El día 31 de diciembre de 1936 cayó en jueves y en
Salamanca nevó. Por la tarde, poco antes del prematuro crepúsculo invernal,
hacia las cinco de la tarde, murió un hombre viejo, que, a pesar de ser un
tiempo de muchos muertos diarios, tuvo una muerte singular, como correspondía a
la fama de su nombre y al acontecer de su vida. Porque aquel muerto, entre los
cientos de muertos que aquel año murieron en la ciudad y entre los miles de
muertos que aquel año murieron en el país, no era un muerto más; era un muerto
que, después de una niñez anormalmente anclada en la dependencia materno-filial
y traumatizada por el narcisismo y la envidia, se había pasado la vida,
horrorizado por la nada, temiendo a la muerte y ansiosamente prendido de la
idea de la inmortalidad. Los que le vieron en su lecho de cadáver recordarían
intrigados la placidez de su rostro, como si sus músculos faciales se hubieran
distendido finalmente ante la inminencia de la nada; a todos les sorprendería
aquella inesperada serenidad después de una existencia atormentada y
menesterosa, recomido de inaccesibles satisfacciones espirituales. Como si ya
fuera inútil la encrespada violencia de su máscara, su voluntad de expresión se
había relajado, en el último momento, y los huesos de la cara mantenían
únicamente el armazón de una inerte memoria familiar, la vacía inanidad de una
cosa.
Gutiérrez Solana, aquel mismo año, lo había pintado,
febril y esclerótico, sobre un fondo oscuro, del que emergían los libros
amontonados y la verticalidad hirsuta de aquel viejo de setenta años, más
ornitológico que nunca, con el pelo cano y erizado, como hebras electrificadas,
prolongación de sus ideas, en el supuesto improbable de que aquel hombre
hubiera tenido ideas alguna vez y no solamente pasiones desbandadas. «A don
Miguel hay que pintarle con el pelo alborotado», contaba Solana. «Un día me
vino muy peinado de la peluquería y le dije: "Así no es usted". Y esa
tarde no di una pincelada en su retrato.» Era un hombre del que la biografía
interesaba tanto como su obra y su iconografía más que sus anécdotas. En el
retrato de Solana, sus ojos de miope taladraban el cristal concéntrico de sus
gafas de concha negra, y sus manos, óseas y robustas, se encorvaban entre la
garra y el puño, entre el púgil y el águila, mientras el cuero, la madera y los
clavos dorados del sillón frailuno y rectoral, sobre el que se asentaba su
frágil esqueleto de anciano, eran ya reliquia de museo, antigüedad onerosa para
la retórica del pasado. Y la pajarita de papel, blanca e identificativa,
haciendo juego con el cuello de la camisa, la barba y la luminosa frente
biselada del hombre, se posaba, ingrávida y decorativa, junto al negro de su
vestimenta de clérigo protestante. El expresionismo solanesco apuraba todos sus
recursos sobre aquella carátula, entre diabólica y fantasmal, a punto de
estallar de agresividad y de patetismo.
Todo aquello se había terminado. Aquella roca de
resistencia y de rebeldía se había varado en el silencio de una eternidad sin
retorno. Aquella máquina de proferir gritos había enmudecido, contra su
costumbre, cuando a su alrededor todo el mundo gritaba enloquecido, azuzado por
el olor de la sangre reciente, enardecido por el vértigo ciego de la
destrucción de la guerra civil. Uno de los testigos de su cadáver hablaría de
su color «ceniciento por la sombra de la muerte», echando en falta sobre la
piel última de su imagen definitiva las acostumbradas huellas del sol abierto
de su gusto por el aire libre. Había perdido hasta el color, entre el rojo
sanguíneo y el moreno montañero, y la palidez lunar de su rostro presuponía la
complicidad del sudario. Evidentemente, aquel hombre estaba muerto y no sé si
decir que bien muerto, porque si la muerte siempre llega a destiempo, aquel
hombre había muerto cuando debía morir, cuando probablemente estaba ya muerto,
cuando la biología celular era su único débito con la vida. Carcasa humana,
revestida de sí misma, la tranquila aceptación de la nada podría equivaler a un
aliviado gesto de despedida, a la infantil premonición de un inmediato descanso
apetecido o a la decrepitud moral que se resigna con un «ahí os quedáis», que
oculta el desencanto y la frontera de una última desesperación no asumida.
