El mono que llevamos dentro

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Nuestra familia antropoide

 

 

            Se puede sacar al mono de la jungla, pero no a la jungla del mono. Esto también se aplica a nosotros, grandes monos bípedos. Desde que nuestros ancestros se columpiaban de árbol en árbol, la vida en grupo ha sido una obsesión de nuestro linaje. La televisión nos muestra hasta la saciedad políticos que se golpean el pecho, estrellas de segunda que van de cita en cita, y programas de testimonios reales sobre quién triunfa y quién no. Sería fácil mofarse de todo este comportamiento primate si no fuera porque nuestros colegas simios se toman las luchas por el poder y el sexo tan en serio como nosotros.

            Pero, aparte del poder y el sexo, compartimos más cosas con ellos. El compañerismo y la empatía son igualmente importantes, pero raramente se los considera parte de nuestro legado biológico. Tendemos mucho más a maldecir a la naturaleza por lo que nos disgusta de nosotros mismos que a ensalzarla por lo que nos gusta. Como dijo Katharine Hepburn en La reina de África, «La naturaleza, señor Allnut, es aquello que nos sirve para elevarnos por encima de nuestro propio mundo».

            Esta opinión todavía persiste en gran medida. De los millones de páginas escritas a lo largo de los siglos sobre la naturaleza humana, nada es tan desolador –ni tan erróneo– como lo publicado en las últimas tres décadas. Se nos dice que nuestros genes son egoístas, que la bondad humana es una impostura, y que hacemos gala de moralidad sólo para impresionar a los demás. Pero si todo lo que le importa a la gente es su propio interés, ¿por qué un bebé de tan solo un día llora cuando oye llorar a otro bebé? Así nace la empatía. Quizá no sea un comportamiento muy sofisticado, pero podemos estar seguros de que un recién nacido no pretende impresionar. Venimos a este mundo con impulsos hacia los otros que, más tarde en la vida, nos mueven a preocuparnos por los demás.

            La antigüedad de estos impulsos se evidencia en el comportamiento de nuestros parientes primates. Realmente notable es el bonobo, un antropoide poco conocido, pero tan cercano genéticamente a nosotros como el chimpancé. En una ocasión, una hembra llamada Kuni vio cómo un estornino chocaba contra el vidrio de su recinto en el zoo británico de Twycross. Kuni tomó al aturdido pájaro y lo colocó con cuidado sobre sus pies. Al comprobar que no se movía, lo sacudió un poco, a lo que el ave respondió con un aleteo espasmódico. Con el estornino en la mano, Kuni se encaramó al árbol más alto, abrazando el tronco con las piernas y sosteniendo al pájaro con ambas manos. Desplegó sus alas cuidadosamente, manteniendo una punta entre los dedos de cada mano, antes de lanzar al pájaro al aire como un pequeño avión de juguete. Pero, tras un aleteo descoordinado, el estornino aterrizó en la orilla del foso. Kuni descendió del árbol y se quedó un buen rato montando guardia junto al pájaro para protegerlo de la curiosidad infantil. Hacia el final de la jornada, el pájaro, ya recuperado, había emprendido el vuelo.

            El trato dispensado por Kuni a este pájaro fue diferente del que habría utilizado para auxiliar a un congénere. En vez de seguir una pauta de conducta prefijada, ajustó su auxilio a la situación específica de un animal por completo diferente a ella misma. Los pájaros que sobrevolaban su recinto seguramente le habían proporcionado una idea de la ayuda requerida. Esta clase de empatía es inusitada en el mundo animal, porque se basa en la capacidad de imaginar las circunstancias de otro. Adam Smith, pionero de la teoría económica, debía tener en mente acciones como la de Kuni (aunque no ejecutadas por un mono) cuando, hace más de dos siglos, nos ofreció la definición más imperecedera de la empatía: la capacidad de «ponerse en el lugar del que sufre».

            La posibilidad de que la empatía forme parte de nuestro legado primate debería congratularnos, pero no tenemos por costumbre celebrar nuestra naturaleza. A quienes cometen un genocidio los llamamos «animales». Pero cuando donan algo a los pobres, los aplaudimos por su «humanidad». Nos gusta reclamar este último comportamiento para nosotros. La posibilidad de una humanidad no humana no fue advertida por el público hasta que un antropoide salvó a un miembro de nuestra propia especie. Este suceso ocurrió el 16 de agosto de 1996, cuando una gorila de ocho años llamada Binti Jua socorrió a un niño de tres años que había caído desde una altura de más de cinco metros al interior del recinto de primates del zoo Brookfield de Chicago. La gorila reaccionó de inmediato y tomó al niño en brazos. Luego se sentó en un tronco sobre una corriente de agua, acunó al niño en su regazo y le dio unos golpecitos suaves para ver si reaccionaba antes de entregarlo al personal del zoo. Este simple acto de compasión, captado en video y difundido por todo el mundo, conmovió a muchos, y Binti fue aclamada como una heroína. Fue la primera vez en la historia norteamericana que un antropoide figuró en los discursos de líderes políticos que la ponían como modelo de piedad.

