Comienzo
de Tiresias
Lo deseaba
hasta tal punto que, al no poder acceder a él, me entregué a otros pensando en
él, pero el cielo no se burló de mí. Di con un muchacho aún más hermoso que él,
y, como él, de unos veinte años, un coloso oscuro de caderas nacaradas y
opulentas, de ojos color gris pálido y que, por fortuna (y he aquí lo
increíble), respondía también al nombre de Richard.
–¿Así que
soy el primer Richard que «te haces»? –me preguntó.
–Doy una gran importancia a los nombres.
–También
yo.
En el jersey
llevaba bordados un león rojo y un leopardo amarillo, y le supliqué que se lo
dejase puesto un momento. Adoraba pensar que estaríamos desnudos con aquellas
dos bestias feroces entre nuestros corazones.
Tras
quitarse esta última prenda, se tendió boca arriba cuan largo era, con las
piernas entreabiertas, y yo me arrodillé primero al borde del diván, con mi
mirada posada sobre el eje de su cuerpo, que se me presentaba hendido,
espléndido. ¡Qué perspectiva admirable y suntuosa! Existe una de la Escuela Romana
de Miguel Ángel que se parecía a lo que veía en ese instante.
Le dije:
–¿Me
permitirías adorarte un momento?
Y él:
–¿Todo el
mundo ama ser adorado?
Yo:
–Incluso
si se le adora pensando en otra persona.
Él:
–¡Pues
maldito sea yo si, cuando salgas de aquí, no te he hecho olvidarla por
completo!
–De
acuerdo.
Su vello dibujaba sobre sus muslos dorados rosas negras como las que se
veían esparcidas sobre los muslos de Malatesta, como las del pelaje de las
panteras, y en el momento en que se lo comenté se lanzó sobre mí y me mordió en
un hombro. Por más que intenté defenderme, me dio la vuelta por completo hasta
ponerme boca abajo, y su rostro se amoldaba tan bien a mi nuca que lo veía
mejor que estando de frente, cuando de pronto, sin saber cómo había sucedido,
me encontré clavado por su aguijón. Entonces, mientras me poseía, seguro de que
no me liberaría, apareció por detrás de mi brazo su boca, sensual, suculenta,
como una granada entreabierta.
Nunca
antes había sentido al mismo tiempo una dulzura tan apacible y un dolor tan
cruel. Hasta tal punto el suplicio y el placer se exaltaban el uno al otro que
me daba lo mismo vivir que morir, y se lo dije. Terminé por olvidar el suplicio
para concentrarme en el placer.
–¡Dios mío
–murmuró–, qué estrecho es el pasaje!
–¡Dios mío
–grité–, qué duro y exigente es quien pasa, y qué apresurado y cargado va su
séquito!
–Si me
desgarra tu anillo, que yo desgarro a mi vez, no me lo agradezcas a mí más que
a ti mismo. Es un dolor agradable, ¿soy el primero en dártelo a conocer?
Recíbelo como si te dotara, por arte de mi varita mágica, de un segundo sexo.
A estas palabras sacramentales, unidos nuestros labios, les siguió una
terrible embestida que aceleró su avance, y rodamos fuera de la cama, sobre el
parqué, donde ya no se distinguían sus miembros de los míos, donde no
formábamos más que un extraño nudo de raíces entrelazadas. Apenas entreabrí los
ojos, nuestras voces se unieron en un grito desgarrador: su dulzura se
derramaba dentro de mí, mi dulzura inundaba sus manos.
–Finalmente
–le dije–, has logrado que ya no sea solamente un hombre. ¡Tiresias! ¡Tiresias!
Y él:
–¿Cómo has
podido esperar tanto para conocer esta metamorfosis?
