Cuerpo a cuerpo

La parada del autobús escolar

 

 

Martes, 12 de septiembre

 

Una mañana, mientras se afeitaba, oyó voces infantiles junto a la valla de su casa. Como era algo inusual a esas horas, las nueve y diez minutos, y en un barrio residencial tan tranquilo, alejado del centro, de calles anchas y silenciosas, cerró el grifo para oír mejor y, en el creciente murmullo, distinguió también algunas voces adultas. Con la maquinilla en la mano y el rostro aún cubierto de espuma, pasó al estudio y desde la penumbra del mirador, sin ser visto, observó con sorpresa y curiosidad al grupo de niños que, junto a sus madres y padres, esperaban inquietos en la amplia acera. Vestían el mismo uniforme azul del colegio marista que él había llevado en su infancia. En la radio acababa de oír que ese día comenzaba el curso escolar y que siete millones de niños españoles volvían a las aulas tras las vacaciones de verano.

Terminó de comprenderlo todo cuando vio asomar un brillante autobús escolar por el fondo de la calle. Su casa ocupaba una esquina de la manzana y en ella habían puesto una de las paradas de la nueva ruta. De pronto se dio cuenta de que estaba sonriendo, complacido por aquella aparición que venía a remover un barrio apacible, pero muy aburrido, donde cualquier novedad –la poda anual de los árboles, un cambio en el sentido del tráfico...– resultaba casi un acontecimiento. Había en él demasiado silencio, demasiada reserva, porque la gente permanecía dentro de sus casas y patios y salía poco a la calle. Así que aquella pequeña algarabía infantil que todas las mañanas iba a formarse junto a su puerta sería como un saludo fresco con el que los niños del barrio lo espabilarían antes de marcharse a sus tareas escolares.

El autobús, con el nombre del colegio en lo alto del parabrisas, se detuvo en la esquina. Samuel observó cómo una monitora ayudaba a subir y a acomodarse a los más pequeños, que entraban por la puerta delantera. Las madres y los padres besaban a los niños antes de separarse de ellos y luego los saludaban a través de los cristales sonriendo en exceso y moviendo mucho los brazos.

Habían subido los últimos cuando vio a una mujer que se acercaba deprisa, por la acera, con dos niños: el mayor, de unos cuatro o cinco años, se agarraba al carrito donde iba sentado el más pequeño. Apresurada, levantó el brazo para que el autobús no arrancara y Samuel estuvo a punto de asomarse al mirador para indicar que la esperasen, pero se detuvo al advertir que todavía llevaba la hoja de afeitar en la mano y que su cara estaba llena de espuma. El conductor parecía dispuesto a cerrar las puertas cuando la vio cruzar el paso de peatones. La mujer detuvo el carrito y alzó al niño mayor hasta el autobús al tiempo que le daba un beso rápido.

La mujer respiró tranquila cuando el autobús se marchó. Las demás madres ya se estaban alejando y ella se quedó sola en la acera –Samuel la veía muy bien desde el mirador–, recuperándose de la carrera mientras colocaba al niño pequeño en una posición más cómoda. Luego se irguió y miró alrededor para ver el número de la casa, como si nunca hubiera estado allí antes de aquella mañana y no quisiera confundirse otro día. Al elevar la vista, apenas con curiosidad, hacia las ventanas y el mirador, Samuel dio instintivamente un paso hacia atrás, hacia la penumbra, con miedo a ser sorprendido y a que ella pudiera interpretar que estaba espiándola. La mujer detuvo unos segundos su mirada en la amplia cristalera y, aunque él sabía que el reflejo del sol y la oscuridad interior le impedían verlo, aún se retiró un poco más, pero no hasta el punto de que no pudiera contemplarla. Era muy hermosa. No parecía débil ni frágil, pero tenía una suerte de delicadeza que no había perdido ni en los momentos de agitación y prisas, cuando se acercaba casi corriendo por la acera.

Luego se marchó, despacio ya, ondulando ligeramente con el impulso de sus pasos la falda que la cubría un poco por debajo de las rodillas. Siguió mirándola hasta que dobló la esquina de la segunda calle, donde terminaban los chalés y comenzaban los bloques de pisos de tres alturas. Samuel no tenía la suficiente experiencia con mujeres para que, de cuando en cuando, no lo conmovieran visiones de ese tipo. Cuando desapareció, advirtió que la espuma de afeitar se le había quedado seca en el rostro.

Esa mañana, mientras tomaba café en el bar habitual, el camarero le confirmó lo que había supuesto. El antiguo colegio de maristas se había quedado pequeño y anticuado: un edificio oscuro y húmedo en el centro de la ciudad, en el deteriorado corazón del núcleo urbano, de donde había salido huyendo en la última década la nueva burguesía, que prefería las urbanizaciones del extrarradio. Los maristas habían comprado unos amplios terrenos en las afueras, en la zona de expansión, y habían levantado un moderno complejo educativo con pistas deportivas, piscina cubierta, instalaciones tecnológicas y fácil acceso para vehículos, de modo que atrajera a los hijos y nietos de las generaciones que ya habían estudiado con ellos y que ahora se resistían a llevar a sus retoños al antiguo local, cuyas aulas de techos altos y acuchilladas por corrientes de aire frío se habían quedado obsoletas, insuficientes para acoger a la abigarrada multitud de hijos de los inmigrantes que habían ido ocupando los deteriorados casones del centro de la ciudad.

