Fuimos muchos los que, a lo largo
de su vida, instamos a Ricardo Muñoz Suay a que escribiera sus memorias. Unos
con un cheque en blanco, otros desde la amistad cómplice e incluso dispuestos a
colaborar desde la sombra para que, esta vez, él apareciera en primera fila.
Nunca aceptó, ni siquiera cuando su nieta Julia le pidió que si no lo hacía por
otros, al menos lo hiciera para que ella conociera su biografía. Siempre
escabulló el bulto y no sólo fue por pereza. Alguno de sus detractores, que los
tuvo, le reprocha no haber dejado obra. Efectivamente, nunca dirigió una
película. Tampoco escribió ningún libro aunque, con el volumen –y la calidad–
de sus artículos periodísticos podría haber compilado varios tomos tal como, a
título póstumo, se hizo con sus colaboraciones en Fotogramas. El novelista Juan Marsé, uno de sus mejores amigos,
afirma que las memorias eran un capítulo aparte:
De ellas
me había hablado alguna vez pero sin demasiado convencimiento. Me decía que
tenía el material a disposición pero su problema era encontrar el momento
oportuno. Decía que estaba cansado, muy cansado de trabajar en todo esto. Como
si le pesara mucho. Yo tengo la impresión de que lo que no tenía claro era cómo
enfocarlas porque él mismo ya se debía de ver como un problema, como un
conflicto. Una cosa era lo que soltaba cuando tomaba copas con los amigos y
otra muy distinta sentarse y escribirlo. Creo que nunca lo resolvió. Tenía que
desmontar al personaje, y el personaje era tremendo,
Testigo de diversos
acontecimientos esenciales para la historia cultural y política de la España
del siglo xx, podría haberlos
relatado en primera persona. Desde la Valencia republicana en la que el hijo de
un médico liberal se convirtió en un exaltado militante juvenil del partido
comunista hasta el fundador de la Filmoteca de esa misma ciudad, a mediados de
los ochenta, se delimita un arco en el que el cine, quizá la más conocida de
sus actividades por sus vinculaciones con Luis Buñuel, Luis García Berlanga,
Juan Antonio Bardem, Francesco Rosi o la Escuela de Barcelona, es sólo una
pieza de un complejo engranaje que, rodeado de los nombres ilustres que nutrían
su portentosa agenda, discurre a través de la guerra civil, la reclusión en el
domicilio familiar o en la cárcel, la organización clandestina de intelectuales
antifranquistas, la ruptura con el PCE para convertirse en un virulento
anticomunista, la promoción editorial o la agitación cultural.
Ciertamente,
él mismo era muy consciente de que algunos episodios de su vida eran difíciles,
cuando no imposibles, de contar. A pesar de ello, y en más de una ocasión,
Ricardo consideró la redacción de sus memorias. Ya en 1973, algunos de los
participantes en las tertulias literarias de Calafell tuvieron noticia de que
las preparaba con el enigmático título de Los
papagayos. Beatriz de Moura las habría publicado con los ojos cerrados,
desde el momento en que ella «le decía que si él era sincero y contaba la
realidad sin tapujos sería un libro absolutamente necesario. Nadie ha vivido lo
que él vivió», afirma ahora la editora que, sin embargo, nunca llegó a tenerlas
en sus manos. Cuanto más, supo a través de Ricardo que «era un libro que él
quería hacer sobre la gente que habla mucho y hace poco y, por eso, Franco
todavía estaba ahí. Serían una serie de retratos situados en algún momento de
su vida pero yo le decía que si no se incluía personalmente quedaba fatal,
porque el primer papagayo era él». Podía hablar mucho, efectivamente, pero
nunca en balde y aunque todo lo que subsiste de este proyecto son seis páginas
manuscritas, encabezadas por una cita de la novela de Horace McCoy They Shoot Horses, Don't They (¡Danzad,
danzad, malditos): –«Siempre mañana –dijo ella–. La gran oportunidad
siempre es para mañana»–, que incluyen un esbozo de memorias en el que la
mayoría de los epígrafes previstos corresponden a los orígenes familiares en
Valencia y a sus primeros años de militancia comunista. Otro epígrafe se
refiere a una reunión del PCE en Alemania del Este y algunos apuntes evocan
episodios vividos, similares a los que, en 1979, recogió a raíz de la lectura
de un libro de Ronald Fraser (1979), que –según le confesó a su autor– «me
sirve no sólo para recordar y mucho
sino para tomar mis notas por si algún día –cosa nada fácil– me dedico a
escribir mi testimonio» (10 de mayo de 1979)1.
