La
idea de que los judíos muy bien podrían haberse impuesto un destino carcelario
y de que habrían propuesto la imposible grandeza de éste a la humanidad se me
ocurrió un día en Jerusalén. Me entrevistaba entonces con un padre dominico, y
además, sionista, y con un maetro israelí pacifista. Estábamos en el año 2000.
Regresaban de Gaza trastornados por las desdichas palestinas que habían visto,
pero añadían que, a su vuelta, la compasión indignada, en cierta manera se
había secado en su garganta por los horrores de un atentado suicida. ¿Cómo
podrían unos y otros olvidar nunca lo que se habían hecho mutuamente? El
profesor judío citó las palabras de Golda Meir: «Quizás un día os perdonemos
por haber matado a nuestros hijos, pero nunca os perdonamos que nos hayáis
puesto en la situación de matar a los vuestros». Normalmente, la conversación
habría tenido que continuar, como ocurría hace sólo una decena de años, con un
repaso de las supuestas causas de la tragedia. Causas que entonces se habrían
atribuido sólo al aspecto económico, social y a la historia colonial. En rigor,
habríamos deplorado que, incluso en Tierra Santa, el hombre siguiera siendo un
lobo para el hombre y que fuera, como semita, el peor enemigo de su hermano.
Habríamos
lamentado que los judíos de la Europa central –los primeros grandes europeos
según Milan Kundera– no hubieran podido o sabido compartir con sus vecinos una
aventura excepcional. Una epopeya resplandeciente que comprendía la
resurrección de una lengua, el hebreo, un verdadero milagro cultural. Nos
habríamos preguntado cómo estos judíos, para los que el judaísmo es una ética de derecho y de justicia, vivían
la desdicha palestina y la angustia israelí. En este caso, nos habríamos
quedado en el terreno de la ética, de lo nacional y de la cultura, un terreno
que apreciaban los soñadores y los pioneros no creyentes, heraldos y héroes del
«Estado de los judíos», según el título exacto del libro fundacional de Theodor
Herzl.
Por
desgracia, estos lamentos ya no se adaptaban a las circunstancias. Al igual que
los votos que hacíamos para que la fraternidad monoteísta suavizara los
desbordamientos nacionalistas. Pero nada de todo esto era ya posible al
escuchar el grito de los «colonos» judíos invocando la voluntad divina de
verlos ocupar tierras palestinas y el furor de los kamikaces disfrazados de
instrumentos de esta voluntad con la idea de acceder a la santidad por la
muerte de civiles y el suicidio.
Y
precisamente son estos colonos los que, nolens
volens, desde sus desastrosas «implantaciones», han suscitado en los
palestinos el sentimiento de una insoportable humillación. Y son también estos
kamikaces los que han provocado la unión sagrada de los israelíes alrededor de
Sharon y han desarmado a las fuerzas de paz en Israel. Los idólatras de los dos
campos han terminado por entregarse a una verdadera guerra de religión. Era
forzoso constatar que el conflicto palestino-israelí, prolongado por el
antagonismo judeo-árabe, estaba en vías de teologización
negativa. Se daba prioridad a la explicación teológica y a su versión más
fanática. De repente nos parecía natural, al dominico, al profesor y a mí
mismo, buscar en las interpretaciones de los textos sagrados la explicación de
los enfrentamientos. Me dije que ése era el fenómeno más grave y que se había
producido un cambio radical. Abandonamos sin pestañear el campo de la política
para buscar en el Cielo las razones de que continuase el enfrentamiento.