Cuando salió de la cafetería se sentía alegre por la noticia. Tenía la sensación de que en las calles había más gente y de que se notaba esa excitación de primer día de colegio que contagia incluso a los adultos que no tienen hijos. Aquel pequeño acontecimiento le permitiría ver a la mujer al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, quizá durante mucho tiempo.

 

 

 

 Cinco años antes, Irene y él habían comprado en planos la casa, cuya amplitud se acercaba mucho a lo que pretendían: un lugar donde vivir con comodidad con los tres hijos que habían decidido tener. Aunque un poco alejada de la playa y del paseo marítimo a cuyo alrededor se organizaba la ciudad, les gustaba aquella nueva urbanización de baja densidad y apartada del bullicio veraniego del turismo, con chalés con una altura máxima de dos plantas y obligados a retranquear la fachada al menos tres metros desde la acera. Por otra parte, no quedaba lejos del polígono industrial donde residía su pequeña empresa. Lo tenían todo acordado y, sin embargo, quince meses después de la firma del contrato, cuando la casa estaba a punto de ser terminada, Irene lo había abandonado para irse con aquel agitado diseñador informático que mezclaba imágenes digitales tan rápidas que resultaba imposible contemplar sus montajes sin sentir vértigo. Llegaron fácilmente a un acuerdo. Él le compró su parte y se quedó a vivir en una casa demasiado grande para un hombre solo.

No fue una época fácil. Dedujo que, respecto a las mujeres, existen dos tipos de hombres: los duros y burlones y coriáceos e incapaces de amar, y por tanto inmunes al daño, y aquellos capaces de gozo y de ternura y de pasión, y por tanto vulnerables a su falta. Él pertenecía a ese último grupo, al de quienes podían ser heridos. Pero ya no se lamentaba. Al contrario, estaba convencido de que, a la postre, en el balance final de una vida, ningún sentimiento amoroso es una pérdida, incluso aunque se haya entregado a alguien que no lo mereciera.

Tras el aturdimiento de las primeras semanas de separación, una mañana, después de una agitada noche de insomnio, se levantó con un intenso deseo de que a Irene todo le fuera mal. Aquel sentimiento lo sorprendió, porque no recordaba haber albergado nunca tanto rencor en su alma. Buscaba una explicación y se decía: «Por haberla amado tanto entonces, por eso la odio ahora. Por haber renunciado por ella a conocer a otras mujeres, a dedicar más esfuerzos a la empresa, a divertirme sin ninguna atadura». Sentía que la pequeña y dolorosa maldad que latía dentro de él la había sembrado Irene con su abandono y se había encargado de regarla, de abonarla, de hacerla crecer con su posterior olvido.

Luego, con el paso del tiempo, había comenzado a olvidarla. Él no salía mucho, y cuando lo hacía no frecuentaba los mismos ambientes que ella. Un par de veces la había visto desde el coche, y en otra ocasión se habían encontrado en un cine, pero apenas hablaron más allá del saludo y de unas preguntas de cortesía que le dejaron un amargo sabor de boca.

Más tarde le llegaron noticias de que no era feliz. Se había separado del novio informático y vivía sola. Se sorprendió al comprobar lo poco que aquellos comentarios lo afectaban. ¿Qué le importaba a él que fuera dichosa o desdichada, si en ninguno de los dos casos cambiaría nada su vida, puesto que ya no deseaba un nuevo encuentro, una nueva oportunidad? Ya no la echaba de menos, aunque en ocasiones se acordara de ella, suavemente desengañado y apacible, sin estridencias. Su recuerdo había dejado de dolerle y únicamente le quedaba un tenue sentimiento de decepción.

 

 

 

Ya se había afeitado y se abotonaba la camisa en la penumbra del estudio cuando vio que la mujer se acercaba por la acera, empujando el carrito y con el niño mayor de la mano, pero ahora sin prisas, porque ese día no llegaba tarde. Vestía una camisa clara y un pantalón vaquero bastante usado y, quizá por el cambio de ropa, le pareció más juvenil, menos madre, hasta el punto de dudar de lo que había dado por cierto. Se preguntó si los dos niños eran sus hijos o si ella en realidad era una chica contratada para cuidarlos, porque los padres estaban trabajando. Pero cuando se despidió del mayor con un beso y le dijo algo al pequeño ya no tuvo ninguna duda. Aquellos gestos entre la vigilancia y la ternura, indiferentes a la opinión ajena, eran exclusivos de la maternidad.