 

 

La cabeza de Jano

 

            Que el comportamiento de Binti causara tal sorpresa entre el público dice mucho sobre la manera en que los medios de comunicación retratan a los animales. En realidad no hizo nada inusual, o al menos nada que una hembra de gorila no hiciera por cualquier individuo joven de su misma especie. Por mucho que los documentales de naturaleza se centren en bestias feroces –o en hombres viriles capaces de tumbarlas y reducirlas–, pienso que es vital comunicar la verdadera amplitud y profundidad de nuestra conexión con la naturaleza. Este libro explora los fascinantes e inquietantes paralelismos entre el comportamiento primate y el nuestro, con igual consideración para lo bueno, lo malo y lo desagradable.

            Tenemos la gran suerte de disponer de dos parientes primates cercanos para estudiarlos, tan diferentes como la noche y el día. Uno tiene modales bruscos y un carácter ambicioso y manipulador; el otro propone un modo de vida igualitario y libre. Todo el mundo ha oído hablar del chimpancé, conocido por la ciencia desde el siglo xvii. Su comportamiento jerárquico y violento ha inspirado la visión corriente de los seres humanos como «monos asesinos». Nuestro sino biológico, dicen algunos científicos, es ganar poder a base de sojuzgar a otros y librar una contienda perpetua. He sido testigo de suficiente derramamiento de sangre entre los chimpancés para convenir en que tienen una vena violenta. Pero no deberíamos ignorar a nuestro otro pariente cercano, el bonobo, no descubierto hasta el siglo xx. Los bonobos son unos animales tranquilos con buen apetito sexual. Pacíficos por naturaleza, contradicen la idea de que el nuestro es un linaje sanguinario.

            Lo que permite a los bonobos hacerse una idea de las ansias y necesidades de los otros y ayudarles a satisfacerlas es la empatía. Cuando la hija de dos años de una hembra llamada Linda se puso de morros, esto significaba que quería mamar; pero esta cría había permanecido en la guardería del zoo de San Diego y había sido devuelta al grupo bastante después de que Linda hubiera dejado de producir leche. Aun así, la madre entendió el mensaje y acudió a una fuente para llenarse la boca de agua. Luego se sentó frente a su cría y frunció los labios para que pudiera beber de ellos. Linda hizo tres viajes más a la fuente hasta que su hija quedó satisfecha.

            Nos encantan estos comportamientos (lo que en sí mismo es un caso de empatía). Pero la misma capacidad de entender al prójimo también permite herirlo de manera deliberada. Tanto la compasión como la crueldad dependen de la capacidad de imaginar cómo afecta el propio comportamiento a los otros. Los animales de cerebro pequeño, como los tiburones, ciertamente pueden herir, pero no tienen la menor idea del daño que causan. El volumen cerebral de los antropoides es un tercio del nuestro, lo cual los faculta para la crueldad. Como los niños que arrojan piedras a los patos de un estanque, los antropoides a veces infligen dolor por pura diversión. En un juego, unos chimpancés de laboratorio juveniles echaban migas de pan a unos pollos separados por una valla para atraerlos. Cada vez que los inocentes pollos se aproximaban, los chimpancés los golpeaban con un palo o los pinchaban con un alambre. Este juego de Tántalo (que los pollos eran lo bastante estúpidos para continuar sin parar, aunque podemos estar seguros de que para ellos no era un juego) fue inventado por los chimpancés con la única finalidad de combatir el aburrimiento, y lo refinaron hasta el punto de que un individuo se encargaba de lanzar el cebo y otro el golpe.

            Los grandes monos se parecen tanto a nosotros que se los conoce como «antropomorfos» (palabra de raíz griega que significa «con forma humana»). Tener afinidades cercanas con dos sociedades tan distintas como la del chimpancé y la del bonobo resulta extraordinariamente instructivo. La brutalidad y el afán de poder del chimpancé contrastan con la amabilidad y el erotismo del bonobo (una suerte de doctor Jekyll y mister Hyde). Nuestra propia naturaleza es un tenso matrimonio entre ambos. Nuestro lado oscuro es tristemente obvio: se estima que sólo en el siglo xx, 160 millones de personas perdieron la vida por causa de la guerra, el genocidio o la opresión política. Aún más escalofriantes que estas cifras son las expresiones más personales de la crueldad humana, como el horrendo incidente que acaeció en 1998 en un pueblo de Texas. Tres varones blancos invitaron a un negro de cuarenta y nueve años a subir a su camión, pero, en vez de llevarlo a casa, lo transportaron a un descampado y, después de darle una paliza, lo ataron al vehículo y lo arrastraron durante varios kilómetros por una carretera, hasta arrancarle la cabeza y el brazo derecho.