Años antes, en 1929, durante su destierro en
Hendaya, en el paisaje vasco de su infancia, recuperado felizmente por su
memoria, Vázquez Díaz había dibujado su cabeza y después le había hecho un
retrato al óleo, que conservaba, atenuadas por el color, las sugeridas líneas
cubistas del dibujo original. Los rasgos étnicos de su rostro facilitaban la
interpretación geométrica de sus espacios faciales, que se afirmaban en la
nariz poderosa y en los pómulos excesivos, que mantenían el vigor de toda la
arquitectura de su cara, subrayada también por la fuerza de las mandíbulas, que
la rudeza de la barba, ya blanquecina, delataba y confirmaba con los pigmentos
plomizos de su virutilla ornamental. Era un rostro duro e impresionante, que
dominaba la oscuridad funcional del abrigo y de las ropas y hacía olvidar los
suaves fondos azules verdosos, sobre los que la silueta compacta se destacaba.
Las cejas en circunflejo y la mano al pecho interiorizaban una mirada pensativa
y perpleja, que iba mucho más allá del libro que reposaba indiferente sobre sus
rodillas, en el que se tendía la mano izquierda, dudosa y amorosamente. La
extrañeza de la figura se aumentaba por un sombrero negro, de insólitas alas
cortas, que coronaba la efigie reposada de un hombre ensimismado mientras mira
hacia lo lejos, con los ojos bien abiertos, en un gesto serio, escudriñador y ligeramente
irritado, sobre un alzacuellos casi clerical e inmaculado. Ni siquiera la
abstracción geométrica de los planos cubistas podía impedir la penetración de
aquellos ojos, apenas frenada por los delgados lentes.
Hacía frío en Salamanca aquella tarde, como siempre
por aquellas fechas; pero lo que era nuevo entonces era el horror de la guerra
civil, instalado en las conciencias, la brutalidad exhibida como una virtud por
las calles y ascendida hasta los titulares de los periódicos de la ciudad, en
uno de los cuales se llegó a pedir la reposición del Tribunal del Santo Oficio,
más conocido con el nombre de Inquisición. Junto a las tapias del cementerio
municipal, al poniente, más allá del Calvario, las huellas sangrientas y
sonoras de los fusilamientos masivos de republicanos, masones, comunistas,
socialistas y liberales creaban el horizonte nocturno de aquel hombre viejo que
acababa de morir. Porque a muchos de ellos los conocía, los estimaba, incluso
los quería. Para quien la muerte había sido una obsesión desde niño, aquellas
muertes colectivas, que se sucedían desde hacía casi seis meses, debieron
exasperar su menesterosa necesidad de racionalidad, su desamparada orfandad de
expósito. Su papel de excitator Hispaniae, que Ernst Robert Curtius le
había verbalizado hacía ya mucho tiempo, debió de dolerle en las entrañas,
mientras comprobaba que la excitación de España había llegado al paroxismo y no
precisamente por su culpa o, mejor dicho, no por su culpa más que por la de los
otros. Víctima y verdugo, como todos, morir en paz en aquellas extrañas
circunstancias, en aquel paisaje urbano de odios terrores, era casi un
escándalo.