Ahora tenía un motivo más –un motivo pequeño, pero constante y agradable– para levantarse cada día. Cada mañana, con buen tiempo o con lluvia, con frío o con calor, con sol o con niebla, ella vendría hasta su esquina y él podría observar desde arriba, desde el mirador, su peculiar manera de moverse y de caminar, su media cabellera oscura que a veces recogía en una coleta, su figura atractiva, sus gestos amables con sus hijos, sus movimientos de impaciencia si el autobús se demoraba, frotándose las manos, como si siempre las tuviera frías, su sonrisa y su despedida del niño mayor a través del cristal de la ventanilla. Era como una cita. Era un pequeño regalo cotidiano que había venido hacia él de un modo casual, inesperado, por el simple cambio de ruta de un autobús escolar, un secreto inocuo que no podía compartir con nadie, porque, aunque él no lo sintiera así, el mundo de fuera podría interpretar que había algo obsceno en espiar a una mujer desconocida desde el anonimato de la penumbra, y llamarían clandestinidad a lo que sólo era pudor, y sospecharían culpabilidad donde sólo había un inocuo voyeurismo. Ni siquiera el hecho de que él estuviera en su casa y ella en la calle, en una vía pública, sería considerado un atenuante, porque esa circunstancia afectaba al código legal, pero no a la idea general de lo que es la caballerosidad y la nobleza.

Algunas veces, mientras esperaba la llegada del autobús, ella miraba con curiosidad hacia la casa, hacia el ciprés ojival que crecía junto a la entrada, hacia los árboles jóvenes cuyas hojas comenzaban a amarillear en las ramas que sobresalían por encima de la valla, hacia las ventanas y el mirador en cuya base había una jardinera de obra, de unos tres metros de longitud, donde él había plantado unos geranios colgantes que dejaban caer sus ramas sobre el lienzo del muro inferior.

A Samuel le gustaban mucho las plantas, su incapacidad para el disimulo cuando algo esencial les faltaba o algo las molestaba, la impúdica inocencia con que siempre exhibían sus genitales en la cúspide del tallo, como había leído en algún sitio. Durante los fines de semana empleaba muchas horas en cuidar los rosales, la vigorosa glicinia que no dejaba de extenderse, las hortensias, las lantanas, la buganvilla, el jazmín trepador, la bignonia que con su explosión floral pretendía renegar de su condición de enredadera, pero a la que traicionaban los tallos musculosos que se enroscaban en los hierros más finos de la valla hasta conseguir doblarlos. No le daba pereza la atención permanente que exigían: riego, poda, abono, desparasitación de pulgones, babosas y caracoles, traslados o injertos para mantener un equilibrio que a menudo ellas se empeñaban en romper con crecimientos o paradas imprevistas. Cuando el jardinero duerme, se decía, avanza la naturaleza.

Llegó a sospechar que también a ella le gustaba la jardinería, porque una mañana la había visto acercarse con curiosidad a acariciar los pétalos de color rojo oscuro de la buganvilla que asomaba por encima del brezo de la valla; otro día había olido los brotes del jazmín y en otra ocasión la vio sonreír ante la explosión fucsia de las efímeras campanillas que hacían arco sobre la puerta.

Una tarde, Samuel subió a la cornisa del mirador una maceta en la que había florecido espectacularmente un caprichoso rododendro. A la mañana siguiente, ella lo descubrió enseguida y se quedó unos segundos admirándolo. Luego deslizó la vista muy despacio por el resto de la fachada, como preguntándose quién vivía en aquella casa en la que nunca había visto a nadie, en la que nadie entraba ni salía, en la que no se oía ningún ruido que diera una pista sobre sus ocupantes, pero en la que habitaba alguien que trataba a las plantas con tanta habilidad y sabiduría. Otro día, Samuel añadió las grandes flores explosivas de un hibisco, de modo que la jardinera parecía un friso de color que contrastaba –y la hacía más enigmática–con la penumbra interior de los cristales. Las dejaba allí, bajo el lugar desde donde él espiaba, hasta que las flores perdían su esplendor, y, de algún modo, sentía que mediante ellas enviaba secretas declaraciones de interés y afecto a la mujer, que parecía haberse acostumbrado a valorar cada mañana los cambios que el misterioso y anónimo inquilino le ofrecía.

Ya la conocía muy bien y, sin embargo, lo ignoraba todo de ella. La gente, se decía, suele saber muchos datos de los demás; se cuentan detalles, cotillean, hablan de hombres y mujeres a quienes nunca han visto, se lanzan y se repiten anécdotas de prestigio o de infamia, se aceptan biografías apócrifas sin contrastar su veracidad. Pero él sí sabía cómo daba sus pasos, cómo se retiraba el pelo de la cara, cómo se movía para entrar en calor cuando hacía un poco de frío, cómo acariciaba a sus hijos, cómo agachaba la cabeza, pensativa, cuando estaba preocupada o cómo un recuerdo le doraba una sonrisa en los labios. Un día descubrió que lo que le parecía peculiar en sus movimientos se debía únicamente a que era zurda. Con la mano izquierda ayudaba a su hijo a subir los altos escalones del autobús; con la mano izquierda se abrochaba un botón abierto de la camisa; la mano izquierda era la primera en saludar a un conocido. Samuel podía reconocer su sombra sin necesidad de ver su cuerpo, pero ignoraba todo lo demás. ¿Cómo se llamaba? ¿Vivía sola? ¿Tenía pareja? ¿Trabajaba después o se quedaba en casa hasta que volvía para recoger al hijo mayor, a las cinco y media, como había comprobado alguna tarde en que no fue al trabajo? ¿Por qué el padre de los niños no se encargaba nunca de traerlos a la parada?

