Recuerdo
que era una tarde de mediados de septiembre. Acababa de tomarme un café en el
Doria, aquella terraza que estaba al comienzo de Rambla Cataluña y que en parte
aún sigue allí o ya no, no lo sé. En cualquier caso, me parece que existe con
otro nombre, un nombre tan insignificante, para entendernos, que en algún lado,
y para que la gente se oriente en este galimatías de locales que cambian (de
nombre) de un día para otro, alguien ha puesto «antiguo Café Doria». Sí, la
ciudad cambia más deprisa que el corazón de sus habitantes. Pero la cuestión es
qué sucede con aquellos de sus habitantes que por así decirlo vivimos con el
corazón en la boca y nos lo tenemos que sacar cada vez que pedimos alguna cosa
en todos esos bares que están siempre en perpetua demolición y remodelación y
que se transforman de la noche a la mañana como si fueran las flores más
efímeras de una pesadilla vertiginosa y lúgubre en el mar turbulento de las
cosas. En esos casos, el espectáculo resulta decididamente horrible: «Pero
¿adónde va usted, hombre, con este corazón tan cochambroso y podrido? ¿No ve
que aquí hemos cambiado? ¿No ve que nos hemos renovado? Vamos, vamos, sáquese
este corazón asqueroso de la boca, límpiese bien los morros y dígame qué va a
ser.» Un café. Yo, en el Doria o como se llame ahora, había pedido un café,
efectivamente, y después de tomármelo me había puesto otra vez el corazón en la
boca, no sé si como un bozal o como una máscara de oxígeno, pero sí con las
prisas de quien se siente a punto de morder a alguien y a la vez se está
ahogando. Y eso que, en aquella terraza, comoquiera que se llame ahora, siempre
me he sentido muy a gusto. Desde allí se puede ver, y casi acariciar, la
escultura de la jirafa presumida, y enfrente está aquella especie de castillo
encantado que es el edificio de la Diputación. Y del mismo modo que este
castillo me ha intrigado siempre un poco (porque uno no puede ver un castillo
sin sentir algo así como el impulso de la intriga y del asedio), la jirafa en cambio tiene la virtud
de ponerme de buen humor como quien dice ipso facto, y eso es algo que de verdad se agradece. Ahora mismo, mientras
escribo esto y rememoro las tardes pasadas sin hacer otra cosa que contemplar
la jirafa presumida y alegrarme de su presunción, recuerdo que tuve por un
momento en la punta de la lengua el nombre del escultor de la jirafa presumida,
y recuerdo que me vino a la memoria su cara, pero pensé que no podría decir su
nombre aunque me matasen, aunque me clavasen un montón de alambres al rojo vivo
por todo el cuerpo juro que no lo diría, a pesar de que estuve seguro de que
cuando ya no pensara en ello lo diría, siempre me sucede lo mismo, cuando
quiero decir un nombre, cuando menos pienso en ello, entonces me viene a la
cabeza, cuando ya no sirve de nada recordarlo, cuando ya no lo quieres decir,
entonces va y te viene directamente a los labios. Recuerdo que yo debía de ser
un niñato, un mozalbete trotador, y solía coincidir en el metro con un hombre
que irradiaba, no sabría cómo decirlo, una especie de discreción tan
sobrenatural que era imposible no fijarse en él. Yo, en aquella época, no
utilizaba gafas de sol, ni me dedicaba a seguir a la gente, pero ahora, si
volviera a encontrarme a un tipo tan interesante como aquel hombre, me pondría
las gafas de sol y me dedicaría a seguirlo, por lo menos un rato, nada de días,
solamente unas horas, para ver adónde va, qué hace, con quién se encuentra,
esas cosas, vaya. Aquel hombre tenía un aire como de personaje de ficción,
quiero decir que te lo quedabas mirando y pensabas que había salido de un mundo
mucho más maravilloso que el que se concitaba en el metro para interpretar el
teatrito de las sombras chinescas y macilentas, que es el tipo de teatrito que
básicamente se hace en el metro. La gente se cree que se va al metro para ir de
