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“Superió”, me dijo un hombre aún joven, con mono azul, en la puerta del hotel
Cuatro Naciones cuando le pregunté qué tal era.
Había llegado hasta allí desde el bar Eduardo,
frente a la estación, en donde me encontré de nuevo por azar, tras haber recorrido
una especie de círculo por una Córdoba casi a oscuras, al modo como el
desorientado explorador del Ártico regresa, sin quererlo, al punto de partida.
Bar Eduardo: un barucho insomne y mísero (avenida de América esquina con
Fernando de Córdoba) en el que estaban los más madrugadores mozos de estación y
dos o tres prostitutas ajadas que –luego lo sabría por casi vecindad– iban o
venían de Cercadilla, uno de los barrios de prostíbulos de Córdoba. Me senté en
un rincón a descansar un rato. Todos tenían ante sí la copita de aguardiente,
además del café (o lo que fuera aquel líquido, que también pedí, y que llamaban
así; en verdad era malta, cebada o achicoria; para los más gastosos y
exigentes, pero en otros establecimientos, podía existir un supuesto “café-café”,
que de ninguna manera podía ser reconocido como verdadero café, sino
simplemente como menos repugnante que los demás). Hablaban en alto. Una de las
prostitutas permanecía apartada de los demás, sentada en un rincón. Había
bebido demasiado, sin duda; la mejilla apoyada en el brazo, éste en la mesa,
los ojos medio cerrados, el rostro enrojecido, en trance casi de dormirse... Vi
despertar y desperezarse a Córdoba aquel día, 12 de octubre de 1949, festivo,
de la que sólo sabía que tenía una mezquita como catedral y lo que había
aprendido de sus callejas y palacios en La
Feria de los Discretos, de Baroja, releída antes de salir de Madrid, y que
me serviría a modo de guía en las primeras semanas.
Pregunté al hombre del mostrador por algún hotel y me habló del
Granada, a pocos metros; pero a continuación añadió: “Depende de lo que quiera
pagar, ¿me comprende? Ahí, poco. Por algo más, el Cuatro Naciones, más en el
centro. Más todavía, el Regina. Bueno, y más todavía, el Simón”.
Me explicó cómo ir al hotel Cuatro Naciones.
Calle Barquero, un estrechamiento que une la plaza de San Miguel con la de
Mármol de Bañuelos, inmediata a Las Tendillas.
Entré,
tras la contundente calificación del hotel que me hizo el del mono azul, que
era, como después supe, el limpiabotas del mismo. Un muchacho bajo, gordito,
muy simpático, estaba tras un mostrador, en una esquina de un espacio amplio,
techado, en realidad un patio en una parte cubierto y en otra entoldado.
Habitación y desayuno 1900 pesetas al mes. Acepté, aunque era una cantidad
superior a la del sueldo que iba a cobrar (800 pesetas mensuales), y a la que
había de añadir las dos comidas que haría donde fuera y como pudiera, pensando
resolver el problema cuanto antes, o volverme a Madrid si no había otro
remedio. Fui por mis dos maletas, volví y me indicaron la habitación. No tenía
cuarto de baño, sólo un lavabo, un armario y una cama de hierro, con una
ventanita que daba a un patio interior. Hacía un calor insoportable. ¡Qué sería
en julio y agosto!, pensé.
El patio del hotel se llenó de gente. Los
menos, huéspedes estables. Los más, gente que venía de los pueblos, que se veía
de economía sólida, bien vestida aunque con cierto aire de lugareños, a quienes
el muchacho de la recepción y el limpiabotas trataban con una mezcla, muy
andaluza entonces, de familiaridad y prevención (gente, como pude comprobar
días más tarde, que podía pasar en un instante de la familiaridad y el tuteo
hacia el inferior, a la brusquedad y a marcar las distancias).
Me senté allí mismo para desayunar un café con
churros. El limpiabotas, entregado a su faena de manera concienzuda, de
rodillas sobre un cojincito, sentado sobre una minúscula banqueta que llevaba
bajo el brazo cuando se desplazaba de un lugar a otro, lustraba los zapatos de
alguien sentado cerca de mí. Colocado el pie sobre un molde de zapato en la
parte superior de la caja, introducía un par de naipes entre zapato y calcetín
para trabajar sin mancharlo de betún o de tinte con su violento y agilísimo
cepillado. Luego pasaba una bayeta para abrillantarlo, dando al final
verdaderos zarpazos en el empeine. Posteriormente, la deslizaba por detrás y
por delante para, a continuación, extraídos los naipes, indicar con un
toquecito en el zapato y una mirada a su poseedor que había de quitar el pie y
colocar el otro. Repetida su tarea en el segundo zapato, otro toquecito y otra
mirada significaban que había puesto fin a su labor. El limpiabotas, después de
recibir unas monedas, se levantó, y con la caja en la mano izquierda, miró mis
zapatos y los señaló con el dedo índice de la mano derecha, con evidente
significación interrogativa de si quería que me los limpiase. Comenzó conmigo
el mismo ritual.
Durante el mes y medio de mi estancia en el
hotel nos veíamos a diario el limpiabotas y yo. En los veinticinco años
siguientes nos cruzábamos a veces por la calle y nos saludábamos sin más. Él,
con manifiesta simpatía, me decía siempre: “Vaya usted con Dios, don Cal-lo”.
Hasta enero de 1976, que me detuvo por primera vez; me puso la mano en el brazo
y me dijo: “Don Cal-lo, esto me parece a mí que se ha acabao. Ya
se puede empezar a hablar, ¿no?; aunque a lo mejor todavía no muy alto... ¿Sabe
usted que yo estuve en las Brigadas Internacionales? Lo he tenido más callao...”.
“Sí, se acabó; esto se acabó ya. Pero un día
tenemos que hablar”, le respondí yo.
Sonriendo, siguió su camino, después de
estrecharme la mano. Unas semanas después me contó su historia en la guerra
civil. “Yo fui el guía de aquellos de las Brigadas que llegaron hasta Lopera y
por poco toman Montoro... Pero, ¡no había manera de entenderse! Allí hablaba
cada uno de una manera distinta, no me entendían, ni yo les entendía a ellos.
Así pasó lo que pasó: el desastre... Pobre gente aquélla. Y yo, luego, me
escondí, hasta que me cogieron, me llevaron a un campo de concentración,
después salí y me callé como un muerto. ¡Cualquiera decía esta boca es mía!”
(...)