A su regreso a Valencia, a mediados de los ochenta, publicó en la prensa local
una serie de artículos evocadores de esa etapa inicial de su vida que, según
dejó esbozado, estaban destinados al primer capítulo de unas siempre hipotéticas
memorias para las que, en 1990, incluso tenía pensado el título: Memorias del otro. Menor consistencia
tuvo otro proyecto revelado en 1993,
un libro que estoy escribiendo, que será mi testamento, y se llama Letras y letrinas valencianas. Habla de
la importancia que tienen las letras, desde Fuster a tanta otra gente, y
también de la letrinas, que son medios de expresión muy valencianos y por los
cuales pasa la vida de muchos autores. Será un compendio de autores, de modas,
de diferencias, de la gente que vive despotricando contra el pesebre pero que
vive del mismo, del impuesto revolucionario que existe en Valencia, de los
Nobel de opinión.2
Ese
exabrupto derivado de sus guerras intestinas con la política valenciana fue la
última huella pública de sus nunca escritas memorias. Sin embargo, en la
intimidad, sus pensamientos eran otros. Un hombre tan apegado al minucioso
registro de la memoria no podía dejar de lado sus intensas vivencias y, por
eso, en una notas manuscritas durante la última década de su vida, afirmaba:
En
ocasiones, cuando intento recordar un nombre o un acontecimiento, casi siempre
familiar, es cuando me tienta la curiosidad de conocer muchos puntos oscuros,
para mí, de mis ancestros, de forma intuitiva, dando libertad absoluta a mi
memoria y, en ese instante, pienso recurrir al testimonio o a la aclaración de
mis padres o de mi hermano. Y en esos segundos, los mínimos, paso de la
imperiosa necesidad de conocer el dato a la más dramática crisis del desencanto
e, incluso, de la desolación. Mis padres murieron hace muchísimos años y mi
hermano unos cuantos.
Cuando me
debato dentro de estos agujeros negros no sólo de mi memoria sino de mi vida,
descubro que la única razón de que yo escriba mis memorias o mis recuerdos, es
dejar escrito todo lo que mis hijas puedan necesitar, si es que lo estiman
oportuno, de mi vida o de la de mis padres. Nunca he tomado en serio ninguna de
las muchas proposiciones que diversas gentes, editores, amigos y conocidos me
han hecho desde ya hace años para que escriba mi autobiografía. Siempre tomé
las proposiciones como algo sin sentido, frívolo, fuera del conocimiento real
de mi vida, aparentemente repleta de sucesos. Y siempre contesté que mi vida no
interesaba a nadie y que, además, precisando mis razones, me consideraba
incapacitado para lograr una escritura estimable y estimulante. Y, dentro de
mí, siempre rechazaba esa idea pensando, sobre todo, que mis memorias iban a
ser consideradas, si llegaban a publicarse, como un verdadero parto de los montes.
Sin
embargo, ahora, cuando presionado por los límites de mi vida y por esa
necesidad que, en ocasiones me invade, de aclarar con mis muertos lo que yo no
recuerdo o desconozco, intento tomarme en serio la redacción de mi mundo que,
en parte, también fue el de mis antepasados y que hoy olvido que puedan, ahora
y en este momento, suscitar algún interés en mis hijas. Pero confiando en que
en el porvenir, tal vez ancianas, rebusquen en los cajones estas páginas que
les dejo con la misión de que las lean como una guía cronológica, sin valor
literario alguno.