un lado para otro, y no sabe que al metro se va a hacer de figurante en un
teatrito insoportablemente triste, por eso he abandonado el metro, por eso he
eliminado el metro de mi vida y me he purgado de todos los metros de mi vida,
porque puestos a hacer de figurante prefiero hacer de figurante en una comedia
de superficie en lugar de hacer de figurante en un drama subterráneo. Ahora voy
siempre en autobús, soy de los que se han pasado al autobús, por decirlo de
algún modo. Aunque la verdad es que hay subterráneos y subterráneos, o había subterráneos y subterráneos. En mi
caso y en el de aquel hombre, este teatrillo de la figuración metropolitana
tenía lugar en la vieja estación de Fontana, que ahora ya no existe, por mucho
que la gente crea que sí y se empeñe en meterse en una estación de metro que se
llama Fontana. Es inútil que les digas que es inútil, que la estación de
Fontana ya no existe, aunque lo cierto es que es así, Fontana no existe,
Fontana se acabó hace un montón de años, haría falta mucha arqueología para
recuperarla, para recuperar ni siquiera una brizna del tipo de luz que había en
aquella estación. Aún tengo en los ojos aquella luz igual que aún tengo en los
ojos a aquel tipo con la gorra y el abrigo, tan insignificante que parecía que
fuera a confundirse con el mismo suelo que pisaba. Bien, pues ese hombre era el
escultor de la jirafa presumida que está al comienzo de Rambla Cataluña y del
buey pensativo que está al final. Eso, claro, lo supe después, y lo pensaba
ahora, pelándome mentalmente con un nombre que no me salía ni que me asaran a
fuego lento. Veías a ese tipo y te imaginabas la de cosas sin duda apasionantes
que debía de traerse entre manos. Yo por lo menos me lo imaginaba cada vez que
lo veía, me ponía a imaginar todo tipo de cosas, pero en aquella época nunca
pensé que fuera un escultor o un artista porque cuando era pequeño las palabras
«escultor» y «artista» no existían en mi vocabulario. En eso he ido a menos.
Puedo haber ampliado mi vocabulario, pero al mismo tiempo debo de haber
incrementado mi confusión mental. Años después, posiblemente cuando murió y su
fotografía salió en los periódicos, supe que era el autor de la jirafa
presumida y del buey pensativo que para mí son las dos esculturas más
definitivas, más prodigiosas y fascinantes de toda la Rambla Cataluña. Y no lo
digo porque sean las únicas. Podría haber diez mil esculturas más y para mí
éstas continuarían siendo las mejores (de hecho, yo creo que incluso son para
mí las dos esculturas más fascinantes de toda la ciudad). Y aunque las dos me
fascinan por igual, la verdad es que la jirafa me pone siempre de buen humor,
mientras que el buey despierta en mí un fondo de tristeza, una especie de raptus
melancólico. Aunque claro, la parte final de Rambla Cataluña no es un lugar
para demorarse mucho en él, a lo sumo sirve para pasar por él con prisa porque
vas a algún sitio o vienes de algún otro sitio. De modo que todas las veces que
he pasado por delante del buey pensativo y lo he saludado mentalmente, sin
detenerme nunca (en parte por miedo a quedarme intoxicado por culpa del humo de
los coches de la Gran Vía, que es menos perfumado, digan lo que digan, que el
de los coches de la Diagonal, y en parte por miedo a distraerlo de sus
pensamientos), todas estas idas y venidas mías de ave de paso por delante del buey filósofo no son
nada comparadas con las horas que he dedicado a la presunción de mi querida
jirafa. Llueva o haga un sol mortífero, rodeada de miles de ciudadanos o muerta
de asco completamente sola un 15 de agosto a las tres de la tarde en medio de
la ciudad desierta, ella no deja nunca de mirarse en el espejo, atrapada por su
monomanía narcisista, autofascinada por su quietud, por su propia
perseverancia. Pobre buey. Ahora pienso que seguramente él, y en las condiciones
más extremas (nieve, canícula, granizo), tampoco dejará de pensar nunca, que su
