El lenguaje de las orquídeas

I

 

 

Vi la cara de la muerte: sus ojos virtuales de holograma, sus ojos negros de radiografía. Mi cráneo fracturado. La vi deformada por la conmoción cerebral: las líneas se distorsionaban, se alargaban y engrosaban. Luego no pude reconocer a ninguno de los médicos que me atendieron; sus rasgos de esa noche vuelven a veces a mi memoria como imágenes de video generadas por un operador borracho que jugara en la computadora. El recuerdo más nítido son los dedos curvos del practicante cosiéndome el párpado.

Tres fisuras partiendo de la cuenca izquierda. La pupila flotaba en una gota de sangre; durante meses todos desviaron los ojos para evitar la mirada roja de los míos.

Me ha tomado toda la vida vislumbrar lo que hubo antes de que mi sangre corriera a estamparse sobre el pavimento. Yo estaba rota y tú lo escribes. Tus palabras se alimentan de las mías. No las borran, las ocultan como una capa de pintura sobre los graffitis. La historia de esa tarde se rompió como mis huesos, como el frágil ser adolescente que yo era antes.

Antes de ver la cara de la muerte. No es una mujer ni un monje ni juega partidos de ajedrez.

Hay detalles que no puedo recordar. ¿Cómo suena mi fémur al romperse, mi cráneo al estrellarse? La Pelona. Te vocean en la lotería y pongo un frijol sobre tus huesos. Me sonríes.

Soy uno de los pedazos de la calavera.

La noche del accidente él se quedó en el hospital, toda la noche junto a mi cama, cuidándome, tranquilizándome, haciéndome sentir viva entre el pánico, el dolor al regresar y la anestesia al irse, la conmoción cerebral. Alguien conocido estaba conmigo, sustituyendo con sus rasgos familiares la mirada vacía de La Pelona.

Hablaba con mucha suavidad, como si su voz pudiera lastimarme. Luego entendí que todos se impresionaban y procuraban disimularlo: me habían visto pocas horas antes jugando y corriendo en la bicicleta y ahora me encontraban en la cama del hospital, con la cara deformada por las fracturas, el pelo convertido en una maraña de coágulos, los ojos vueltos burbujas sangrientas, una pierna entablillada entre las poleas y contrapesos del aparato ortopédico. Me habían oído gritar cuando los médicos me perforaron un hueso para hacer pasar el clavo que sostenía las poleas (si no tuviera la cicatriz de la perforación pensaría que es una de las pesadillas generadas por el pánico) y, aunque tenía la cara hinchada y ennegrecida, distinguían mi expresión aterrorizada. Los miraba desde atrás de la calavera rota.

Quizás, en las primeras horas, era penoso oír la incoherencia de mis palabras, insuficiente decirse que estaba bajo los efectos del shock y las medicinas. Pasé muchas semanas sintiendo que todo podía lastimarme: si la enfermera entraba a darme una aspirina, si ponían mucha comida en la mesa, si los visitantes se acercaban demasiado a la cama. Pero esa noche la presencia de mi tío me permitió sentirme viva. Tras la sucesión de enfermeras y médicos con jeringas y catéteres, vendajes, radiografías y tornillos, él se sentó junto a la cama, empezó a hablar con mucha suavidad, acabó apoyando la cabeza entre las cobijas, nos dormimos en algún momento de la madrugada, agotados, incómodos, perturbados por los ruidos del hospital pero con la suficiente tranquilidad como para saber que no me había matado.

 

 

Fue una noche horrible para ellos. Nos habíamos despedido en la puerta de la casa de mi abuela, cada quien demorándose en guardar los juguetes de sus niños, los platos lavados que habían traído llenos de comida, las pañaleras de los bebés. Yo había subido a mi bicicleta y me había adelantado, y por eso cuando mis padres y mi tío (venía a recoger un saco que iba a prestarle mi papá) llegaron a la puerta de nuestra casa, les extrañó no encontrarme esperándolos. Seguro llegaría en cualquier momento, antes de que acabaran de sacar las cosas del coche, sin duda antes de que cerraran la puerta, pero no aparecí. Apenas alguien había preguntado por mí, llegó un vecino a llamarlos porque estaba tirada frente a su casa, inconsciente.

De sus narraciones confusas quedan algunos detalles, sobre todo la huella de mi mano pintada con sangre en el pavimento y la bicicleta rota. Era sábado en la noche y no se les ocurrió llamar una ambulancia, sino llevarme de inmediato al hospital, encontrar el primer hospital lleno, llevarme a otro, preguntarse qué iban a hacer mientras yo gritaba y gemía y no podía contestar sus preguntas. Yo no recuerdo nada.

Una vez oí los gritos de alguien atropellado en la esquina. No parecen sonidos humanos. Desde atrás de la calavera aúlla otra voz.

Mi tío se quedó esa noche para que mis papás pudieran volver unas horas a nuestra casa, hacerse cargo de mis hermanos, descansar mínimamente, pues yo estaba fuera de peligro. Al día siguiente mi mamá llegó muy temprano y se dedicó a cuidarme hasta que salí del hospital, tres semanas más tarde. La noche del accidente, mientras yo vivía mi pesadilla en manos de los médicos, ellos esperaban en el pasillo, oyéndome gritar y preguntándose si iba perder la pierna, el ojo o la vida, quizá tratando de reconstruir qué decían mientras yo me estrellaba.

Un año después estaba otra vez junto a mi cama.