Este
deslizamiento de lo político a lo religioso, de lo racional a lo teológico está
demasiado cargado de dramas para que no me detenga en él. En los conflictos que
forjan la historia de los seres humanos, los polemólogos distinguen tres
categorías: aquellos en que los protagonistas se matan entre sí hasta la
petición de armisticio o la caída de uno de ellos; aquellos en que las
potencias del exterior imponen la paz a los beligerantes, y por último aquellos
en que los vencedores terminan por ocupar el territorio de los vencidos. Para
dar cuenta de las condiciones del conflicto, suele invocarse la historia de los
pueblos, la fuerza de las armas y el derecho. Pero nadie piensa en Dios para
comentar Verdún, Pearl Harbor o Stalingrado. En realidad, ha habido que esperar
a los atentados de 2001 contra las torres del World Trade Center para
recuperar, con el espíritu de las Cruzadas –y el elogio del asesinato ritual–,
el acta fundacional de la orden de los templarios otorgada por «el padre
Bernardo, abad de Claravall», en tiempos del reino franco de Jerusalén. Así
pues, abandonamos el suelo de la razón, tan tranquilizador bajo nuestros pies,
por los viajes oníricos en las circunvoluciones de la teología.
Pero,
¿qué es un pensamiento teológico? Es el pensamiento de todos aquellos que no
han tomado, o que abandonan, los caminos del pensamiento griego y crítico, y
que consideran que todo empieza con una Revelación. He recordado en un libro, ¿Es fanático Dios?, cómo, Averroes y
Maimónides, los dos médicos y filósofos cordobesesse unieron a Tomás de Aquino,
«en Aristóteles», para conciliar la fe y la razón. No pudieron hacer más de lo
que hicieron para su época. Pero indicaron que la creencia en una revelación
impide un pensamiento totalmente libre. De hecho, lo que no deseaban en
absoluto era que este pensamiento libre se extendiera al común de los mortales.
Sin embargo, contribuyeron en gran medida a desatar el corsé del pensamiento
teológico. El mismo corsé al que las mentes más nobles y más libres nos invitan
hoy a volvernos a poner.
Como
escribió Emmanuel Lévinas en Difícil
libertad:
«En
efecto, el judaísmo, fuente de las grandes religiones monoteístas, a las que el
mundo debe tanto como a la Grecia y la Roma antiguas, pertenece a la actualidad
viva, con independencia de los libros y conceptos que han aportado hombres y
mujeres que, pioneros de grandes empresas y víctimas de las grandes
convulsiones de la historia, se unen en línea recta e ininterrumpida al pueblo
de la historia sagrada. El intento de resucitar
un Estado en Palestina y de recuperar las inspiraciones creativas de
alcance universal de antaño no se concibe fuera de la Biblia».
¡Magnífico!
¡Y trágico! Porque Emmanuel Lévinas se interrogará más tarde sobre el precio de
esta resurrección de un Estado en
Palestina. Y convendrá en que todo procede de ahí…
No
soy teólogo y no me apetece serlo, ni mucho menos. Pero mi falta de creencia
también es religiosa, y mi sensibilidad por las obras de arte de la literatura
universal, en este caso la Biblia, me ha predispuesto para una inmersión en
este universo de las mil y una noches preislámicas contadas por los judíos y
los primeros cristianos. Pero a partir del momento en que estos cuentos
sobrepasan el ámbito de la magia y lo maravilloso para convertirse en unos
códigos éticos que admirarán una influencia temporal y política abrumadora,
entonces hay que colocarse en la mente de aquellos que creen en ellos.
Se
sabe que a su llegada en 1910, los judíos encontraron en Palestina poblaciones
estructuradas, cuando creían que echaban raíces en «una tierra sin pueblo para
un pueblo sin tierra». Se vieron, pues, obligados a transformar su visión, sus
objetivos y su estrategia. Sin quererlo, e incluso a veces, para algunos, en
contra de sí mismos, tuvieron que buscar al margen de la hospitalidad del mundo
árabe y de la legalidad internacional una legitimidad superior para consentir
en librar guerras. Si se encontraban en Palestina, se decían, no era por
casualidad. Una fuerza les había conducido allí, una fuerza a la que no se
atrevían aún a dar el nombre de Dios pero de la que ya se sentían prisioneros.
Y sin duda después de la Shoah, pero sobre todo tras la victoria de 1967, no
han hecho otra cosa que glorificar su prisión.