La presente biografía de
Ricardo Muñoz Suay no pretende sustituir esas memorias que él nunca escribió.
Son dos géneros literarios distintos, dos puntos de vista diversos con un
protagonista insustituible, que ahora desembocan en un libro en el que, sin
embargo, su voz desempeña un papel preponderante gracias a su abundantísima
correspondencia, esas cartas que él definía como «una de mis mayores alegrías
cotidianas»3 y que conservaba
celosamente –no sólo las recibidas sino también copias de las enviadas–, así
como a los múltiples artículos y entrevistas que publicó en distintos medios.
Los episodios históricos en los que de un modo u otro participó y las obras en
las que intervino predominan, en todo momento, sobre otros aspectos de su no
menos intensa vida privada. La pública fue lo suficientemente rica como para no
tener que hurgar en determinados recovecos y reabrir viejas heridas en la
memoria de sus allegados. Por decisión de Nieves Arrazola, tampoco se ha
utilizado el legendario diario personal que Ricardo escribió durante algunos
años de su vida; ese que, como apuntó Berlanga en la necrológica de su amigo,4 «limpie, fije y de esplendor a una época
tan tristemente oscura».
Sus
allegados eran legión y, al convocar el recuerdo de muchos de ellos, el rasgo
predominante que aflora de su carácter es el humor, un humor particularmente
vitriólico. A su amigo y camarada, el pintor Ricardo Zamorano, un día le dijo
que había visto a su mujer haciendo la carrera «y que por eso vivíamos tan
bien». En virtud de anécdotas como ésta –se cuentan por docenas– Manuel Vázquez
Montalbán afirmó que «escuchar la lengua mazarinesca de Ricardo Muñoz Suay
significa escuchar y ver, ver el espectáculo de las víctimas ensartadas por la
lengua, a la manera como en Málaga ensartan las sardinas con espetones».5 El guionista Rafael Azcona afirma: «No era
fácil desertar de la amistad de Ricardo aunque él se divirtiera poniéndola a
prueba con su capacidad para el sarcasmo». Los ejemplos son numerosos. Jorge
Semprún recuerda que «cada vez que Ricardo se encontraba con Berlanga, aunque
fuera para tomar una paella, le preguntaba por la División Azul» y éste admite
que «la relación que mantuvimos era muy complicada, muy valenciana. Nos tirábamos
pullas continuamente, a veces muy agrias y podían llegar a herir porque tenían
una cierta crueldad y, a menudo, eran en público. Casi siempre ganaba él,
porque la política había sido un buen entrenamiento. Nos metíamos de tú a tú,
no de un excombatiente de la División Azul a un militante comunista». El
Partido tampoco fue un obstáculo para su causticidad. La primera vez que, en
los años cincuenta, comió con la plana mayor del Comité Central –Santiago
Carrillo y Fernando Claudín entre otros– en el domicilio parisino de Semprún,
la mujer de éste se esmeró en preparar una ensalada con ingredientes
excepcionales. Todos los comensales la alabaron pero Ricardo se la criticó
duramente y le preguntó cómo se le había ocurrido mezclar todo aquello. Colette
Leloup recuerda que se retiró, llorando, a la cocina. A continuación, él entró
«y me pidió la receta porque le apetecía repetirla».