Le conté
que, cuando tenía más o menos veintitrés años, se cruzó en mi camino un
muchacho extraordinario que desempeñó para mí el papel de una mujer. Lo llamaba
«Boca de Marfil». Nos habíamos conocido en el Teatro Francés el día del estreno
de Bagatelle. Por entonces yo lo
ignoraba todo con respecto al vicio, y él me había iniciado en la sodomía,
aunque para someterse a mí. Durante un año entero vivimos juntos, y en todo
actuaba él como una amante para mí. Pero una noche recibió un telegrama de Bonn
conminándolo a abandonar París, evidentemente por mucho tiempo, quizá para
siempre. Le había regalado un anillo de rubí, a cambio de los ópalos con que él
me había obsequiado y que no abandonaron ni por un instante mi mano mientras
duró nuestra relación. En nuestra última vez, acabábamos de hacer el amor como
de costumbre cuando sus ojos empezaron a brillar como nunca antes los había
visto, y se lanzó sobre mí con una violencia bestial, salvaje. Sin
advertírmelo, sin prepararme para ello y sin la menor consideración, acababa de
someterme del modo en que yo solía hacer con él, como si hubiese querido
dejarme su marca, imprimir en mí su firma indeleble antes de nuestra separación
definitiva. Por desgracia, durante más de un año estuve enfermo, y una suerte
de horror hacia aquel gesto me impidió toda mi vida considerarlo algo
agradable.
Solemos
vernos, Richard y yo, los jueves. Y ahora, de un jueves al otro, ya no tengo
vida, tengo la sensación de avanzar por un túnel subterráneo buscando la luz
del día.
Apenas si
intento moverme, respirar, por miedo a alterar las cosas, a impedir con mis
actos el funcionamiento de algún frágil engranaje cuya misión sea garantizar la
correcta marcha del mundo. ¡Basta con que en su vida o en la mía suceda un
accidente imprevisible, que su reloj o el mío atrasen o adelanten de repente,
para que corramos el riesgo de no encontrarnos! En las circunstancias que rigen
sus pasos y los míos, basta que un obstáculo se deslice entre nosotros para que
nuestra aventura termine.
Tan sólo
conozco su nombre, y él el mío. Sé dónde me espera entre las dos y media y las
tres, un día preciso entre siete, eso es todo. Podrían quitármelo cinco minutos
antes de que llegue. ¡Es tan bello que basta con que descubra en el intervalo a
alguien más agradable que yo! ¿Por qué dudé en el momento de decirle mi nombre?
Seguramente, por entonces mi libertad me importaba más que él. Pero ya no. ¡Qué
equilibrio tan difícil de mantener! Quiero controlarme y ya no puedo hacerlo.
Hoy he
tenido noticias de Jean-Jacques, del pequeño Louis y de Richard I. ¡El corro de
mis muchachos!
Lo que me
atrae de Richard II son los detalles de su vida. Por ejemplo, me cuenta que,
por tarde que vuelva por la noche, el criado de su amante no se va a la cama
sin antes haber tenido el placer de arroparlo. (Su amante, que lo mantiene como
a un príncipe, se encuentra de viaje.)
Alrededor
del cuello lleva una cruz antigua de oro macizo, sus ropas provienen
directamente del sastre del rey de Inglaterra y cada jueves, hacia las tres, me
espera entre los rufianes que algún día lo matarán para robarle sus calcetines
de seda, sin olvidarse del resto.
Es lo
bastante atento como para no ocultarme el placer que le provocan nuestros
juegos. Nunca el menor atisbo de chantaje, de suficiencia o de cansancio.
Su belleza
ha alcanzado ese punto de madurez que yo busco, a medio camino entre el
adolescente y el hombre ya hecho; posee más virilidad que gracia, es velludo,
pero su pelo alocado, dócil, ligero y disperso no opaca ni desmerece la gracia
de sus formas, apenas cubiertas por él como si de una pulpa se tratase. Diríase
que siempre está como recién salido de un baño.
Lo que me
divierte del amor entre hombres es observar el aspecto mecánico de los gestos,
el lado clínico y simbólico de los actos, cuando los vasos comunican entre sí y
el sexo adquiere de buen grado las formas de un alambique, para realizar
experimentos a los que no les sería ajena una búsqueda misteriosa, análoga a la
de la alquimia. Es la alquimia del placer.
¿Por qué,
se me reprochará, no permitirle invadir el espacio, ver a este Sol tan sólo una
vez por semana? Disciplina de los astros, que saben lo que pueden hacer juntos,
a qué distancia deben mantenerse para no correr el riesgo de extinguirse, de
quemarse el uno al otro y poder así avanzar largo tiempo en compañía. De hecho,
nada es tan maravilloso como cuando obedecemos fielmente la Ley que sugiere
dudar siempre entre la suprema audacia y la discreción, sin ceder nunca ni a
ésta ni a aquélla.