Pío Baroja
en sus Memorias lo recordaría como creído, ingenuo, dictador, áspero, aldeano,
intransigente, excesivo, «hombre de ciudad y de ciudad universitaria», egoísta,
arbitrario y defensor de «un vasquismo salmantino y unamunesco». Físicamente,
lo describiría diciendo que «tenía el cráneo pequeño y la frente huida», por lo
que coincide con la versión escultórica de Pablo Serrano, con su cabeza
pequeña, afilada, emergiendo de las masas tormentosas del hierro forjado, negro
y revuelto, más que con la versión de Victorio Macho, bronce y granito, que le
pone una poderosa cabeza, de frente sólida y prominente, con armadura de guerra
y énfasis de liturgia. A él no le gustaba esta escultura, porque decía: «¡Es
tan tétrica! El vestido en negro y la cabeza en blanco. Es como si pasase en
figura de cera a la posteridad». Esto lo diría con su voz un tanto atiplada,
pues Baroja recordaría también que «tenía una voz bastante aguda», confirmada
por las grabaciones fonográficas conservadas, que provocaron la estrepitosa
huida de aquel hombre, cuando por primera vez se oyó la voz, reproducida
mecánicamente, deshumanizada y enlatada, sorprendentemente irreconocible, lejos
de la gravedad de sus palabras y mucho más lejos de la sonoridad de sus
intenciones.
No, aquel hombre no era un muerto cualquiera. Por
dos veces habían solicitado para él el Premio Nobel de Literatura; había
escrito casi un centenar de libros y cientos de artículos en los periódicos de
España y de Latinoamérica; había sido rector de la Universidad de Salamanca, la
universidad más antigua de España, durante muchos años y catedrático de lengua
griega y profesor de lengua castellana en su Facultad de Filosofía y Letras;
concejal en varias ocasiones en el Ayuntamiento salmantino y diputado a Cortes
en la II República española, había sido nombrado Ciudadano de Honor del régimen
republicano, en el 1935; doctor honoris causa por las Universidades de
Oxford y Grenoble; había recorrido muchas veces la península, encendiendo con
su verbo apasionado las imaginaciones inconformistas de sus oyentes; había
hecho campañas de socialismo agrario por la provincia y había fatigado con
insistencia los caminos de una libertad esquiva. Salamanca, la ciudad de su
elección de por vida, tuvo en él el monumento vivo más atractivo, y el país, su
voz más soberanamente libre y más
vigilantemente trágica. Antonio Machado le llamó «donquijotesco» y le reconoció
que «a un pueblo de arrieros, lechuzos y tahúres
y logreros dicta lecciones de
Caballería».
En su madurez, Salvador de Madariaga lo veía recio y
agresivo, insociable y monologante: «Su personalidad independiente e
individualista se manifiesta admirablemente en su rostro y figura: tez sana y
roja, cabeza de vigorosa estructura, en la que cada hueso exige y obtiene toda
la atención que le corresponde, a pesar del magnetismo de dos ojos agresivos y
de la actitud casi de desafío que anima el conjunto. Es esencialmente
insociable. La naturaleza, interminables paseos solo o con un amigo, más
dispuesto a oír que a hablar, son sus placeres favoritos, y sus temas, los
primitivos y esenciales del hombre. En sociedad, tiende al monólogo y maneja a
veces un martillo algo pesado. Las anécdotas que de él se cuentan, sean o no
históricas, son significativas. Acaba de explicar en un corro que necesita
mucho sueño; un desdichado que no se da cuenta de quién es se atreve a dudar de
la necesidad de tal pérdida de tiempo, aduciendo que a él le bastan cinco
horas. "¡Ah, salta él, pero cuando yo estoy despierto, estoy mucho más
despierto que usted"».
