Despojos de guerra

Por debajo del ombligo tengo un gran tatuaje que dice: «FUCK...U...S...». La piel de los puntos está arrugada como la cicatriz de una quemadura. Durante casi cinco décadas este tatuaje me ha protegido en China como si fuera un talismán. Antes de venir a Estados Unidos me preguntaba si debía quitármelo. Decidí no hacerlo, no porque me gustara ni porque me inquietara la operación, sino porque de haberlo hecho, se habría corrido la voz y las autoridades, sospechando que no iba a volver, me habrían retirado el pasaporte. Además tenía pensado llevar conmigo todo el material que había reunido para escribir estas memorias, así que no podía permitirme llamar la atención de la policía y que me confiscaran mis notas y archivos. Ahora estoy aquí, y mi tatuaje ha perdido su gracia; no sólo eso, sino que se ha convertido en un motivo de preocupación constante. Hace apenas dos semanas, en Atlanta, mientras pasaba por la aduana, el corazón me palpitaba como un pájaro atrapado, ya que temía que aquel fornido policía de tono amable pudiera sospechar algo, que pudiera conducirme a una habitación y ordenarme que me desnudara. Por culpa del tatuaje podrían haberme negado la entrada en Estados Unidos.

A veces, cuando paseo por las calles de este país, me siento repentinamente turbado, como si una mano invisible me hubiera agarrado de la camisa y me la hubiera sacado del pantalón para mostrar mi secreto a los transeúntes. Por caluroso que sea el día, no me desabrocho un solo botón. Cuando por las noches me doy un baño caliente, algo que tanto me gusta y que en mi opinión es la mejor de las comodidades estadounidenses, tengo la precaución de correr el pestillo del cuarto de baño por miedo a que Karie, mi nuera nacida en Camboya, pueda ver por casualidad las palabras que llevo en la barriga. Ella sabe que luché en Corea y que quiero escribir las memorias de esa guerra mientras esté aquí. En estos momentos todavía no quiero desvelar a nadie qué voy a contar, no quiero perder la energía antes de tener la pluma en la mano.

El viernes pasado, mientras echaba una siesta, Candie, mi nieta de tres años, acercó el dedo a mi barriga y resiguió con él las palabras. Entendió el significado de «U...S...», pero no el del verbo anterior. Al sentir el cosquilleo, me desperté y descubrí sus ojos de renacuajo parpadeando. Sonrió y frunció los labios tensando su carita redonda. Antes de que yo tuviera tiempo de decir algo se volvió y gritó: