Un programa
metódico, desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Repetido a
diario, sin ninguna alteración. El mismo purgatorio repetido, repetido hasta el
infinito. Para humillar, intimidar y destruir. Desde la madrugada hasta la
noche. A veces incluso durante la noche. Al final de la semana se le acumulaban
el cansancio y la desesperanza, y la energía para resistir se debilitaba, a
punto ya de ceder.
Precisión y crueldad, todos los
días, desde hacía meses. Hasta que, de repente, se produjo el cambio.
Era un martes por la mañana.
Habían suprimido la paliza. La habían trasladado a una celda más grande, en la
planta. Le habían permitido un paseo extra de una hora por el patio, ella sola,
antes de acostarse. Por la noche, apareció un gordinflón ceñudo para cambiarle
el cubo por un orinal nuevo, esmaltado.
Al día siguiente, té caliente y
dulce, la comida y la cena mejores. Por la tarde, en el intervalo antes
reservado a las pruebas más violentas, la llevaron al baño. Al volver, se
encontró la cama cubierta con una sábana, cambiado el cobertor, una muda limpia
y doblada junto a la cama. Una sorpresa, en efecto: entre la ropa, descubrió el
pequeño espejo cuadrado y el tubo estrecho de crema Nivea.
Al tercer día, por la mañana, la
llevaron escoltada por un laberinto de pasillos, a la izquierda, a la derecha,
arriba, abajo y de nuevo a la izquierda.
Un cuarto de paredes brillantes y blancas, como una consulta médica. La
mujer que estaba sentada, fumando, en el diván cubierto con un hule de color
café, parecía estar esperándola. Como si fuese alguna antigua compañera o la
amiga de alguien conocido a quien uno sólo recuerda vagamente.
Solas casi una hora. La mujer
tomaba notas en un cuadernillo colocado sobre las rodillas. La pluma delgada y
corta corría sobre la blanca rodilla que, a veces, temblaba.
Después apareció el médico. Por
las preguntas que le formulaba, parecía un psiquiatra. La mujer lo observaba
diríase que aburrida e indiferente a todos esos rutinarios exámenes psíquicos.
Desde luego, su papel no debía de ser nimio dado que despidió al médico con un
simple gesto. Le comunicó a la encausada el motivo de los inesperados cambios
de los últimos días.
Al cabo de otra hora, por cierto,
durante la cual la retuvo desnuda delante de ella, la invitó a sentarse y le
ofreció cigarrillos, de los que ella fumaba sin interrupción uno detrás de
otro, pero la paró con un gesto seco cuando se acercó a la ropa.
–Deja eso. Más tarde.
La examinaba con insistencia, por zonas. Sin maldad, con el ojo frío de
un profesional. La inspección concluyó con una sonrisa.
–Lo siento muchísimo, no puedo
devolverte el pelo en tres días.
Así pues, cualquiera hubiese dicho que había estado supervisando,
los pormenores de ese sorprendente programa, o al menos la habían informado, o quizá
los hubiese fijado ella misma.
–Es una pena que te hayan cortado
el pelo. ¿Tenías una melena bonita?
No la escandalizaba el no recibir
respuesta. Las preguntas parecían únicamente una especie de divertidas
hipótesis. ¿Cómo habría sido el pelo de la mujer a la que había estado
inspeccionando? Aunque era todavía joven, ¿tendría el pelo completamente
blanco?
–Por lo demás, te has mantenido
bastante bien. Tampoco te has encanallado. Hay que reconocer que eso es incluso
una victoria. –Volvió a sonreír, como a una pariente pobre–. Hoy se te permite
que elijas tú el programa. Al anochecer, un baño caliente. Te sentará bien,
sería una pena que rehusaras. Te han llevado a la celda periódicos y revistas.
Si necesitas o deseas algo en concreto, yo me cuidaré de que todo esté en orden.
Si deseas algo más, tomaré nota.
Cogió del escritorio una hoja de papel en blanco. Esperaba, no la
irritaba el mutismo en que se había atrincherado el desnudo que tenía enfrente.
Dobló la hoja en cuatro y se la metió en el bolsillo del pecho de la blusa
negra, de seda y cuello puntiagudo, de hombre, y mangas con puños.
Se levantó. Espigada, morena,
delicada, la ceñía un ancho cinturón de piel. La abundante melena le caía sobre
los frágiles hombros. Las manos muy largas y nerviosas, las piernas largas y
nerviosas, ojeras azuladas. Tez blanca, extremadamente blanca, como el blanco
lechoso de la falda corta que dejaba ver los muslos.
–Te estamos preparando para una
entrevista. Importante para ti. –La sonrisa se crispó–. El caballero desea que
tengas buen aspecto. Por lo menos, normal, vaya. No soporta la violencia. Es un
ser espiritual…, ya me entiendes. –Sus ojos cambiaron de color, el negro se
volvió más negro, garzo, y la voz dura–. Es un favor, ya te convencerás. Una
ocasión rara, ya lo verás.
Encendió un cigarrillo y miró por
encima del hombro. Luego por la ventana, al vacío. Se volvió con brusquedad,
agarrándose fuertemente las manos. Tenía el rostro congestionado y la mirada
dolorida. Salió dando un portazo.
Ya no regresó. La única señal de
que había estado allí vino casi dos horas más tarde. Apareció un joven alelado
al que le habían ordenado, eso se veía bien claro, que se comportase con
educación.
–Perdone, se habían olvidado de
usted.
La detenida hacía un buen rato que
se había vestido y estaba tiesa en la silla, esperando.
–Haga el favor de seguirme.
Encontró la celda aireada y
barrida. En el suelo había un rimero de periódicos y revistas.
Sobre las tres le interrumpieron
la lectura. La flanquearon por ambos lados. Bajó las escaleras, dobló a derecha
e izquierda y recorrió largos pasillos. ¡El baño! No era la sala habitual de
duchas. Una tina blanca y reluciente. Toallas grandes, suaves y de colores.
Jabón, frasquitos de todas clases. Zapatillas, esmalte de uñas. Al regresar a
la celda, le esperaba una taza de té caliente.
[...]
¿Qué podría decirle el importante
personaje? ¿Por qué le dedicaba su precioso tiempo? ¿Repetiría también él las
mismas preguntas y proposiciones? ¿Un montaje, una farsa? ¿Acaso Su Excelencia
sería más sutil que sus siniestros subalternos? ¿Más difícil de soportar que la
brutalidad de los gorilas a los que dirigía? Querrá informar él mismo a los
jefes superiores, ¡simplemente! Que ha entrado en contacto, que se ha
desplazado personalmente, que ha intentado, que ha conocido en persona…, etcétera,
etcétera, sí, sí, que considera que ya no hay nada más que hacer, que propone
medidas inmediatas, que de benevolencia nada de nada, etcétera, etcétera.
Bien pensado, debía de ser otra
triquiñuela, alguna broma estúpida para poner a prueba sus nervios. ¿O una
última broma, tras la cual le anunciarán que la ponen en libertad, que ya no la
necesitan? ¿Y la guapa intermediaria, aquella tan rara, que parecía una antigua
compañera de colegio delicada y sádica? «No puedo devolverte el pelo en tres
días.» Por lo visto, inmediatamente se arrepintió de su ironía y cinismo, se
puso ceñuda, irritada por haberse descontrolado. «¿Tenías una melena bonita?»
La pregunta no parecía formulada con sorna, había hablado en tono normal, un poco
pensativa.
[...]
La puerta se entreabrió despacio, muy despacio. ¡Aún quedaban dos
minutos! ¿Llegaría antes de la hora? No, sólo era un triste funcionario que
apenas si se atrevía a entrar en tan importante habitación. Vacilante, humilde,
de puntillas. Algún asustado funcionario de la administración, al que habrían
enviado a limpiar el polvo o abrir las ventanas.
Iba cargado con cajas de todos los
tamaños. Las depositaba con cuidado en un rincón de la habitación, junto a la
puerta, y las apilaba contra la pared. Salió y volvió con un rollo grueso y
largo. Una especie de tubo de cartón con tapa. Se movía lentamente, encorvado,
con la cabeza gacha, para no molestar. Entraba, desaparecía y reaparecía, todo
ello sin hacer el menor ruido. Aterrado, estaba claro, por la importancia del
personaje cuya entrada preparaba. Por el apocamiento con que se movía ese
pequeño empleado de la administración, portero, almacenero o lo que fuera, se veía
a las claras que se esperaba a alguien de arriba, de muy arriba en la jerarquía.
Miró el reloj. Las cinco y un
minuto. ¡Se retrasaba! Primero, la dejaría que esperara. Para que perdiera los
nervios, seguro que pretendían eso, que se le trastornara el cerebro mientras
esperaba y se preguntaba qué más cosas se habrían inventado. La táctica
consabida, no se mostraban muy originales, había aprendido a defenderse.
El pobre tipo se había sentado en
la silla para tomar aliento. ¡Le había echado valor el desgraciado!
¡Precisamente se sentaba a descansar en el asiento del Jefe! ¿Y si entrara
ahora Su Excelencia? Helo ahí, sonriendo con timidez, pero orgulloso como un
cretino. La miraba, sí, la miraba y sonreía. Orgulloso de la hazaña pero
también inseguro, como si quisiera infundirse valor con esa sonrisa tímida de
pánfilo.
–Le rogaría que se acercase. Con
el sillón, con el sillón. O mejor, siéntese en uno de estos dos.
Se sobresaltó. La voz… Esa voz no
era, desde luego, corriente. Tampoco parecía la voz de aquel pobre diablo
cansado y sudoroso por el peso de los muchos paquetes, demasiado para él. Ya no
sabía qué pensar, qué hacer, no tenía fuerzas para moverse del sitio. Las
sienes le latían empapadas de un sudor frío. Se notó las palmas de las manos
húmedas y la espalda helada y mojada. Parecía una broma estúpida todo lo que se
permitía, justo en ese momento, unos minutos antes de que apareciese el GRAN
JEFE, ese, ese… ordenanza…, ese al…, almacenero, barrendero, algún cajero con
familia numerosa, empleado de correos, administrador de una comunidad de vecinos,
fontanero, mercero, con esa voz suya tan..., sí, sí, tan…
–He sido puntual, como se habrá dado cuenta. Acérquese, por favor. Estoy acostumbrado sólo a auditorios pequeños y conversaciones a corta distancia.