Max Aub, más joven, lo recordará en términos
parecidos: «Alto, hermoso como búho –si éste puede serlo–, de pelo que se le
volvió pronto cano y blanco, hirsuto. La ropa negra, el alzacuellos impoluto,
andaba a grandes zancadas, las manos cruzadas a la espalda, más amigo de hablar
que de conversar, encerrado en sí, deseoso de leer al primero que se le
enfrentara sus últimos versos; siempre desbordando. Sin otros amores que los
que la Iglesia le santificó, desconfiado de las mujeres como no estuviesen en
su papel de madres, ardía constantemente en indignación. La caridad no parece
haber sido virtud de sus amores; se sabía egoísta, quizás envidioso: para
librarse de esos males los retrató como pocos. Amó a España tanto como a la
poesía, las confundió. Fue, posiblemente, el escritor más importante de su
tiempo, y el más fecundo cuando hubo tantos que tanto escribieron. Abarcó más
que nadie, siendo el más personal. Tan metido dentro de su obra, tan preocupado
por sobrevivir íntegro, que se hizo "tajadas para ser inmortal", como
dice Quevedo».
Los médicos certificaron su muerte por congestión
cerebral; Ortega y Gasset dijo que había muerto de «mal de España» y Giménez
Caballero, que estaba entonces trabajando en los servicios de Propaganda de los
militares rebeldes, en el Palacio de Anaya, de Salamanca, donde aquel hombre
viejo había explicado sus últimas lecciones de maestro, exclamó, al enterarse
de su muerte: «Las máquinas de escribir tienen que disparar toda la noche como
ametralladoras». La precisión científica, la retórica orteguiana y la metáfora
bélica fascista, con resonancias futuristas, fueron cubriendo el cadáver de
aquel hombre, que se había ido enfriando, en su última morada de la calle de
Bordadores, número cuatro, frente al humilde y provinciano campo de San
Francisco, a la vista de la torre del Palacio de Monterrey, a la que había
llamado «armónica frase de piedras talladas», y junto al renacentista torreón
de las Úrsulas, contra cuya oscuridad cimera se silueteaban fugazmente los
copos de nieve de aquel feroz invierno salmantino. Rodeado de sus familiares y
de catedráticos silenciosos, de traidores a su pensamiento y de falangistas
histéricos, el velatorio de aquel hombre era un esperpento más de la España
mineralizada y agonizante.
Vicente Aleixandre había encontrado a aquel hombre,
dos o tres años antes de morir, y lo recordaba «con su sombrero negro y
redondo, su barba ya casi blanca, su nariz incisiva, sus gafas, su chaleco
cerrado, su negrísimo traje. Su son lento pero firme sobre la acera», y, pasado
el tiempo, seguía oyéndole, «y todavía, y siempre, se le oye, con su voz, y
aquel leve carraspeo que la interrumpía. Y se le ve, en una pausa, sacudir las
manos sobre las solapas». Y Rafael Alberti lo vio, en mayo de 1931, como un
viejo robusto y apasionado: «Maravillado quedé de su pasión por todo, de su
fresca juventud, su dura y entretenida palabra» y se le quedarían en la memoria
«la hermosa figura», «la noble expresión de su rostro», «el ardoroso ahínco
puesto en la interminable lectura de su borrador», el de una de sus últimas
obras, titulada El hermano Juan, tardía rectificación de su desdén por
el mito de don Juan y, sobre todo, «su magnífica lección de salud y energía, de
fecundidad y entusiasmo», rememorando con admiración a «aquel potente viejo»,
echándole de menos, lamentándose de su silencio: «Viejo y enloquecido don
Miguel, ¡quién nos diera ahora, a pesar de tus dramáticas contradicciones, de
tus infantiles y peligrosas veleidades, escuchar nuevamente tu palabra cargada
de explosivos y pólenes celestes!».
Lo primero que se pensó, en aquella Salamanca
ahogada de sollozos y de alientos contenidos y exaltada por la fiebre de la
guerra y el furor de los conversos, fue que lo habían matado, que, por fin, lo
habían matado. Estupor y complacencia se mezclaron en la sangre cainita de la
ciudad. Viejos rencores, sofocadas admiraciones, curiosidades indiferentes y
tenebrosos remordimientos recibieron la noticia como otro parte de guerra más.