Ese
carácter vitriólico le valió diversos apodos, desde la «Ranita Venenosa», con
el cual le bautizó Carlos Barral en la época de Calafell, hasta los que recibió
en su última etapa valenciana: «el Abominable Hombre de las Nieves», «el Divino
Calvo» o «el Abuelo Cebolleta». En los tiempos en los que controlaba los
designios del cine español también se le conocía como «el Papa Negro». Muñoz
Suay era un poder en la sombra, un conspirador nato curtido en mil batallas
políticas –siempre desde la retaguardia– que utilizaba su selecta agenda como
arma infalible. En una ocasión, Joaquín Jordá le amenazó con robársela porque,
debido a la información cruzada que manejaba sobre sus múltiples e ilustres
amigos, «él fue el inventor de la computadora doméstica». Sus dotes seductoras
contaban con la colaboración excepcional de las artes culinarias de su mujer,
Nieves Arrazola. Elena Tuñón afirma que «mi madre es un personaje que inspira a
los creadores y ellos así lo reconocen. Tiene su temperamento y sus
incongruencias, pero es muy atractiva para la gente». A pesar de una mirada
privilegiada sobre el mundo que ha robustecido su carácter, ella se lamenta de
que «toda la vida me han hecho hacer de cocinera. Estaba harta de hacer
paellas», y aún se sabe de memoria los platos preferidos de los amigos que se
beneficiaban de la proverbial hospitalidad de Ricardo:
Cuando García Márquez venía de
París, preguntaba: «¿Es la época de las alcachofas?». A Mario Vargas Llosa
también le gustaba la paella de alcachofas. A Buñuel no, prefería el cocido
madrileño. Rosi tenía una debilidad por la tortilla de patatas y las croquetas.
Cuando estaba de clandestino en Madrid, Semprún comía todos los días en casa.
Comía lo que le poníamos y también le gustaban mucho las croquetas.
De aquellos años difíciles, Berlanga
recuerda asimismo que «Nieves hacía un arroz madrileño, caldoso,
extraordinario», y en su citada necrológica declara su esperanza de leer, algún
día, en el diario de Ricardo «pequeñas ternuras, como las tortillas de patatas
que me preparaba Nieves cuando uno tenía hambre no sólo de gloria».
Productor,
técnico y escritor cinematográfico, promotor editorial, coordinador político de
los intelectuales antifranquistas, director de una Filmoteca y lector
empedernido de novela negra, entre otros géneros, Muñoz Suay consolidó sus
múltiples relaciones sociales e intelectuales sobre la base de su carácter
polifacético. «No ha habido ningún movimiento en nuestro cine, estético o
ideológico, en el que Ricardo no haya participado con su capacidad para
organizar congregaciones de adictos», escribió Luis García Berlanga en su
despedida del amigo con quien había compartido los rodajes de Esa pareja feliz, ¡Bienvenido, Mr.
Marshall! o El verdugo.6 En cambio, quizá por timidez o quién
sabe si por una excesiva ambición, nunca se atrevió a dirigir. Juan Antonio
Bardem le acusó de querer que su primera película fuese El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925). Semprún
subraya, en cambio, que «era un hombre que siempre esperaba lo peor de todo.
Era miedoso y le costaba sobreponerse. Cada vez que iba a una reunión del
Partido veía que lo detenían, sabía, barruntaba, proyectaba e iba, a pesar de
todo. No querer dirigir una película es el mismo tipo de miedo, pero estaba
allí. Tenía una vocación de Capitán Araña». Él, en cambio, se defendía con
palabras como las que, en 1991, pronunció en su discurso de ingreso en la Real
Academia de Bellas Artes de San Carlos:
Yo no soy
un creador, yo no soy un artista, con esa denominación no arcaica pero sí
tradicional, que califica a los seres que, con mejor o peor fortuna, construyen
una vida, sus propias vidas, con casi el exclusivo fin de aportar al mundo no
sólo sus creaciones sino el porqué de ellas, su significado último revelador.
[...] Casi toda una vida, en ocasiones complicada, dedicado al cine, me ha
convertido en un hombre de cine, pero nunca en un creador pues, desde siempre,
y muchas veces desoyendo los cantos de sirena, he optado por el modesto pero
confortable anonimato en múltiples y numerosas actividades profesionales y he
elegido ese otro camino, no menos responsable pero sí mucho menos creador, del
estudio, la crítica, de la gestión y de las iniciativas para la renovación de
una actividad que, en muchos sentidos, ha cubierto todo el tejido social de
este siglo que heredero de aquel precipitado, el de las luces, se ha convertido
en el siglo de la imagen en movimiento.
«No sólo de cine vive el hombre», escribió Ricardo en un
artículo en el que reclamaba que el crítico pudiese hablar de «una falda
londinense, una bomba exterminadora o una guerrilla boliviana».7