Necesito escribir una cosa más: casi dos meses después, cuando empecé a sentirme mejor, quise volver a mi pasatiempo favorito, leer. No pude: pasó mucho tiempo antes de que volviera a entender los libros.

Con el tiempo, primero de manera muy incierta y temblorosa, tomé la costumbre de escribir. Las últimas páginas del diario escrito en el tiempo del incesto insisten frenéticamente en la necesidad de ir a la escuela, en el deseo de aprender. A veces me apartaba de los otros y llenaba un cuaderno cuadriculado con relatos, teorías, conjeturas sobre cómo eran las cosas; a veces, quizá, recuerdos de instantes que viví anestesiada o inconsciente o dormida.

La tarde del accidente mi tío me había regalado una novela. «Cuando leí este libro, a tu edad, entendí cómo podía ser mi adolescencia.» Yo no sabía de cuál de sus lecturas provenían frases como ésa, pero eran distintas de las que decían los otros todos los días, quizá porque venían de él y ya entonces lo rodeaba de un prestigio especial. Yo lo adoraba, quería ser como él. Tardé meses en leer la novela. Tiene una mancha de lodo, porque estaba en uno de mis bolsillos cuando me caí. No le quedaron huellas de sangre.

Era una novela sobre el bien y el mal. El personaje quiere tener su propio criterio sobre ese dilema que le parece ajeno, pues en sus sueños ha descubierto un dios bueno y malo, hombre y mujer, negro y blanco. Apenas refleja con la elegancia de las abstracciones la complejidad que él descubre en su vida y en su ser cambiante. Cuando por fin logré leer ese libro me perdí por completo en él. Lo leí muchas veces; lo amé.

Pasé muchas tardes imaginando la marca de Caín que el personaje lleva en la frente. Esa señal le permitía reconocerse en otros, muy pocos: era la marca de los condenados a crear una moral propia, la seña de los proscritos.

Yo nunca pude saber cómo me hice mis propias cicatrices. Sólo demuestran que sufrí un accidente. Viví toda una noche cuya única memoria está en esos trozos de piel, en su sensibilidad exasperada que nunca entrega una historia, una palabra coherente. Apenas insinúan, a su manera intraducible, instantes desconocidos en éste, mi cuerpo de todos los días.

Una de esas cicatrices sí está en mi frente. Tiene bordes cambiantes: con los años mi piel se estira o se arruga y la cicatriz va figurando una hoja o una ventana, una grieta de donde han surgido, a veces, reptiles alados. Es una marca elocuente, pero no se sabe en qué idioma significa.

Hace poco, en un momento de distracción, me pasé los dedos por ahí, pero al sentir el hormigueo de siempre, sin saber por qué, me recordé tocando a la puerta de un departamento. Tendría catorce años; había buscado esa puerta por el pasillo, había subido la escalera contando los pisos, procurando cumplir las instrucciones de mi tío. Nunca me había desnudado frente a un hombre.

Toco a esa puerta como si al cruzarla fuera a salir de la normalidad, y en ese momento lo sé: tengo el valor. Él abre de inmediato y me abraza.

La sensación pasa muy rápido. Apenas por una fracción de segundo volví a sentir el roce de emociones difíciles de recordar: ese miedo, esa maravilla ante la textura de una realidad cada segundo más rica, esa felicidad. En ese momento no les presté atención; nos dominaba el miedo de ser vistos y todo sucedía con algo de prisa. Sólo entré, sentí sus brazos en torno mío, su olor. Cualquier recuerdo las devuelve apenas, las reduce o las amplifica, alteradas por cierto ángulo de la visión, por la necesidad de corresponder a una versión de los hechos.

Habíamos ido a visitar a mi tío, a su esposa, a mis primitas, que vivían en el otro extremo de la ciudad, muy al sur. Después de la comida los hombres dormían la siesta mientras sus esposas levantaban la cocina y se platicaban las últimas aventuras de los niños. Mientras mis primos jugaban en el jardín yo subí un rato al estudio. Quizás estaba leyendo el libro que él me había regalado, pensando qué le diría cuando habláramos de mis lecturas y me preguntara por él. O tal vez leía otra cosa, algún libro de arte. En esa casa había un estudio con varios libreros adornados con artesanías: piezas de cerámica, amates, textiles que jamás hubiera encontrado en mi casa. De las paredes colgaban cuadros que en ese tiempo me intrigaban por su estilo, poco convencional para mí. Podía pasar largos ratos mirando esas figuras de colores inverosímiles, a veces deformadas como en un sueño. Tenían un dibujo con un hombre desnudo; detrás de él, vencidos, un toro y una mujer también desnuda, reclinada sobre el animal en posición voluptuosa. Cuando los visitábamos me gustaba subir a ese cuarto y ojear los libros, tratar de medir el mundo del que eran indicios.

Esa tarde lo oí subir la escalera. Al pasar frente al estudio se detuvo, me vio leyendo y entró. Levanté la cara con una sonrisa. Él había apoyado sus manos en mis hombros y sentí su presión. Mi cara quedó muy cerca de la suya, y la calidez de sus ojos negros me hizo acercarme un poco. Pero en vez de sonreír también, retrocedió.

–Ay niña, niña.

Se fue sin decir nada más. Su voz sonó un poco ahogada, como si saliera de lo profundo de su garganta. Por eso, o por su cercanía, o por su olor a tabaco, un poco sudoroso, que nunca había sentido tan cerca y al envolverme me sorprendió, ese instante se quedó conmigo, irradiando un atractivo que no se desgastaba aunque yo recordara muchas veces los detalles.