El viejo santón había muerto y la ciudad se liberaba del demonio. Pero también
el horror, el descubrimiento, por si hacía falta, de que ya todo era posible y
que la obediencia mineral era la única posibilidad de supervivencia. Aquel
intelectual extravagante, medio cura, medio anarquista, se había atrevido a
protestar y se la habían guardado hasta mejor ocasión. El terror tenía otra
disculpa. Aquellos miserables no reparaban en nada; al fin y al cabo, era un
hombre viejo, indefenso y residual. El mal que hubiera podido hacer no era nada
comparado con el mal que los otros estaban haciendo. Es verdad que a los
intelectuales, aborrecida raza de letrados irresponsables, siempre hay que
tenerlos en cuarentena; pero de ahí a matarlos va mucha diferencia. La piedad
no parecía ser grata a los nuevos dioses, mientras que la venganza parecía su
primera virtud.
Después se supo que había muerto de muerte natural,
intoxicado por el brasero. En la Funeraria El Carmen recibieron el encargo de
los ritos mortuorios, incluida la esquela en El Adelanto, uno de los periódicos locales, en los términos
habituales en aquellos casos: «Funeral: Hoy, 1 de enero, a las once de la
mañana. Iglesia Parroquial: Purísima Concepción. Conducción del cadáver: Hoy,
viernes, a las cuatro de la tarde. Casa mortuoria: Bordadores, 4. El duelo se
despide en la iglesia y Puerta de San Bernardo». Todo parecía normal y el dolor
removió los recuerdos de los salmantinos, que guardaban en la memoria la imagen
de aquel viejo pulcro y educado, que saludaba con el sombrero en la mano a los
conocidos que se encontraba por la calle, atento y ceremonioso. Lo veían
todavía, con las perneras del pantalón abombadas por las rodilleras y sus
chalecos de lana hasta el cuello, sin abrigo a pesar del duro invierno
salmantino, sonrosado al aire de la carretera de Zamora, por donde solía
pasear, después de la tertulia vespertina del Casino, con dos o tres amigos. Y
se acordaban de cuando quisieron ponerle una estatua en el centro de la ciudad
y los gritos llegaron hasta el cielo.
Y lo recordaron cuando volvió del destierro, en tiempos de
Primo de Rivera, rodeado de obreros y de estudiantes, y de socialistas y de
anticlericales, en coche por la carretera de Valladolid, con la chapela puesta
y el pelo más blanco todavía y la cara más afilada y curtida, emocionado y
soberbio, estrechado y apretujado, traído y llevado, palmeado y vitoreado,
mientras avanzaba lentamente hacia el Ayuntamiento, como un torero por la
puerta grande después de una faena monumental, y cuando se asomó al balcón
corrido de las Casas Consistoriales para agradecer el recibimiento y dijo
aquello de: «¡Ya estoy aquí! ¡En mi Salamanca!», que enloqueció a la gente, que
llenaba la Plaza Mayor, de orgullo ciudadano y de confirmación de su
entusiasmo, y luego su decepción cuando, en lugar de exaltar el signo político
de aquella manifestación de afecto y de protesta, dijo que lo que había que
hacer era irse a trabajar a casa, porque eso era lo importante. La madre que lo
parió, que era raro el tipo.
Y lo veían, a través de las fotografías de los
periódicos de Madrid, donde a veces aparecía, con aire ausente y cara de
convidado extraño, provinciano en el más exacto sentido de la palabra, como un
intruso en la capital. Y lo recordaban en el frío salmantino de las ocho de la
mañana –«no crea, que llevaba sus buenos dos o tres jerséis, debajo de la
chaqueta»–, por la calle de la Rúa, camino del Palacio de Anaya, donde daba sus
clases de griego, y algunos recordaban que una vez se había asomado al balcón
de su casa de la calle de Bordadores, al paso de la Dolorosa de Corral, un
Viernes Santo, y otros lo seguían viendo, mientras leía, por el verano, en
aquel mismo balcón a últimas horas de la tarde, recogiendo el poco aire fresco
de las plomizas tardes estivales del infierno de Salamanca.