Cuando mi
mano ciñe el cuello de su odre rebosante de leche, él cierra los ojos, como
cuando se asfixia a una paloma.
Incluso
mucho después de haber estado con él, evito tocarme, por miedo a borrar el
rastro que deja en mí.
Oímos a
los rufianes jugarse su dinero detrás del muro.
Yo: ¿Y
nosotros qué nos jugamos?
Él: La
vida.
Richard:
–Sí, tu
Sol te atravesará con su rayo todos los jueves, como hemos convenido.
Por
conmiseración, sólo me afeito la barba cuando voy a verlo. Sólo me interesa
estar presentable una hora por semana. El resto del tiempo, los demás no me
interesan.
De aquel
poderoso Árbol cuyas raíces se esconden en él y cuya copa en mí, cuánto le
gusta a mi mano encontrar los pesados frutos suspendidos en nuestros flancos,
sin que podamos discernir ya si pertenecen a él o a mí, al igual que ignoramos
si un árbol pertenece más a la tierra donde está arraigado o al cielo en el que
se expande.
Lo que más
disfruto es el momento en que su rostro alterado muda de color, al tiempo que
pasa de la crueldad más salvaje a la languidez más dulce.
Se va
siempre sin que yo lo vea, al igual que se esfuman los fantasmas. Estaba aquí,
tan real, y luego, nada. ¿Cómo es que se ha ido? Lo busco aún con la mirada,
pero su forma permanece en mí y su voz húmeda todavía me habla cuando ya no
está.
Cuando digo que su forma permanece en mí, no es una metáfora. Al igual que
la tierra recientemente labrada conserva el recuerdo del arado, durante largo
rato mis carnes palpitan, contrayéndose. Una sensación que no es comparable con
ninguna otra. En ella encuentro la frescura de mis primeras emociones. La
expresión de mi rostro ya no es la misma.
Guardaré para siempre la imagen de mi cuerpo pálido, ayer, las piernas en
el aire como en los descendimientos de la cruz de Rubens, deslizándose junto a
su cuerpo, de piel más oscura, yo tan flaco y espigado, él más grande, más
fornido. Y su cabeza, que veo surgir entre mis pies, en el otro extremo de la
cama, sus tobillos, que presionan contra mis sienes, girando para hacernos caer
al vacío, y estoy abajo, él arriba, esbozando durante largo rato una mueca
adorable que, de golpe, se distiende, en el instante en que se dispone a lanzar
un grito al que respondo con lágrimas de felicidad.
Por la
noche, cuando me despierto, tengo miedo de mi cuerpo. Aún no me he acostumbrado
a lo que le sucede. Lo primero que siento es asombro, que da paso ya a un
estupor admirativo, ya al pánico. ¡Tiresias! ¡Tiresias! ¿Cómo volver atrás?
¿Cómo conjurar las consecuencias de esta magia ceremonial? ¡Heme aquí, treinta
años después, tras haberme negado toda mi vida a ello y sin haberlo previsto,
transformado en mujer! Me río pensando que mis caderas han servido a acciones
que ahora no me provocan sensación alguna, como hace apenas unas semanas. Soy
sin duda un hombre, pero también una mujer. Al mirarme, los hombres sienten sin
saberlo una turbación que me transmiten.
Deseo,
inocente de mí, detener a los transeúntes para contarles mi aventura: «¡Ah! ¡Si
supierais lo que me sucede!».
Mis
miembros están impregnados de un sudor nuevo al que no estoy acostumbrado. No
tiene la misma acidez. Mis médulas, mi sangre, han cambiado. Un extraño perfume
de ámbar emana de mí y me adormece.
No hay manera, haga lo que haga, me encuentro galopando debajo de él, con
el recuerdo de su espolón en mi carne, como un sello. Deberían poder escucharme
jadear, así sujeto. A veces, mi delirio me acomete en medio de la conversación
más seria o la más banal. Bla, bla, bla. ¡Hop! ¡Hop! Su voz me azota y mi
interlocutor me pregunta qué me ocurre.
–Oh, nada,
no es nada. Sólo Richard, que me posee de nuevo.
–¿Richard?
¿Quién es Richard?
–Mi
demonio.