí a matarlos va mucha diferencia. La piedad no parecía ser grata a los nuevos dioses, mientras que la venganza parecía su primera virtud.

Después se supo que había muerto de muerte natural, intoxicado por el brasero. En la Funeraria El Carmen recibieron el encargo de los ritos mortuorios, incluida la esquela en El Adelanto, uno de los periódicos locales, en los términos habituales en aquellos casos: «Funeral: Hoy, 1 de enero, a las once de la mañana. Iglesia Parroquial: Purísima Concepción. Conducción del cadáver: Hoy, viernes, a las cuatro de la tarde. Casa mortuoria: Bordadores, 4. El duelo se despide en la iglesia y Puerta de San Bernardo». Todo parecía normal y el dolor removió los recuerdos de los salmantinos, que guardaban en la memoria la imagen de aquel viejo pulcro y educado, que saludaba con el sombrero en la mano a los conocidos que se encontraba por la calle, atento y ceremonioso. Lo veían todavía, con las perneras del pantalón abombadas por las rodilleras y sus chalecos de lana hasta el cuello, sin abrigo a pesar del duro invierno salmantino, sonrosado al aire de la carretera de Zamora, por donde solía pasear, después de la tertulia vespertina del Casino, con dos o tres amigos. Y se acordaban de cuando quisieron ponerle una estatua en el centro de la ciudad y los gritos llegaron hasta el cielo.

Y lo recordaron cuando volvió del destierro, en tiempos de Primo de Rivera, rodeado de obreros y de estudiantes, y de socialistas y de anticlericales, en coche por la carretera de Valladolid, con la chapela puesta y el pelo más blanco todavía y la cara más afilada y curtida, emocionado y soberbio, estrechado y apretujado, traído y llevado, palmeado y vitoreado, mientras avanzaba lentamente hacia el Ayuntamiento, como un torero por la puerta grande después de una faena monumental, y cuando se asomó al balcón corrido de las Casas Consistoriales para agradecer el recibimiento y dijo aquello de: «¡Ya estoy aquí! ¡En mi Salamanca!», que enloqueció a la gente, que llenaba la Plaza Mayor, de orgullo ciudadano y de confirmación de su entusiasmo, y luego su decepción cuando, en lugar de exaltar el signo político de aquella manifestación de afecto y de protesta, dijo que lo que había que hacer era irse a trabajar a casa, porque eso era lo importante. La madre que lo parió, que era raro el tipo.

Y lo veían, a través de las fotografías de los periódicos de Madrid, donde a veces aparecía, con aire ausente y cara de convidado extraño, provinciano en el más exacto sentido de la palabra, como un intruso en la capital. Y lo recordaban en el frío salmantino de las ocho de la mañana –«no crea, que llevaba sus buenos dos o tres jerséis, debajo de la chaqueta»–, por la calle de la Rúa, camino del Palacio de Anaya, donde daba sus clases de griego, y algunos recordaban que una vez se había asomado al balcón de su casa de la calle de Bordadores, al paso de la Dolorosa de Corral, un Viernes Santo, y otros lo seguían viendo, mientras leía, por el verano, en aquel mismo balcón a últimas horas de la tarde, recogiendo el poco aire fresco de las plomizas tardes estivales del infierno de Salamanca.

Jean Cassou, en 1926, lo había visto, con «su soledad imperiosa, una avaricia necesaria y muy del terruño –de la tierra vasca–, la envidia...; cierta pasión que algunos llaman amor y que es para él una necesidad terrible de propagar esta carne»; como «un hombre de lucha, en lucha consigo mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, hombre de guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje, orador en el desierto, provocador vano, engañoso, paradógico, inconciliable, irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora, desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible y siempre vencido». Y lo había descrito en permanente movimiento, en agitación perpetua: «Camina derecho, llevando a dondequiera que vaya, o dondequiera que se pasee, en aquella hermosa plaza barroca de Salamanca, o en las calles de París, o en los senderos del País Vasco, su inagotable monólogo, siempre el mismo, a pesar de la riqueza de las variantes. Esbelto, vestido con el que llama su uniforme civil, firme la cabeza sobre los hombros, que no han podido sufrir jamás, ni aún en tiempo de nieve, un abrigo, marcha siempre adelante, indiferente a la calidad de sus oyentes».

Y hace también su retrato espiritual, que completa la imagen de aquel hombre, en el que había algo «de San Agustín y de Juan Jacobo, de todos los que absortos en la contemplación de su propio milagro no pueden soportar no ser eternos». «No tiene ideas...; pero este perpetuo monólogo, en que todas las ideas del mundo se mejen para hacerse problema personal, pasión viva, prueba hirviente, patético egoísmo...» La política formaba parte de su hacer individual, porque, para él, «hacer política es también salvarse. Es defender su persona, afirmarla, hacerla entrar para siempre en la historia. No es asegurar el triunfo de una doctrina, de un partido, acrecentar el territorio nacional o derribar un orden social», por eso «si hace política no puede entenderse con ningún político. Los decepciona a todos y sus polémicas se pierden en la confusión, porque es consigo mismo con quien polemiza... Así es que se encuentra en una continua mala inteligencia con sus contemporáneos..., feroz y sin generosidad, ignora todos los sistemas, todos los principios, todo lo que es exterior y objetivo».