Jean Cassou, en 1926, lo había visto, con «su
soledad imperiosa, una avaricia necesaria y muy del terruño –de la tierra
vasca–, la envidia...; cierta pasión que algunos llaman amor y que es para él
una necesidad terrible de propagar esta carne»; como «un hombre de lucha, en
lucha consigo mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, hombre de
guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje,
orador en el desierto, provocador vano, engañoso, paradógico, inconciliable,
irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora,
desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible y siempre vencido». Y lo había descrito en permanente movimiento, en
agitación perpetua: «Camina derecho, llevando a dondequiera que vaya, o
dondequiera que se pasee, en aquella hermosa plaza barroca de Salamanca, o en
las calles de París, o en los senderos del País Vasco, su inagotable monólogo, siempre
el mismo, a pesar de la riqueza de las variantes. Esbelto, vestido con el que
llama su uniforme civil, firme la cabeza sobre los hombros, que no han podido
sufrir jamás, ni aún en tiempo de nieve, un abrigo, marcha siempre adelante,
indiferente a la calidad de sus oyentes».
Y hace también su retrato espiritual, que completa
la imagen de aquel hombre, en el que había algo «de San Agustín y de Juan
Jacobo, de todos los que absortos en la contemplación de su propio milagro no
pueden soportar no ser eternos». «No tiene ideas...; pero este perpetuo
monólogo, en que todas las ideas del mundo se mejen para hacerse problema
personal, pasión viva, prueba hirviente, patético egoísmo...» La política
formaba parte de su hacer individual, porque, para él, «hacer política es
también salvarse. Es defender su persona, afirmarla, hacerla entrar para
siempre en la historia. No es asegurar el triunfo de una doctrina, de un
partido, acrecentar el territorio nacional o derribar un orden social», por eso
«si hace política no puede entenderse con ningún político. Los decepciona a
todos y sus polémicas se pierden en la confusión, porque es consigo mismo con
quien polemiza... Así es que se encuentra en una continua mala inteligencia con
sus contemporáneos..., feroz y sin generosidad, ignora todos los sistemas,
todos los principios, todo lo que es exterior y objetivo».
Jean Cassou terminaba su retrato, acercándolo a la
proximidad de sus lectores y descubriendo la parte que tenía de cada uno de los
que le leían: «Con él tocamos el fondo del nihilismo español... Jamás le
abandonó su congoja, ni aquel orgullo que comunica esplendor a todo cuanto
toca... Está siempre despierto y si duerme es para recogerse mejor ante el
sueño de la vida y gozar de él... Pero, reducido a ese punto extremo de la
soledad y del egoísmo, es el más rico y el más humano de los hombres. Pues no
cabe negar que haya reducido todos los problemas al más sencillo y el más
natural y nada nos impide mirarnos en él como en un hombre ejemplar... Va a
desaparecer un hombre: todo está ahí. Si rehúsa, minuto a minuto, esa partida,
acaso va a salvarnos. A fin de cuentas es a nosotros a quienes defiende,
defendiéndose».
