Fellini. La vida y las obras

Septiembre de 1952, terraza del Hotel des Bains

 

Mi primer encuentro con Federico Fellini fue precedido por cierta incredulidad. Lo conocía de nombre y me había gustado Luces de variedades (Luci del varietà), película que, sin embargo, yo había atribuido íntegramente a Alberto Lattuada, pensando que el debutante Fellini aparecía en los créditos por razones de amistad o de representación. Y es que, la verdad, me chocó ver que un hasta entonces guionista se atreviese a dar el salto a la dirección. Yo creía que dirigir cine o, como lo definió luego el propio Fellini, «mandar la tripulación de Cristóbal Colón, que siempre quiere volver atrás», era algo para lo que se necesitaba eso que en tiempos de las formaciones fascistas se llamaba odiosamente «dotes de mando», y no me parecía que esta aptitud fuera la más propia de un escritor.

El encuentro tuvo lugar, por mediación de un amigo común, Leopoldo Trieste, en el festival de cine de Venecia del año 1952, en la terraza del Hotel des Bains, el mismo hotel que Thomas Mann inmortalizara en Muerte en Venecia. Seguramente prefirió Federico ese hotel de menos categoría al más lujoso Excelsior por su parecido con el Grand Hotel de Rímini, espejismo de su adolescencia, aunque también es posible que los alojaran allí porque ni a él ni a sus actores los considerasen gente vip. Era el lunes 7 de septiembre, el día siguiente a la presentación de El jeque blanco (Lo sceicco bianco), y aunque el público no había acogido mal la película, los cielos de la crítica se anunciaban más bien nublados.

En la terraza se había formado un pequeño corro con butacas de mimbre en torno al director, que entonces tenía treinta y dos años, y la gente no paraba de ir y venir. No recuerdo de qué se hablaba, pero en cuanto pude colarme en medio me hallé como en el seno de una nueva y alegre comunidad, y enseguida me sentí de buen humor y a mis anchas, «como Pinocho entre marionetas», por usar otra expresión típicamente felliniana, o como Jim Hawkins, el muchacho de La isla del tesoro, en medio de esos piratas que cuentan «sailor tales in sailor tunes» («historias de marineros con canciones del mar»).

Federico estaba aún delgado y llevaba un pelo largo que le caía por la nuca. Cuando él y yo empezamos a hablar le noté cierto malestar, o quizá me lo hizo notar él con reacciones que luego le reconocí características: mirar de soslayo, quedarse callado, hacer muecas casi imperceptibles. Hablábamos de las películas italianas que concursaban, de las cuales había sido él guionista, desde Il brigante di Tacca del Lupo (El bandido de Tacca del Lupo) de Germi hasta Europa 1951* de Rossellini, y advertí que por eso mismo resultaba un tanto violento. Yo dejé caer, con atrevimiento juvenil, que ambas películas me habían dejado frío, a lo que Federico contestó que el defecto de los críticos era nuestra tendencia a la abstracción, y salió en acérrima defensa de Germi: «¿No es magnífica la escena de los bersaglieri que se arrastran como culebras ladera arriba? Además, se nota que la película está basada en hechos reales: el oficial al que interpreta Nazzari fue un antepasado de Tullio Pinelli». Al hablar de Rossellini pasó del aprecio a la fe: «Me gusta siempre, me gusta todo lo que hace»; y eso, mostrarse incondicionalmente rosselliniano como hacía Fellini, era entonces como declararse creyente entre descreídos.

Aunque con el tiempo le he dado la razón (Tacca del Lupo no es una película cualquiera y fuimos muchos los que no supimos ver a tiempo la importancia del Rossellini posneorrealista), lo que entonces me impresionó, más que los argumentos, fue el tono de Federico. Al sol y al viento del Adriático los nombres de Germi y de Rossellini sonaban de manera muy distinta a como solía oírlos en los debates de cineclub o en nuestras polemiquillas de plumíferos atrabiliarios. Eso me hizo concebir la esperanza de que la idea seca y retorcida que yo tenía del cine se convirtiera un día u otro en una rama capaz de dar frutos, y entre aquellos nuevos compañeros desbordantes de jovialidad y amplitud de espíritu creí encontrar el camino hacia una visión más completa y justa.

En aquel momento nos tenía a todos un poco nerviosos el clima amenazante y estúpido de la guerra fría, veíamos cernerse sobre Italia la pesadilla de un proyecto a lo Salazar y distábamos mucho de creer (al menos algunos) que la salvación pudiera venir de Stalin. En Estados Unidos, el matrimonio Rosenberg esperaba la silla eléctrica y dos meses después el general Eisenhower sería elegido presidente; mientras, en Italia, iban caldeándose los ánimos contra la ley sobre la mayoría, una especie de «ley rodillo» con la cual la Democracia Cristiana se proponía consolidar su poder. Temíamos los riesgos de un retroceso, de una restauración, y queríamos que las películas se pusieran de la parte correcta, que hicieran denuncias concretas y tomasen resueltamente partido. Decepcionados por la involución política que siguió a la Liberación, pretendíamos que el cine fuera un instrumento de diagnóstico social y no pocas veces hasta que pusiera remedio a los problemas. En los cineclubes el tema de la mayor o menor influencia de las películas en la realidad presente y futura estaba a la orden del día. Nos preguntábamos cosas como: «¿Explica esta película las verdaderas causas de los males del mundo? ¿Contribuye a cambiar las cosas?»; rechazábamos los clásicos del antimilitarismo como Sin novedad en el frente (All Quite on the Western Front) porque aun condenando la primera guerra mundial no habían logrado evitar la segunda, y nos incomodaba el director de cine documental Robert Flaherty porque se había limitado a retratar la vida cotidiana de los Hombres de Arán (Man of Aran) sin preocuparse por la formación de una conciencia revolucionaria. Vivíamos ansiosos por ver en acción al «personaje positivo» que fuese una especie de mesías del cine comprometido.