Jean Cassou terminaba su retrato, acercándolo a la proximidad de sus lectores y descubriendo la parte que tenía de cada uno de los que le leían: «Con él tocamos el fondo del nihilismo español... Jamás le abandonó su congoja, ni aquel orgullo que comunica esplendor a todo cuanto toca... Está siempre despierto y si duerme es para recogerse mejor ante el sueño de la vida y gozar de él... Pero, reducido a ese punto extremo de la soledad y del egoísmo, es el más rico y el más humano de los hombres. Pues no cabe negar que haya reducido todos los problemas al más sencillo y el más natural y nada nos impide mirarnos en él como en un hombre ejemplar... Va a desaparecer un hombre: todo está ahí. Si rehúsa, minuto a minuto, esa partida, acaso va a salvarnos. A fin de cuentas es a nosotros a quienes defiende, defendiéndose».

Sus compatriotas vascos también lo pintaron, como un elemento más de su paisaje natal y un rostro más que añadir a su iconografía nacional. Ignacio Zuloaga lo había pintado entre sus nubes aborrascadas, oscuro, sentado y de perfil, con una especie de halo sobrenatural alrededor de la cabeza, aprovechando un desgarrón del cielo amenazante. Su rostro hierático parecía formar parte de aquel típico paisaje suyo encrespado que repetía en muchos de sus cuadros y que se humanizaba con la mirada que aquel hombre conseguía despegar del lienzo. Ramón de Zubiaurre, en el año 1911, lo pintó en Salamanca, con expresión un poco mefistofélica, sobre el fondo de la silueta oscura del «alto soto de torres» de Salamanca, como él le había dicho, cuando le comunicó el proyecto de su cuadro: «Yo quiero pintar su retrato en actitud trágica y teniendo por fondo la Universidad de Salamanca, iluminada por el fragor de un relámpago». La tragedia quedó traducida en las oscuras manchas de color, en los brochazos densos y en la dolorida expresión del modelo, que desmentía la fuerza de la poderosa cabeza y la fogosidad de todo el rostro. Sin embargo, de todos ellos, probablemente el que mejor lo retrató fuera Juan de Echevarría, que le hizo dos retratos en 1930 en Hendaya. Joaquín de la Puente describió uno de estos cuadros: «Aparece de frente con unas cuartillas en las manos y una estampa del Cristo de Velázquez sobre mesa contigua. Obra ésta de los finales de Echevarría, en que hay una regresión hacia la paleta oscura y quebrada con que emprendió sus primeros pasos de pintor..., hay más que una posible regresión o, lo que es más verosímil, la búsqueda de una gravedad en el talante formal para adecuar en él la respetada catadura temperamental del personaje efigiado..., el Unamuno de Hendaya se quiebra, se hace sordo, patético, áspero, restringiéndose las tintas y actuando el negro con vieja y terrible hosquedad española». Sobre el verde oscuro del fondo, en el que resalta el morado del tapete de la mesa, la figura está de pie y mira al espectador, con cierta impertinencia y con expresión entre asustada y soberbia, cansada, pero no vencida; el pelo como un erizo y la cara pálida muy iluminada, con los puntos negros de los ojos, concentrados por los círculos de las gafas. Todo estaba oscuro, menos la cabeza y las manos con las cuartillas, con la chaqueta abierta, sobre un cuerpo macizo de aldeano, un poco fondón. El otro retrato es un boceto, en el que sólo la cabeza está terminada; una sólida cabeza elegante, aristada y densa, con el pelo y la barba unificados por el blanco, los ojos despectivos y acerados, tras los lentes y bajo las cejas diabólicas; la punta de la barba se le riza en ola por un lado, el pelo se levanta indomable y los huesos de su orografía facial taladran la piel del cuadro en la frente de arrugas preocupadas, en los pómulos dominadores y en la nariz agresiva, que completa la tectónica volcánica del rostro.