Sus compatriotas vascos también lo pintaron, como un
elemento más de su paisaje natal y un rostro más que añadir a su iconografía
nacional. Ignacio Zuloaga lo había pintado entre sus nubes aborrascadas,
oscuro, sentado y de perfil, con una especie de halo sobrenatural alrededor de
la cabeza, aprovechando un desgarrón del cielo amenazante. Su rostro hierático parecía
formar parte de aquel típico paisaje suyo encrespado que repetía en muchos de
sus cuadros y que se humanizaba con la mirada que aquel hombre conseguía
despegar del lienzo. Ramón de Zubiaurre, en el año 1911, lo pintó en Salamanca,
con expresión un poco mefistofélica, sobre el fondo de la silueta oscura del
«alto soto de torres» de Salamanca, como él le había dicho, cuando le comunicó
el proyecto de su cuadro: «Yo quiero pintar su retrato en actitud trágica y
teniendo por fondo la Universidad de Salamanca, iluminada por el fragor de un
relámpago». La tragedia quedó traducida en las oscuras manchas de color, en los
brochazos densos y en la dolorida expresión del modelo, que desmentía la fuerza
de la poderosa cabeza y la fogosidad de todo el rostro. Sin embargo, de todos
ellos, probablemente el que mejor lo retrató fuera Juan de Echevarría, que le
hizo dos retratos en 1930 en Hendaya. Joaquín de la Puente describió uno de
estos cuadros: «Aparece de frente con unas cuartillas en las manos y una
estampa del Cristo de Velázquez sobre mesa contigua. Obra ésta de los finales
de Echevarría, en que hay una regresión hacia la paleta oscura y quebrada con
que emprendió sus primeros pasos de pintor..., hay más que una posible
regresión o, lo que es más verosímil, la búsqueda de una gravedad en el talante
formal para adecuar en él la respetada catadura temperamental del personaje
efigiado..., el Unamuno de Hendaya se quiebra, se hace sordo, patético, áspero,
restringiéndose las tintas y actuando el negro con vieja y terrible hosquedad
española». Sobre el verde oscuro del fondo, en el que resalta el morado del
tapete de la mesa, la figura está de pie y mira al espectador, con cierta
impertinencia y con expresión entre
asustada y soberbia, cansada, pero no
vencida; el pelo como un erizo y la cara pálida muy iluminada, con los puntos
negros de los ojos, concentrados por los círculos de las gafas. Todo estaba
oscuro, menos la cabeza y las manos con las cuartillas, con la chaqueta
abierta, sobre un cuerpo macizo de aldeano, un poco fondón. El otro retrato es
un boceto, en el que sólo la cabeza está terminada; una sólida cabeza elegante,
aristada y densa, con el pelo y la barba unificados por el blanco, los ojos
despectivos y acerados, tras los lentes y bajo las cejas diabólicas; la punta
de la barba se le riza en ola por un lado, el pelo se levanta indomable y los
huesos de su orografía facial taladran la piel del cuadro en la frente de
arrugas preocupadas, en los pómulos dominadores y en la nariz agresiva, que
completa la tectónica volcánica del rostro.
Rubén Darío, 1907, lo había visto como sabio, poeta
y místico: «Este hombre que escribe tan extrañas paradojas, este hombre a quien
llaman sabio, este hombre que sabe griego, que sabe una media docena de
idiomas, que ha aprendido solo el sueco y que sabe hacer incomparables
pajaritas de papel, quiere también ser poeta... Es uno de los más notables
renovadores de ideas que haya hoy, y, según mi modo de sentir, un poeta. Sí,
poeta es asomarse a las puertas del misterio y volver de él con una vislumbre
de lo desconocido en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más
hondo del corazón de la vida y de la muerte... Un día, en conversación con
literatos, dije de Unamuno: "Un pelotari en Patmos". Le fueron con el
chisme, pero él supo comprender la intención, sabiendo que su juego era con las
ideas y con los sentires, y que no es desdeñable el encontrarse en el mismo
terreno con Juan el Vidente... La originalidad de este hombre, dicen las
gentes, está en decir todo lo contrario de lo que dicen los demás, en dar
vuelta como un guante a las ideas usuales. Éste es el señalado y censurado
prurito de paradojismo...; de la pajarita de papel ha ido a la tribuna pública,
a la conferencia; se ha hecho notar en el movimiento social de su patria, y ha
tenido el singular valor de decir lo que él cree la verdad, sin temor a
inmediatas y temibles hostilidades. Siempre, como veis, un poeta».