Otras veces sus pensamientos no eran tan ingenuos y se descubría excitado pensando en la textura de sus muslos, o en el breve peso de sus pechos, o en la dureza de sus pezones si un día pudiera besarlos o morderlos. Imaginaba que su lengua le abría los labios como un cuchillo buscando su lengua, imaginaba la peculiar forma en que ella le acariciaría el vientre con su mano zurda y, unos minutos después, con los ojos cerrados, sonreía al recordar todas las cosas que había pensado hacer con ella. Para abordarla, elaboraba en silencio estrategias que sabía que no pondría en práctica, porque siempre había sido indeciso con las mujeres. Sin embargo, no podía afirmar que se sintiera desdichado por no atreverse a hablarle con cualquiera de las muchas excusas que se le ocurrían cuando ella se marchaba.

Había pasado más de un mes desde la primera vez que la vio cuando una mañana, después de marcharse el autobús, instaló en el mirador, en un hueco disimulado entre las persianas, un trípode con una cámara fotográfica. Por una causa que ignoraba –tal vez una enfermedad del niño, o un viaje...–, la mujer zurda había faltado tres días y a Samuel le había entrado un miedo repentino a que no volviera más a la parada, a que desapareciera de pronto sin que le quedara nada suyo, como un ave que cruza el cielo alto y limpio y no deja en tierra otra cosa que el recuerdo de su airosa forma y de su elegante vuelo. Imaginaba decenas de razones para que aquella catástrofe ocurriera un día: que su hijo no se hubiera adaptado bien al nuevo colegio y tuviera que cambiar de centro; que su marido, si lo tenía, fuera destinado a otra ciudad y arrastrara tras de sí a toda su familia; que cambiara de domicilio y se marchara a otro barrio más céntrico; o que ella misma consiguiera un trabajo cuyo horario le impidiera traer a sus hijos: sin duda no le resultaría difícil, parecía una mujer capaz de desempeñar cualquier tarea... Las imágenes que iba a robarle –porque ésa fue la primera palabra que se le ocurrió– serían entonces como una herencia que ella misma ignoraría haberle dejado.

A las diez comprobó que las tres tomas de prueba que había hecho salían más o menos bien de luz y de cuadro. Se aseguró de nuevo de que el flash quedaba anulado, abrió un poco más el angular para captar un espacio mayor, aunque perdieran precisión las figuras, y programó el tiempo para que desde las cinco y veinte comenzara a sacar imágenes durante treinta minutos, con una frecuencia de sesenta segundos. Luego se marchó al trabajo, pero durante toda la jornada no pudo esquivar una agobiante sensación de ilegalidad, como el cazador furtivo que, al atardecer, deja montado un cepo en un coto privado, y no duerme, inquieto durante toda la noche, porque teme que, a pesar de todos sus cálculos, ocurra un imprevisto y salte la trampa y los dientes de acero muerdan unos tobillos inocentes.

Contra su costumbre, esa tarde dejó que sus empleados se encargaran de cerrar el almacén y regresó a casa antes de las siete y media. Cuando guardaba el coche en el garaje vio enfrente, en la calle transversal, a tres hombres que miraban el suelo. Uno de ellos explicaba algo con gestos excitados y, con grandes movimientos expresivos, señalaba la valla de la casa junto a la que estaban. Por la acera mojada corría aún un hilo de agua hacia la entrada de la alcantarilla, como si hubieran lavado algún vertido, alguna mancha. Impaciente por ver el resultado de las fotos programadas, no le dio mayor importancia y, sin quitarse la chaqueta, subió al estudio. Antes de encender la luz, recogió el trípode y la cámara con un suspiro de alivio. No volvería a hacerlo, no lo haría más, se dijo serenando el temblor de sus manos. Aunque ninguna norma prohibía fotografiar lo que ocurría en una vía pública, no podía evitar un sentimiento de juego sucio, de fraude, de inmoralidad. Era asombrosa la cantidad de formas, pensó, con que se puede ser indigno aun sin quebrantar ningún precepto escrito de la ley, pero él siempre había intentado cumplir con lo que consideraba ético sin esperar a que se lo dijera el código penal.

Conectó la cámara al ordenador, descargó el archivo y empezó a observar las tomas. A las cinco y veinte algunas madres ya esperaban la llegada del autobús. Las figuras se veían en exceso lejanas y pequeñas a causa del gran angular que abarcaba todo el cruce y la calle transversal en perspectiva, y parecían captadas desde una altura superior a la real. Por fin la mujer zurda aparecía en la cuarta foto, caminando por la acera y mirando hacia un coche que debía de pasar muy rápido, puesto que había dejado una estela borrosa. La foto de las 17:25 la mostraba con el rostro levantado hacia el mirador y por un momento Samuel tuvo una impresión tan intensa de que estaba mirando directamente hacia la cámara, para que él la fotografiara, que se echó hacia atrás en la silla, casi asustado, como si ella lo supiera todo, como si lo hubiera adivinado.

El autobús había llegado un poco antes de la hora habitual y las fotos mostraban a los niños bajando y marchándose enseguida con sus padres hasta que la calle quedaba desierta.