actitud de monomanía hiperreflexiva es también una forma de perseverancia
contra viento y marea, contra los elementos y contra todo. Y eso me admira. De
veras. Es algo que de pronto también produce una gran admiración. Y quién sabe
si en esta ciudad de presumidos él sea el único que mantiene siempre encendida
la linterna del pensamiento, el farolillo de la verdad, ese viejo buey de mi
escultor compañero y vecino de metro. Pero supongo que eso de que la filosofía
esté a los pies de la calle y la presunción en su, digámoslo así, en su cabeza,
debe de significar alguna cosa. No hay nada que no sea de un modo u otro
significativo (pensé, igual que lo pienso ahora). Y no hay nada que sea porque
sí. Que por el lado del ala apolillada de esta elegante avenida (y hablo en
clave, ya lo sé: en clave local) se piense con gran estrés y con
una relativa tendencia al pasmo, mientras que por el lado de las polillas
aladas simplemente se curiosee sin una gota de estrés ni de pasmos, eso, a mí
por lo menos, que en algunos asuntos funciono como un sismógrafo tirando a
enfermizo, siempre me ha llamado la atención y siempre me ha impresionado. No
puedo evitar imaginarme que de haber sido al revés las cosas en general habrían
ido de otro modo, no diré que mejor. Sólo que esta ciudad hubiera sido otra
completamente distinta, y no porque la filosofía merezca una suerte mejor, sino
porque el buey en cuanto animal, que es una bestia admirable y formidable,
merecería una atención menos residual, menos escatológica, que la que parece
merecer con esta ubicación. No sé quién decidió poner el buey al final de
Rambla Cataluña, en el punto más ingrato, y la jirafa al comienzo, en el lugar
más privilegiado, por así decirlo. La jirafa, bien pensado, es bastante menos
interesante e inteligente, en tanto que animal, que el buey. Otra cosa son las
personas-jirafa y las personas-buey, naturalmente. El asunto, ahora me doy
cuenta de ello, parece haber sido una cuestión de longitud de cuellos. Quiero
decir que eso de determinar qué escultura iba al comienzo y qué escultura iba
al final de una calle tan comercial y tan bien puesta, con su deliciosa
pendiente y sus tilos despeinados, supongo que fue una decisión en la que las
personas-jirafa, una vez más, se impusieron a las personas-buey.
El hecho
es que mi escultor compañero de vagón de metro hizo dos esculturas de lo más
inteligentes, y ahora no entraremos en el compromiso de tener que decir lo que
significan, porque creo que es evidente, como paráfrasis y como lo que son por
sí mismas. Las dos son de una evidencia abrumadora, hasta el punto de que uno
no sabe si echarse a reír o a llorar. Pero después vino alguien a tomar
medidas, para estar seguro de la
rentabilidad de una ubicación u otra. La cosa está clara, en el fondo basta con
fijarse un poco. Yo mismo, si lo pienso bien, he sido víctima de las
consecuencias de esta decisión extraña y me he aficionado a la jirafa, es
decir, me he mostrado débil ante un cuello largo que se retuerce para
contemplarse mejor en el espejo, cuando en el fondo quizá también mi vida
hubiera podido ser otra, no diré una vida mejor, pero sí diferente, si me
hubiera aficionado al buey y me hubiera mostrado más sensible a los grandes cogotes
y a los pensamientos vigorosos y persistentes (profundos o no, eso es otro
cantar). Pero ni yo ni esta calle hemos sido así, no hemos salido a eso, porque no sólo se sale a un padre
o a una madre, yo creo que también se sale a una idea, a un sentido, y en el
fondo ni esta calle ni yo hemos salido a los gruesos cogotes que cogitan y
perseveran, sino a los largos cuellos que se alargan y se alargan y acaban con
la cabeza muy nublada. Me temo que esa especie de plaga de dolores de espalda
que asola la salud de los ciudadanos de esta ciudad debe de venir de eso, de la
manía predominante de alargar el cuello más que las ideas, por así decirlo.