Todavía, a últimos de junio de 1936, seis meses
antes de su muerte, le había dicho a Ramón Gómez de la Serna, en una fugaz
visita a Madrid: «No me intoxico con alcohol ni con cigarro; me acuesto
temprano, duermo bien, paseo todos los días, una o dos horas, me acuesto antes
que el sol, ¿por qué no he de vivir hasta los noventa años?». Pero la guerra
civil le traumatizó como una enfermedad irreversible. Frente a este optimista
testimonio de vitalidad y de esperanza biológica, los testigos de aquellos seis
últimos meses de su vida, en Salamanca, hablan de que solía decir: «Yo moriré
como mi mujer, pero más deprisa, más deprisa». El mismo Ramón Gómez de la Serna
imaginó su muerte, años después: «Hace mucho frío, en ese filo del último año,
el filo más afilado. Ha debido haber helado en la mañana y la helada es como la
guillotina para las cabezas calientes, pensantes». Poco antes de morir le había
dicho a un visitante ocasional: «Me encuentro mejor que nunca», con una ceguera
suicida de avestruz o una infantil negación de la evidencia, cuando ya su
organismo iniciaba el declive de su desfallecimiento final, favorecido por una
última bronca, por un arrebato más de su largo anecdotario de cascarrabias
irremediable, confirmado en su postrera anécdota, en el umbral de su extinción,
después de un intensivo recrudecimiento durante los pasados meses, pues, como
recordaba Gómez de la Serna, en el 36 «estaba más cascarrabias que nunca».
Este mismo autor lo ha fijado, para siempre, en su
decorado de Salamanca, con «su rostro de búho joven»: «Tenía algo de onagro y
al mismo tiempo mucho de sabio como Séneca (...) es el profesor en que he visto
más campechanía y más violencia antiprofesoral (...) parece que pellizca las
palabras con la nasalización fatal de su voz (...) Una agresividad de
cascarrabias impera en lo que dice (...) Sus ojos desconfían de alrededor, se
escapan por las rendijas laterales de sus gafas (...) Salamanca le limpiaba y
le dignificaba (...) permaneció fiel a su Salamanca y sus santuarios (...) Ese
despertar de primera misa que hay en Salamanca –con su marco de piedras
doradas– le dio su goce y su escalofrío de pobre de pedir limosna (...) Era un
ser noble y humano como él solo (...) Además de todo lo grande que era, tenía
la condición de ser uno de esos hombres pintorescos, que dan plasticidad de
alto relieve a lo contemporáneo, que alegran la vida tan escasa de anécdotas
(...) Era varón y de los pocos místicos que quedaban en España, y eso le
mantuvo puro, admirable, equidistante, comprendiendo y siendo lógico con las
catedrales y su ambiente de alrededor... Hizo siempre lo que creyó que debía de
hacer, sin pensar en las consecuencias. Una vez venía de Mallorca y al
encontrarle en el Ateneo nos dijo:
»–¿Conocen ustedes a una mujer bastante guapa, que
se llama Raquel Meyer?
»–Sí; una canzonetista de fama.
»–La misma. Me la han presentado en el barco y me ha
dicho: “¡Le admiro a usted mucho, don Miguel...!”. Esta admiración me
tortura... ¿Es tan malo lo que hago?».
Aquel
hombre viejo había muerto entre las cuatro y media y las cinco de la tarde, la
vieja hora ritual de la fiesta española. Como había sido en vida, su cadáver
fue un cadáver disputado e incómodo. Aquella noche cayó una helada negra; la
gente además de frío tenía miedo y dolor; la ciudad estaba a oscuras, por temor
a los ataques nocturnos de los aviones; las tinieblas exteriores ahilaban la
luz de las rendijas de las ventanas mal ajustadas. Al día siguiente, cuando
cuatro falangistas mercenarios arrebataron el féretro para sacarlo de su casa,
el nieto de aquel hombre, Miguel, el hijo del poeta José María Quiroga, que
tenía siete años, asustado por lo que veía y oía, echó a correr por los
sombríos corredores de la casa mortuoria, en el crepúsculo anticipado de las
cuatro de una tarde invernal y desabrida, gritando que «se llevan al abuelo, a
tirarlo al río».