Fue pasando deprisa las demás imágenes, que ya no le interesaban, cuando una de ellas atrajo su atención. Tres chicos, de unos catorce o quince años, se acercaban por la calle transversal pasándose entre sí un balón de fútbol. Sus figuras, lejanas, sin mucha nitidez, mostraban una actitud desenfadada, quizá gamberra, sin duda gritona. Iban vestidos con zapatillas deportivas y con esas ropas anchas que siempre le parecían dos tallas más grandes de lo apropiado y que les daban un aspecto que no sabía si calificar de moderno o de pordiosero. Algo repentino debía de haber ocurrido para asustarlos, junto a la cuarta casa de la calle, y, antes de comprobarlo, Samuel adivinó de qué se trataba: el amedrentador pit bull que ladraba con una furia sorda y enconada si alguien tocaba la valla, dispuesto a una feroz defensa de su territorio. También a él lo había asustado algunas veces, de modo que prefería caminar por la otra acera. En una ocasión, el cartero le había comentado el temor que le producía acercarse a echar una carta en aquel buzón.

Los chicos, sin embargo, enseguida se habían repuesto del susto, porque volvían a aparecer chutando el balón contra la valla, en su afán adolescente de mostrar su valentía, de responder a la provocación de los ladridos. La apacible soledad de la calle se había roto en la siguiente imagen, donde una mujer que pasaba giraba la cabeza para mirar la escena con gesto de reproche. Se hacía evidente que dentro de la casa no había nadie para amonestar a los chicos y para tranquilizar al perro, que, sesenta segundos después, apoyaba las patas en el borde metálico de la valla y amenazaba con una boca profunda y llena de dientes.

Y luego, de repente, el tiempo entre toma y toma parecía haberse condensado para ilustrar el espanto. El pit bull estaba fuera y mordía el brazo de uno de los chicos, que se tambaleaba mientras los otros dos se apartaban asustados. Estremecido, pulsó el avance: la feroz tenacidad del perro que no soltaba a su presa, ni ante la presencia de algunas personas que huían o que se acercaban con cautela, temerosas, con intención de ayudar; el pit bull que hincaba sus mandíbulas entre el hombro y el cuello del muchacho caído mientras una mujer desde una ventana hablaba por un móvil con una expresión que comenzaba a parecer desesperada y una mancha de sangre se agrandaba en el suelo... Al fin, dos policías habían disparado contra el animal, que yacía en la acera al lado del chico sobre el que se inclinaba uno de los agentes.

Las luces de una ambulancia ocupaban el centro de la última toma antes de que la cámara se hubiera detenido en el tiempo programado. Habían sido apenas quince minutos y, al terminar la secuencia, Samuel estaba temblando. Había intentado captar unas imágenes de armonía, de la mujer que tanto le gustaba, y había chocado contra una secuencia de horror.

 

 

 

 Durante varios días no supo tomar una decisión, aunque no podía dejar de pensar en las fotografías. Guardó el trípode y la cámara en un armario como si fueran algo dañino y peligroso, como habría guardado un cepo para osos o un arma de fuego. Por una parte, deseaba borrarlas de la memoria del ordenador, sin imprimirlas, como si no hubieran existido nunca. ¿Para qué las quería? ¿Qué podía hacer con unas imágenes donde se veía morir a un adolescente de quien ni siquiera conocía el nombre? Sólo las iniciales, MGS, habían aparecido en la prensa al día siguiente, junto a una foto anterior donde el pit bull miraba a la cámara con una expresión apacible e inocente que no hacía pensar en la posibilidad de una agresión.

Pero luego imaginaba que se abría una investigación y, si la ley lo requería, él podría aportar unas pruebas que iluminaran lo ocurrido para que cada cual cargara con su responsabilidad. Si no las destruía, tal vez un día lograra evitar una injusticia.

El chalé permanecía cerrado desde entonces y había oído decir a un vecino que sus dueños, acongojados por la desgracia, se habían marchado a vivir fuera. Una mañana había aparecido en la acera, apoyado en la valla, un ramo de flores que nadie tocaba y que se fue marchitando hasta que desapareció otra mañana, sin que nadie supiera quién lo había traído ni quién se lo había llevado.

Al cabo de una semana, sin embargo, la calle parecía de nuevo la de siempre. La tragedia comenzaba a olvidarse, los transeúntes poco a poco habían vuelto a caminar por la acera que evitaban los primeros días, el barrendero barría las hojas muertas de los árboles que caían donde había caído el muchacho, el cartero echaba las cartas en el buzón, sin miedo ya, una vez desaparecido el perro.

Hasta que decidiera qué hacer definitivamente con las fotos, separó las de la mujer zurda, abrió un archivo para las otras con el nombre de «Perro» y lo hundió en la subcarpeta de «Varios», bajo documentos diversos que iba enterrando en la memoria. Nunca más, se prometió, volvería a sacar de un modo furtivo imágenes de la mujer que cada mañana acudía a traer a su hijo a la parada, pero tampoco renunciaría a observarla desde detrás de los cristales.

