Terror y libertad

Este libro nació el 11 de septiembre de 2001. Mi casa está situada en el centro de Brooklyn, al otro lado del puerto del Bajo Manhattan, y aquella mañana me lancé escaleras arriba a la azotea para ver el motivo del jaleo que armaban los vecinos, continuamente subiendo y bajando. Y vaya si lo vi. En el horizonte de Manhattan, las dos torres parecían de plata. Los aviones ya se habían estrellado contra ellas. Las cimas incendiadas por las llamas resultaban pavorosas. El humo sangraba hacia arriba en torrentes de color negro y gris, con diminutas motas blancas que revoloteaban alrededor. Creí que eran gaviotas atraídas por el desastre. Resultaron ser los papeles de las oficinas, expulsados de los edificios por la fuerza del calor. Muchas horas después, me enteré de que algunas de las diminutas motas blancas eran pedazos de cuerpos humanos, expelidos por las corrientes de aire caliente hacia el mar, hacia el suelo o, sobre el puerto, hacia Brooklyn. Un collar plateado de las dimensiones de todo un edificio se desplomó. Creí que era la fachada. No lo era. Al disiparse el humo y los vapores, vi de pronto que una de las torres ya no estaba allí.

 

 

He trabajado durante muchos años como periodista, habitualmente ejerciendo crítica de libros y de arte; a veces, escribiendo artículos sobre política. También he sido testigo de guerras y revoluciones, informando fielmente para algunos periódicos estadounidenses. En los años ochenta y noventa, mandaba crónicas desde Centroamérica sobre la revolución sandinista y diversos conflictos bélicos. Tuve ocasión de hallarme inmerso en situaciones angustiosas, viajando en coche por carreteras que podían estar minadas u oyendo el estallido de bombas cercanas. Y no por ello dejaba de garabatear en mi cuaderno, con lo que consideraba la frialdad propia de la profesión, preocupado por hacer mi crónica. Así que el 11 de septiembre, con la primera torre ya desaparecida, mis instintos de reportero me impulsaron escaleras abajo hacia mi apartamento para recoger papel y pluma. La otra torre aún se veía desde la ventana de mi despacho, bajo las nubes de humo. Mientras hurgaba en un cajón, eché un vistazo por la ventana: la segunda torre también había desaparecido.

No me hacía ni una mínima idea de lo que estaba sucediendo o de lo que aquello significaba. Las noticias de la radio tampoco me lo aclaraban. Los locutores, esforzándose por mantener la calma –salvo por el tono emocionado de sus voces, ellos también eran unos fríos profesionales–, retransmitían rumores que calificaban con cautela de noticias sin confirmar. Una de ellas era que el Pentágono también había sido objeto de un atentado que posteriormente se confirmó.

En un día normal, en las torres del World Trade Center podían estar trabajando unas cincuenta mil personas. Según esto, imaginé que probablemente había sido testigo de la muerte de decenas de miles de personas. Luego me enteré de que las dos torres habían resistido al choque de los aviones durante aproximadamente una hora antes de que yo subiera a la azotea, y la mayoría de la gente pudo escapar a la calle. El número total de muertos resultó ser inferior a los tres mil en Manhattan, más varios centenares en el Pentágono y en el cuarto avión secuestrado que se estrelló en Pennsylvania. Cantidades importantes, a pesar de todo. Pero, luego, en el libro que empecé a escribir –el que el lector tiene en sus manos– las enormes cifras de gente asesinada se convirtieron en un tema recurrente. Matanzas a escala industrial: un leitmotiv moderno.

Quizás estoy exagerando mi frialdad imperturbable. De pie en el salón, garabateé algunas notas –«llamas doradas», «manchas blancas»– mientras seguía cambiando constantemente de emisora de radio. (No se podía sintonizar ningún canal de televisión: los repetidores estaban en lo alto del World Trade Center y ya se habían destruido.) ¿Qué iba a hacer con aquellas notas escritas a toda prisa? Pensé que podía llamar al director de Village Voice, la publicación contracultural de izquierdas de Nueva York en la que me ganaba la vida en los años ochenta. Pero, ¿funcionarían los teléfonos?