Rubén Darío, 1907, lo había visto como sabio, poeta y místico: «Este hombre que escribe tan extrañas paradojas, este hombre a quien llaman sabio, este hombre que sabe griego, que sabe una media docena de idiomas, que ha aprendido solo el sueco y que sabe hacer incomparables pajaritas de papel, quiere también ser poeta... Es uno de los más notables renovadores de ideas que haya hoy, y, según mi modo de sentir, un poeta. Sí, poeta es asomarse a las puertas del misterio y volver de él con una vislumbre de lo desconocido en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más hondo del corazón de la vida y de la muerte... Un día, en conversación con literatos, dije de Unamuno: "Un pelotari en Patmos". Le fueron con el chisme, pero él supo comprender la intención, sabiendo que su juego era con las ideas y con los sentires, y que no es desdeñable el encontrarse en el mismo terreno con Juan el Vidente... La originalidad de este hombre, dicen las gentes, está en decir todo lo contrario de lo que dicen los demás, en dar vuelta como un guante a las ideas usuales. Éste es el señalado y censurado prurito de paradojismo...; de la pajarita de papel ha ido a la tribuna pública, a la conferencia; se ha hecho notar en el movimiento social de su patria, y ha tenido el singular valor de decir lo que él cree la verdad, sin temor a inmediatas y temibles hostilidades. Siempre, como veis, un poeta».

Todavía, a últimos de junio de 1936, seis meses antes de su muerte, le había dicho a Ramón Gómez de la Serna, en una fugaz visita a Madrid: «No me intoxico con alcohol ni con cigarro; me acuesto temprano, duermo bien, paseo todos los días, una o dos horas, me acuesto antes que el sol, ¿por qué no he de vivir hasta los noventa años?». Pero la guerra civil le traumatizó como una enfermedad irreversible. Frente a este optimista testimonio de vitalidad y de esperanza biológica, los testigos de aquellos seis últimos meses de su vida, en Salamanca, hablan de que solía decir: «Yo moriré como mi mujer, pero más deprisa, más deprisa». El mismo Ramón Gómez de la Serna imaginó su muerte, años después: «Hace mucho frío, en ese filo del último año, el filo más afilado. Ha debido haber helado en la mañana y la helada es como la guillotina para las cabezas calientes, pensantes». Poco antes de morir le había dicho a un visitante ocasional: «Me encuentro mejor que nunca», con una ceguera suicida de avestruz o una infantil negación de la evidencia, cuando ya su organismo iniciaba el declive de su desfallecimiento final, favorecido por una última bronca, por un arrebato más de su largo anecdotario de cascarrabias irremediable, confirmado en su postrera anécdota, en el umbral de su extinción, después de un intensivo recrudecimiento durante los pasados meses, pues, como recordaba Gómez de la Serna, en el 36 «estaba más cascarrabias que nunca».

Este mismo autor lo ha fijado, para siempre, en su decorado de Salamanca, con «su rostro de búho joven»: «Tenía algo de onagro y al mismo tiempo mucho de sabio como Séneca (...) es el profesor en que he visto más campechanía y más violencia antiprofesoral (...) parece que pellizca las palabras con la nasalización fatal de su voz (...) Una agresividad de cascarrabias impera en lo que dice (...) Sus ojos desconfían de alrededor, se escapan por las rendijas laterales de sus gafas (...) Salamanca le limpiaba y le dignificaba (...) permaneció fiel a su Salamanca y sus santuarios (...) Ese despertar de primera misa que hay en Salamanca –con su marco de piedras doradas– le dio su goce y su escalofrío de pobre de pedir limosna (...) Era un ser noble y humano como él solo (...) Además de todo lo grande que era, tenía la condición de ser uno de esos hombres pintorescos, que dan plasticidad de alto relieve a lo contemporáneo, que alegran la vida tan escasa de anécdotas (...) Era varón y de los pocos místicos que quedaban en España, y eso le mantuvo puro, admirable, equidistante, comprendiendo y siendo lógico con las catedrales y su ambiente de alrededor... Hizo siempre lo que creyó que debía de hacer, sin pensar en las consecuencias. Una vez venía de Mallorca y al encontrarle en el Ateneo nos dijo:

»–¿Conocen ustedes a una mujer bastante guapa, que se llama Raquel Meyer?

»–Sí; una canzonetista de fama.

»–La misma. Me la han presentado en el barco y me ha dicho: “¡Le admiro a usted mucho, don Miguel...!”. Esta admiración me tortura... ¿Es tan malo lo que hago?».

 

 

Aquel hombre viejo había muerto entre las cuatro y media y las cinco de la tarde, la vieja hora ritual de la fiesta española. Como había sido en vida, su cadáver fue un cadáver disputado e incómodo. Aquella noche cayó una helada negra; la gente además de frío tenía miedo y dolor; la ciudad estaba a oscuras, por temor a los ataques nocturnos de los aviones; las tinieblas exteriores ahilaban la luz de las rendijas de las ventanas mal ajustadas. Al día siguiente, cuando cuatro falangistas mercenarios arrebataron el féretro para sacarlo de su casa, el nieto de aquel hombre, Miguel, el hijo del poeta José María Quiroga, que tenía siete años, asustado por lo que veía y oía, echó a correr por los sombríos corredores de la casa mortuoria, en el crepúsculo anticipado de las cuatro de una tarde invernal y desabrida, gritando que «se llevan al abuelo, a tirarlo al río».