A finales de octubre, cuando aquello ya se había convertido en una costumbre, en una cita secreta y placentera, ocurrió una novedad que alteró su rutina. El autobús ya se había marchado con los niños, pero la mujer se demoró todavía unos instantes en la ancha acera acomodando al pequeño en el cochecito. Al erguirse, Samuel vio el reflejo de algo brillante que caía al suelo. Ella no lo había advertido y enseguida se puso en marcha, cruzó la calle y se alejó dejando el pequeño objeto tirado en las baldosas.

Samuel obedeció a su impulso de un modo tan rápido que sólo cuando ya abría la puerta de la valla se dio cuenta del riesgo que corría si lo recogía del suelo y salía corriendo hasta alcanzarla y devolvérselo. Ella se lo agradecería, sí, pero al mismo tiempo parecía inevitable que surgieran las preguntas: ¿Cómo sabía que era suyo? En el momento de perderla, ¿dónde se escondía él, si la calle aparecía desierta, para haber visto que se le caía? ¿Por qué se lo devolvía, en el supuesto de que fuera valioso? Y sobre todo, ¿quién era él, quién era, cuál era su nombre, a quién tenía que agradecerle aquel gesto de honradez tan poco habitual? Y entonces no sabría responderle, no podría hablar sin mentir, sin decirle que era un hombre solo que, oculto tras una ventana, observaba cada día a una mujer de la que tampoco sabía nada, ni su nombre, ni su oficio, ni su domicilio, ni su estado, de la que sólo podía afirmar que le gustaba mucho, de un modo ingenuo, casi adolescente.

Abrió la puerta muy despacio y salió a la acera vacía. Todavía la vio unos segundos al fondo de la calle, antes de doblar la segunda esquina con aquella forma tan peculiar de empujar el carrito, sin inclinarse en exceso hacia delante, pero tampoco del todo recta, tan alejada de la pesadez de un gran esfuerzo como de la ligereza que da una excesiva energía. Avanzó unos pasos y, en efecto, allí estaba el objeto brillante. Lo recogió con disimulo y volvió a su casa.

Era una pulsera de oro de mediano grosor, con pequeños eslabones de ochos aplastados y con unos finos dijes ovoides. La anilla del cierre se había abierto, tal vez al engancharse con algún resalte del cochecito. En el centro de los eslabones, una placa de unos dos centímetros labrada con una filigrana exhibía en su reverso, en letra cursiva, una leyenda: Marina.

–Marina –dijo en voz alta–. Marina. Es un bonito nombre. Es como ponerse un grano de sal sobre la lengua y oír cómo se disuelven sus cristales.

Tendría que buscar la manera de entregársela, no podía quedarse con ella. Además, era un motivo excelente para hablarle, la razón que necesitaba.

Guardó la pulsera en un cajón del escritorio y se marchó al trabajo. Estuvo aturdido todo el día, oscilando entre la alegría del pretendiente que regala una joya a una mujer y el recelo de quien teme que lo acusen de haberla robado. Al regresar por la tarde observó de nuevo la pulsera imaginando el momento de abordarla y las palabras que le diría. Suponía que ella lo acogería bien, puesto que le devolvía un objeto valioso. Sólo lo inquietaba una duda: ella podría preguntarle cómo sabía que era suya, y entonces él debía ocultar su acecho desde la penumbra del mirador y alegar que por casualidad había visto caer la pulsera y que cuando bajó a recogerla ella ya se había marchado. Si lograba ser convincente en esa declaración, el resto del relato sería verosímil.

A la mañana siguiente, cuando comenzaron a llegar las madres y los padres con sus hijos, hacía ya un tiempo que él esperaba tras la ventana. Entre sus dedos daba vueltas a la joya. Marina –porque no dudaba de que ése era su nombre–fue de las primeras en llegar y durante unos instantes miró hacia el suelo, sin duda buscándola, pero sin demasiada convicción, como si imaginara que, si era allí donde la había perdido el día anterior, ya la habría encontrado alguien. Luego vino el autobús y partió con los niños, y Samuel esperó a que las madres también se fueran. Sólo entonces salió de su casa. Marina ya estaba cruzando la calle y aceleró el paso para alcanzarla antes de que doblara la siguiente esquina. Tendría que darse prisa, pero al mismo tiempo lo embargaba el temor a mostrarse torpe, a cometer alguna imprudencia en el momento de hablar. Las dudas le hicieron caminar más despacio. Siempre le había ocurrido lo mismo con las mujeres, siempre había tenido que correr tras ellas, deseando alcanzarlas al tiempo que luchaba contra el impulso de retroceder. El instinto y los sentimientos lo empujaban hacia ellas, pero nunca lograba eludir la sospecha de que todo sería más apacible si cerraba los ojos ante el misterioso mundo femenino y empleaba su tiempo libre en el cuidado del jardín, en el ordenador y en salir con los amigos.

Marina desapareció tras la esquina antes de que hubiera podido alcanzarla. Con miedo a perderla, corrió hasta el cruce y suspiró al comprobar que apenas caminaba diez o doce metros por delante de él. Si iba a abordarla, era el momento, no podía demorarse más sin aumentar las complicaciones. Aceleró el paso y, con la pulsera en la mano, fue acercándose a ella, que de pronto se detuvo ante un portal mientras buscaba las llaves en el bolso del carrito.