Pronto me di cuenta de que tales inquietudes afectaban poco al círculo felliniano. De compromiso no se hablaba para nada, y eso que tanto aquel día en Venecia como durante los numerosísimos encuentros que siguieron conversamos de muchas cosas, incluso de trivialidades. Con una amplitud de miras nada común, Federico se parecía a sus futuras películas en la facilidad con la que pasaba de lo serio a lo jocoso, de lo grotesco a lo patético. Relativizaba las cosas con ironía, pero sabía también valorar detalles que las ideas al uso pasaban por alto. Puede parecer absurdo que me explaye explicando algo tan sabido, pero se trata de un punto fundamental para entender algunos de los problemas que plantea la biografía de nuestro personaje; por ejemplo, por qué durante la primera y más admirable década de su carrera encontró tanta incomprensión en Italia, y por qué la izquierda tardó tanto en comprender de qué parte estaba el director.

Fellini irritó a mucha gente al salir a la palestra del cine declarándose contrario a toda exaltación ideológica y punto menos que apolítico, al menos en los términos en que se planteaba, o se imponía, la cuestión de la militancia. La política y el fútbol, que eran los temas de conversación tradicionales en la sociedad italiana, tanto en las clases altas como en las bajas, le aburrían como a un niño las conversaciones de los adultos. Con Federico (y me refiero a cuando era joven y aún no se había convertido en el «gurú» al que el asedio cotidiano de los medios de comunicación obligaba a pronunciarse sobre temas serios) se hablaba de los años escolares, de la Roma a la que llegó huyendo de Rímini, de amigos comunes, de tipos psicológicos, de cuentos y fábulas, de libros raros, de astrología, de esas noticias curiosas que publican los periódicos en letra menuda, de sueños, de los padres, de mujeres. Y sólo cuando la conversación se volvía espontáneamente solemne se hablaba, como hace Marcello con su inquietante amigo Steiner en La dolce vita*, de «un arte claro, útil, que sirva para el mañana».

En aquel primer encuentro en la terraza del Lido empezó de pronto Fellini a contarme la historia de La strada*. Fue un momento entre mágico e incómodo. La idea de que estuviera proyectando una película en clave de fábula, aunque fuese de inspiración neorrealista, me preocupó por él, hasta el punto de que me propuse desaconsejárselo en cuanto tuviera ocasión, y así lo hice más adelante. Pero al mismo tiempo comprendí que con ello el director abría perspectivas nuevas sobre realidades antiquísimas: la Italia pobre, el lumpemproletariado del espectáculo atravesando campos fríos y llenos de barro, la relación brutal y primitiva entre hombre y mujer, es decir, el mundo rural que sobrevivía en las márgenes de las grandes vías de comunicación romanas, los lenguajes perdidos, los ritos mágicos, los recuerdos infantiles y ancestrales. Sin darse cuenta, con total naturalidad, aquel cineasta de nuevo cuño se disponía a echar por tierra los muros de la cultura pequeñoburguesa dentro de los cuales el desarrollo de la Italia unida, en una región como su Romaña natal, fuertemente marcada por el poder temporal, había borrado las huellas de las culturas anteriores. Valorado o tolerado como una especie de autor costumbrista crepuscular en sus primeras películas, Fellini acabó de hecho suscitando una verdadera hostilidad con la triste odisea de Gelsomina, que fue considerada evasiva y criptocatólica. Durante años, en los cafés de Via Veneto, en ensayos y debates, se dijo que Fellini, con su formación decididamente antiintelectual, estaba «fuera de la cultura». Tan sólo pasados los años sesenta devolvió la izquierda intelectual su legitimidad a la fábula como forma artística, reconociendo su carácter mitográfico, simbólico e incluso subversivo. Tuvieron que desaparecer Stalin, Benedetto Croce y Pío XII para que los horizontes se ampliaran. Y así, cuando los estudiosos decidieron adentrarse en el territorio inexplorado de las ciencias humanas, muchos se llevaron una sorpresa al ver que el director de La strada se les había adelantado.

En los más de cuarenta años transcurridos desde aquel día en la terraza del Hotel des Bains en que empezó nuestra amistad hasta la triste desaparición de Fellini, he oído cruzarse infinitas veces entre los fidelísimos dos afirmaciones de carácter diametralmente opuesto: «Federico es siempre el mismo», «Federico ha cambiado». Pensándolo bien, yo diría que tenían razón unos y otros: de hecho, el autor de Ocho y medio (8 ½) supo mantenerse fiel a sí mismo sin negarse a que las cosas cambiaran. ¿Cómo realizó esta improbable hazaña? Es difícil de contar y casi imposible de explicar. Perdida la fe religiosa que le habían inculcado de niño y a la cual de vez en cuando se refería con un vago anhelo de recuperación, nuestro director creía firmemente en el destino, en el azar, en las casualidades, en las decisiones repentinas que lo habían llevado de una a otra etapa de una carrera que emprendió y prosiguió sin una meta fija hasta descubrir su «misión cinematográfica». Creía en los encuentros; amores y amistades se le presentaban con una rapidez increíble y como en una especie de anagnórisis, a menudo para durar mucho. Sentía una irresistible curiosidad por las cosas, estaba constantemente abierto a todo y se entregaba en cuerpo y alma a lo que Dostoievski llama «el río de la vida», pues tenía la serena certidumbre de que dicho río nos lleva siempre a algún puerto. El presente libro, escrito por un compañero de viaje, pretende ser el diario de a bordo de ese misterioso y glorioso periplo existencial.