            Somos capaces de tales atrocidades a pesar, o precisamente a causa, de nuestra capacidad de imaginar lo que sienten los demás. Por otro lado, cuando esa misma capacidad se combina con una actitud positiva, nos mueve a enviar alimento a los que pasan hambre, a jugarnos el tipo por rescatar a extraños –como sucede en los incendios o terremotos–, a llorar cuando alguien nos cuenta una historia triste, o a sumarnos a una partida de búsqueda cuando desaparece el hijo del vecino. Somos como una cabeza de Jano, con una cara cruel y otra compasiva mirando en sentidos opuestos. Esto puede confundirnos hasta el punto de simplificar en exceso nuestra imagen de nosotros mismos; o nos proclamamos «la culminación de la creación» o nos retratamos como los villanos por excelencia.

            ¿Por qué no aceptar que somos las dos cosas? Ambos aspectos de nuestra naturaleza se corresponden con los de nuestros parientes primates más cercanos. El chimpancé expresa tan bien la cara violenta de la naturaleza humana que pocos científicos escriben sobre alguna otra faceta suya. Pero también somos criaturas intensamente sociables que dependen unas de otras y necesitan la interacción con sus semejantes para llevar vidas sanas y felices. Después de la muerte, la incomunicación es nuestro castigo más extremo. Nuestros cuerpos y mentes no están hechos para la vida en solitario. Nos deprimimos de manera irremediable en ausencia de compañía humana, y nuestra salud se deteriora. En un estudio médico reciente, voluntarios sanos expuestos a virus del resfriado y la gripe eran más proclives a enfermar cuantos menos amigos y familiares tenían alrededor suyo.

            Las mujeres aprecian de manera natural esta necesidad de conexión. En los mamíferos, el cuidado parental es inseparable de la lactancia. A lo largo de los 180 millones de años de evolución de los mamíferos, las hembras que respondían a las necesidades de sus retoños se reproducían más que las madres frías y distantes. Dado que las mujeres descienden de una larga línea de madres que cuidaban, alimentaban, limpiaban, transportaban, confortaban y defendían a sus hijos, no debería sorprendernos encontrar diferencias de género en la empatía humana. Éstas aparecen bastante antes de la socialización: el primer signo de empatía –llorar en respuesta al llanto de otro bebé– ya es más típico de las niñas que de los niños, y más adelante la empatía sigue estando más desarrollada en el sexo femenino que en el masculino. Esto no quiere decir que los varones carezcan de empatía o no necesiten el contacto humano, pero lo buscan más en las mujeres que en otros varones. Una relación a largo plazo con una mujer, como el matrimonio, es la manera más efectiva de alargar la vida para un varón. La otra cara de esta moneda es el autismo, un desorden de la empatía que dificulta la conexión con los otros, y que es cuatro veces más frecuente en los varones que en las mujeres.

            Los empáticos bonobos se ponen una y otra vez en el lugar del otro. En el Georgia State University Language Research Center de Atlanta, un bonobo llamado Kanzi ha aprendido a comunicarse con la gente. Su fabulosa comprensión del inglés hablado lo ha convertido en una celebridad. Advirtiendo que algunos de sus iguales no tienen su mismo adiestramiento, a veces Kanzi ejerce de maestro. Una vez se sentó al lado de Tamuli, una hermana menor suya apenas expuesta al habla humana, mientras un investigador intentaba sin éxito hacerla responder a peticiones verbales simples. Cada vez que el investigador se dirigía a Tamuli, Kanzi representaba lo que se esperaba de ella. Cuando se le pidió que acicalara a Kanzi, éste tomó su mano y la colocó bajo su barbilla, apretándola contra el pecho. En esta posición, Kanzi fijó la mirada en los ojos de Tamuli con lo que se interpretaba como un gesto de interrogación. Cuando Kanzi repitió la acción, la joven hembra dejó los dedos apoyados en su pecho como si se preguntara qué tenía que hacer.

            Kanzi entiende perfectamente bien si las órdenes se dirigen a él o a otros. No estaba ejecutando una orden destinada a Tamuli, sino que estaba intentando hacerla comprender. La sensibilidad de Kanzi al desconocimiento de su hermana y su interés en enseñarla sugiere un nivel de empatía que, hasta donde sabemos, sólo se encuentra en antropoides y seres humanos.