Samuel también se detuvo, sorprendido de que viviera tan cerca y, excepto en la parada del autobús, no la hubiera visto nunca antes por el barrio. Marina elevó los ojos hacia él con un gesto interrogativo, acaso pensando que también quería entrar en el edificio. Un perfume muy suave, que le recordó las flores del lilo que tenía en el jardín, emanaba de ella, o tal vez del niño que también lo miraba desde el carrito, con una neutra curiosidad.

–Perdone –le dijo.

–¿Sí?

Extendió la mano mostrando la pulsera antes de encontrar las palabras para explicarlo.

–Ayer, casualmente, creí ver que se le caía y cuando...

–¡La pulsera! –exclamó–. ¿Dónde la ha encontrado?

–Ayer, casualmente... –repitió al entregársela–. En la parada del autobús escolar. Creí ver que se le caía, y bajé, pero cuando la recogí del suelo usted ya se había ido.

–¿Bajó? –le preguntó sin comprender a qué se refería.

–Vivo en la casa de la esquina y... estaba mirando por la ventana cuando me pareció que algo brillante caía del carrito –explicó con cautela, con miedo a comprometerse. Se daba cuenta de que aquella conversación comenzaba con un engaño, pero se dijo que, si tenía otra oportunidad para hablar con ella, también sería el último–. Pensé que se trataba de algún objeto del pequeño, pero al recogerlo vi la pulsera. Esta mañana la estaba esperando para entregársela. He salido luego y he logrado alcanzarla. Por poco –añadió sonriendo, señalando la puerta del edifico.

–¿Es suya la casa de la esquina? –le preguntó, como si apenas le hubiera interesado el resto del relato.

–Sí.

–Es una casa bonita. Muchas veces me he fijado en sus plantas.

–Las plantas. Tengo mucho tiempo libre y me relaja atenderlas. No es difícil. ¿Le gustan?

–Bastante. Pero aquí, en el piso, no tengo espacio. Algunas macetas en la terraza...

–Si quiere, puede venir un día a mi casa. Puedo darle algunas semillas, algún esqueje –se atrevió a sugerir.

–Muchas gracias –respondió, pero sin insinuar que aceptaría–. Y gracias también por la pulsera. No todo el mundo se habría molestado tanto para devolverla.

–No, no ha sido ninguna molestia, al contrario –replicó, sorprendido de lo fácil que comenzaba a resultarle todo, de la prontitud con que estaba perdiendo la rigidez.

–El cierre se ha estropeado –dijo. Se colocó un momento la pulsera sobre la muñeca izquierda–. Bastará cambiarlo para...

–¿Me permite? –la interrumpió observando la joya, reprochándose no haberlo pensado antes–. Es muy fácil, sólo hay que apretar una anilla. Si quiere, yo... –iba a decir que podría llevársela a casa y que se la devolvería arreglada en unos pocos minutos, pero ella lo interrumpió, señalando su casa:

–¿Podría ser ahora mismo?

–Sí, si tiene unos alicates pequeños.

–Suba –dijo tras un instante de duda–. De paso, lo invito a tomar un café para agradecérselo. Si no tiene prisa.

–El trabajo puede esperar un poco.

Subieron en el ascensor hasta la segunda planta. Era una vivienda de reciente construcción, como todo en el barrio, de tamaño medio y aspecto agradable, aunque a Samuel le pareció que aún no estaba del todo decorada, que había espacio en las paredes esperando el cuadro adecuado, huecos en los muebles donde se echaban de menos fotos o libros, brazos en el perchero de la entrada sin ninguna prenda colgada. De pronto se le ocurrió que esos vacíos se debían a la ausencia de objetos masculinos. Sobre una mesa vio una foto enmarcada en la que un hombre sonreía junto a ella y los niños, pero aparentaba unos cincuenta y pocos años y su actitud era la de un grupo familiar distinto del que forma una pareja.

Marina sacó a su hijo del carrito y lo metió en el parque. Desde allí, el niño observó con curiosidad las sonrisas no demasiado convincentes que le dirigió Samuel, pero no se inquietó por la ausencia de su madre, que volvió con una pequeña caja de herramientas.

–Es un niño muy tranquilo –dijo Samuel.

–Sí. No extraña a nadie.

Mientras rectificaba la anilla torcida y abierta, el aroma a café recién hecho comenzó a llegar desde la cocina. La pulsera estaba arreglada cuando ella regresó con una bandeja.

–Estamos tomando un café y ni siquiera sé su nombre –dijo. Al sonreír, su labio superior se levantaba casi en exceso, hasta el borde de las encías, y sus mejillas se inflaban un poco.

–Me llamo Samuel.

–Yo...

–Marina –la interrumpió señalando la pequeña placa de la pulsera.

–Sí. Y creo que podemos tutearnos. Será más cómodo.

–Claro que sí.

–Antes dijiste que tenías que ir al trabajo. ¿En qué trabajas? –le preguntó.