Sea como fuere, y aunque en el fondo todo sea muy lógico, la jirafa siempre ha tendido a ponerme de buen humor, aunque se trate de un buen humor superficial, espumoso y volátil. Pero aquel día, aquella tarde de septiembre en el Doria, los efectos benéficos de la jirafa debieron de actuar con una onda de frecuencia muy baja, porque me parece que no le hice mucho caso. Yo estaba de repente ocupado por lo que se suele llamar una idea fija. Y aquella idea fija estaba en parte en mi cabeza y en parte en el fondo de mi taza de café. Y en parte también (por qué no decirlo) en el corazón que llevaba cogido en la boca igual que un perro llevaría un periódico, y puedo asegurar que la comparación no es gratuita. A veces pienso que lo peor de morirse es que no podrás leer el periódico de mañana, sobre todo ahora que la política se ha vuelto tan divertida. En el fondo me pregunto si en lugar del corazón, lo que realmente llevo en la boca es el último cotilleo y el último rumor y el último recorte de periódico (mi pequeña gran compulsión: recortar periódicos). En cualquier caso, lo cierto es que yo miraba el poso de azúcar y café del fondo de la taza y pensaba en todo lo que puede llegar a verse en una especie de paisaje tan impenetrablemente chino como éste, y levantaba los ojos y veía y no veía el castillo encantado de la Diputación. Y volvía la cabeza y veía y no veía a la pobre jirafa que torcía eternamente el cuello para verse mejor en el espejo. También yo les retorcía el pescuezo a mis pensamientos y les helaba el corazón a mis ideas y me devanaba los sesos con todo tipo de estrategias mentales para intentar ver claro en lo que de pronto se desplegaba dentro de mí, no sabría si llamarlo una especie de paisaje o de idea, o las dos cosas a la vez. Quizás era eso: una idea de paisaje, o un paisaje en forma de idea. Pero tampoco. La palabra tampoco es exactamente la apropiada. Quiero decir que un jardín y un árbol en un jardín no forman exactamente un paisaje, pero la cosa va por ahí, en el sentido de que tampoco son un jardín y un paisaje. Y fue así como me encontré pensando en el asunto de las líneas de la vida, quiero decir de los dibujos que hacen las vidas, como si cogieras un lápiz en el momento de nacer y no lo dejases caer hasta el momento de morir, o como si se pudiesen ver, igual que las rayas que hacen los patinadores en el hielo, estas alambicadas volutas de la vida desde que empieza hasta que acaba. Realmente emociona imaginarse una imagen así y supongo que yo debí de emocionarme, aunque fuese a mi manera, sentado en el Doria o como ahora se llame, y preguntándome de pronto por los dibujos de la vida, de mi vida, pero también de las vidas de las personas que había conocido, quiero decir personalmente o de oídas. Las líneas que forman las vidas, pensaba yo, son tan diferentes. Pueden ser líneas sinuosas, rectas, elípticas, líneas que se cruzan, líneas en zigzag, dentadas o eternamente circulares, líneas de un abril enloquecedor o de un enero estafador, líneas de agosto con una luz que lo calcina todo (la gran luz de agosto, ya se sabe), líneas de tempestad o de anticiclón, indescifrables y compactas isobaras bailando un baile tan sinuoso como, en el fondo, perfectamente orientado hacia la nada, hacia la descarga o hacia el aplazamiento, hacia el sí o hacia el no, hacia el quizá o hacia el no sé, hacia el instante en que toda una vida, en medio de la más enmarañada madeja de líneas, de rayas, qué caramba, dice «éste ha sido mi sentido, mi dibujo, reconozco la figura, sé a lo que he venido». Pero la vida no habla y sus líneas son ciegas, por mucho que nos deslumbren. Líneas que siguen la corriente dominante. Líneas que se oponen, que se añaden y que se distinguen. Líneas imposibles y líneas horrorosamente previsibles. Líneas de esclavitud y de servilismo y de libertad y de revuelta. Líneas que un dios ha de completar en otra parte y líneas con las que mantienes a distancia cualquier idea deslumbrante sobre algún Dios. Realmente, eso de las líneas (y he aquí un pensamiento que pensé enseguida) debe de ser un tema de nunca acabar. Las líneas de los mapas y las de las manos, las líneas del frente y las de la frente que se arruga, las líneas de salida y las líneas de investigación. Las líneas aéreas, las líneas de teléfono, las líneas de flotación. Las skylines y las deadlines y las peeplines y las songlines. Las líneas de los que se van y las líneas de los que llegan. Líneas, todo son líneas, me dije. Llegados a un cierto punto todo en realidad son líneas, rayas, garabatos, qué importa. Vuelos de moscas no euclidianas en el vacío de una vida desplegada como un papel en blanco primero y después, de pronto, completamente lleno de garabatos terribles. Se miren como se miren, los garabatos de cualquier vida son y serán siempre terribles, porque son garabatos que sólo se pueden reinterpretar u olvidar, no puedes coger la goma y borrarlo todo y decir «vuelvo a comenzar». Y todas las líneas, todos los garabatos, confluyen en el enigma del dibujo, en la imagen propiamente dicha, porque siempre hay una imagen que se desprende de todas las cosas, un emblema, un enigma, algo que cuando lo ves ya puedes decir que has dejado de verlo.