–Tengo una pequeña empresa de recogida de papel para reciclaje –respondió sin entrar en detalles, con la sospecha de que un tema así no le interesaría. Hubiera preferido que hablara de ella, de sus hijos, del autobús escolar hasta donde llevaba al mayor todas las mañanas, o que hiciera algún comentario que revelara por qué nunca había visto a un hombre junto a ella.

–No entiendo mucho de eso. Pero suena un poco a ecologismo.

–También. Pero si no ganara dinero..., creo que el ecologismo no sería una razón suficiente. Es algo muy sencillo: nosotros colocamos unas cajas grandes en oficinas, en colegios e institutos, en tiendas de reprografía..., en sitios así. Cada cierto tiempo, cuando calculamos que están llenas de papel usado, o cuando nos avisan, pasamos a recogerlas, dejamos en su lugar otra vacía y el contenido lo empaquetamos y lo vendemos a una planta de reciclaje de celulosa. Un negocio pequeño, con una oficina, tres empleados y un par de furgonetas.

–¿Tanto papel tiramos?

–Mucho, no te puedes imaginar.

–¿Y tú eres el jefe?

–Soy el dueño –la corrigió suavemente.

–Recuerdo haber visto en algún sitio esas cajas de las que hablas, pero nunca me había parado a pensar en lo que hay detrás.

–Pues ya sabes, son nuestras. Estamos nosotros.

–Creo que a partir de ahora las miraré de otra manera.

Había un atisbo de coquetería en sus gestos, pero la naturalidad con que la manifestaba impedía que se encontrara incómodo. Él era tímido, pero aquella forma rápida de encadenar preguntas, de interesarse por lo que no sabía, era un modo de decir que ella no advertía su timidez, o que, si la advertía, no le importaba. Marina era desenvuelta sin poner en evidencia que él no lo era.

A menudo, cuando en alguna fiesta se encontraba frente a mujeres extrovertidas, excitadas y brillantes que con su ingenio y desenvoltura acaparaban el interés de todos, sentía recelo, casi asustado por tanta expansión. Le provocaban una extraña sensación de desamparo, como si estuviera expuesto a una lluvia fría y dura a pesar de que todos los techos fueran herméticos. Quizá por eso seguía viviendo solo, porque nunca había tenido osadía ni talento para acercarse a las mujeres que hubieran esperado un gesto suyo, ni había correspondido a las que se le acercaban con demasiada familiaridad, en alguna ocasión incluso con arrojo. Su complicada relación con el mundo femenino no podía calificarse de fracaso, sino de una tibia abstención, consciente de haber llegado a una edad, treinta y seis años, en que cada vez se arriesga menos y resulta más difícil soportar los rechazos. Una vez alguien lo había tachado de haber envejecido prematuramente, pero, si eso era cierto, estaba seguro de no haberse contaminado de las manías y los defectos de la vejez, y aún podía presumir de que sus familiares y amigos lo necesitaban a él más que él a ellos. El abandono de Irene, por otra parte, había acentuado la prudencia de su carácter y miraba con desconfianza cualquier estridencia en el aspecto o en el comportamiento ajenos. Había llegado a creer que ser extravagante es lo mismo que ser frívolo, y que lo vehemente se acerca mucho a lo peligroso, y, aunque a nadie le hubiera prohibido nada, él prefería mantenerse alejado tanto de la frivolidad como del peligro. Era un hombre apacible, tal vez en exceso apacible, que había logrado convivir en paz con su carácter, y ya no estaba dispuesto a perder esa ventaja, por mucho que a veces lo inquietaran los apetitos del corazón. Vivía solo, de acuerdo, se decía, pero muy lejos de ese punto donde la soledad se convierte en angustia.

En los días en que había espiado a Marina desde la penumbra del mirador no se había preguntado cómo sería su carácter. Se había limitado a comprobar lo atractiva que era y cuánto le gustaba su sonrisa al despedir al niño mayor cuando subía al autobús, o su forma de caminar de regreso hacia su casa. Ahora, mientras bebía el último sorbo de café, se alegró del azar que había hecho que perdiera su pulsera, porque le daba la oportunidad de conocerla.

–Creo que te debo un café. Si te apetece, vienes a mi casa el día que quieras –dijo levantándose del sillón. Y al ver que era una invitación demasiado vaga, que podría perderse sin tener efecto, añadió:–Los fines de semana suelo estar allí todo el tiempo.

–Vale. Iré –aceptó.

Se inclinó a acariciar fugazmente el cabello del niño, que ya apenas lo miraba, su curiosidad enfocada hacia un artilugio electrónico que emitía sonidos de animales extrañamente agudos y angustiosos, como si en realidad fuera un receptor de llamadas de auxilio de animales que alguien estaba sacrificando en algún matadero, y se despidió de ella. Mientras regresaba a su casa para coger el coche y acudir al trabajo, iba recordando con placer los detalles del encuentro. Le parecía que el paso que había dado hacia Marina llevaba el impulso adecuado y la dirección correcta. Todo había comenzado bien, sin prisas, en el momento propicio. Ni él había perdido el tono de claridad y sosiego en el que se sentía cómodo ni ella le había sugerido que, para conquistarla, tenía que convertirse en un aventurero que derrocha anécdotas e ingenio y asume riesgos físicos y emocionales.