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Al despertar de
un sueño intranquilo a causa de la
juerga de la noche anterior, el hombre no oirá nada.
Entonces pensará que se ha quedado
sordo y que la voz del tipo con quien estuvo tomando fue el último sonido de su
vida.
Y cuando se restriegue los párpados y
se disponga a sacar los pies de la cama en busca de sus pantuflas, creerá que
son las diez del sábado. Porque entre semana, antes de dormir, acostumbra
programar su radio despertador en cualquiera de las estaciones de noticias que
apenas si oye, más por costumbre que por necesidad y más por vicio que por
interés de estar informado. Empero, cuando algún ventarrón o los camiones de
mudanzas o refrescos revientan los cables, el radio no reacciona y lo único que
el hombre oye es su propia respiración, como si regresara a sus tiempos de
preparatoriano, cuando volvió del Distrito Federal a consagrarse como poeta y
la colonia sólo era un fraccionamiento con lotes disponibles que se anunciaban
a plana entera en el periódico [«Aproveche, venga y encuentre el nivel digno de
usted y de su familia. Crédito fácil. Enganche accesible. Mensualidades
módicas»] y en estas calles menudeaban los montones de arena y ladrillo, los
andamios, las carretillas, las trincheras para los cimientos, y sólo muy de vez
en vez en días hábiles transitaba por ellas algún ocho cilindros Oldsmobile,
Pontiac, Mercury, Desoto, Packard, Buick.
Así que, tal vez al principio, la
sensación de despertar al silencio de un día remoto no lo sobresalte demasiado.
–Sordo no estoy, ¿eh? –Dice el hombre.
–Porque me despertó el ruido de mi respiración... Además escucho muy bien mis
palabras: bueno, bueno, probando…
A este buen hombre ya le falla todo,
aseguran la esposa y los hijos [aunque sólo los mayores porque el hijo menor se
cocina aparte], y el diagnóstico de tal decadencia sirve muy a menudo para
amenizar la sobremesa.
El cabello de mi tía era del color del
jarabe para la tos y siempre se lo peinaba hacia arriba, formando con ello una
onda que la hacía más alta de lo que ya era de por sí, debido tanto a mi
estatura de niño de cuatro años como a su actitud de modelo de calendario. No
sé si las ilustraciones de Jesús Helguera [La
leyenda de los volcanes, La espera
junto al mar, La Malinche]
influyeron en la memoria que me forjé de ella o si fue su físico el que
encontró traducción exacta en esos cromos. Lo cierto es que la belleza de mi
tía, real o idealizada, correspondía a la perfección con su carácter,
objetivado en una sonrisa constante cuando me acostaba en su regazo durante las
noches en que mis padres no volvían de los andurriales donde daban clases;
cuando después de bañarse y bañarme en tina se ponía un fondo translúcido y me
veía con ojos que limpiaban hasta mi más golosa curiosidad; cuando se colgaba
en el antebrazo una canasta de raíz en la que todo cabía y me llevaba con las
marchantas del recaudo; cuando vestía ropa de salir y cogía algún bolso [de
charol o ante] de donde sacaba para los dulces, chicles, chocolates y muéganos
que unas luciérnagas de ropa entallada ofrecían por los pasillos del cine
Iracheta, mientras en la pantalla el muchacho vencía al mal, la muchacha
preparaba el beso de final feliz y los cómicos liberaban a cada rato perfectas
medias lunas de los siempre sonrientes labios de mi tía.
Como cualquier adulto habría previsto,
no pasaron muchos meses antes de que, además de mí, mi tía se hiciera acompañar
por un compañero de oficina. Y menos tiempo aún necesitó ese tipo paliducho de
sombrero de fieltro y bigote de cinta de aislar [varios ramos de flores,
misteriosos paquetes con moño, cajas de chocolates rellenos de licor, bombones
y galletas finas], para pasar de amigo a novio oficial, un epíteto cuyo
significado no conocía ni quise entender cuando ella intentó explicarme
hincando una rodilla, tomando mi mano derecha con su mano enguantada,
levantándose el velo de encaje que le caía hasta la barbilla y mirándome a los
ojos antes de erguirse y dar media vuelta para entrar en la sala donde el tal
por cual, para entonces ya muy orondo y expandido a todo lo largo de los brazos
del sillón, tomaba rompope y vino de jerez o acáchul en compañía de mi abuelo,
su inminente suegro, quien se levantó de la cama para recibirlo pese a padecer
una enfermedad terminal. Por mí, si hubiera tenido más años, lejos de hacer los
honores al novio oficial le habría dado un balazo en la frente. Pero apenas iba
a cumplir cinco y mis pistolas eran de fulminantes. Así que antes de que yo
pudiera digerir aquello, y eso que al terminar la solemne reunión apuré lo poco
que dejaron en las copas, el fulano aquel lució en la frente no el hoyo que
merecía sino la insignia de prometido.
El prometido. Ese personaje de cartón
que semanas atrás apenas se atrevía a rozarle a mi tía la mano con las puntas
de sus dedos de pianista cuando le entregaba el ramillete de gardenias. Ese que
nunca antes tocó el aldabón con las manos vacías, aunque asistiera a diario, y
quien al sentarse ponía las sudorosas manos en las rodillas y sólo replicaba
con un rictus a las risas de mi tía y con monosílabos a la charla de los demás
adultos apersonados por instantes en la sala durante esas visitas. Ese que me
miraba sin poder disimular su inquietud cuando yo estrujaba, olía y masticaba
el envoltorio de la ofrenda del día; ese personaje, casi tan transparente y tan
de puro adorno como el celofán, de pronto echaba por la escupidera de porcelana
su aspecto inofensivo e inexplicablemente se convertía en villano. Y digo
inexplicablemente porque nadie, ni siquiera mi tía, pese a que se lo pregunté
con toda sus letras, acertó a explicarme bien a bien qué quería decir eso de
pedir la mano. Aunque a ella yo la justificaba, porque quizá la había
decepcionado al negarme a oír su explicación previa referente al noviazgo
oficial.
Sin embargo, aún ocurrirían hechos
todavía más inexplicables para mí.
Cuando ella salió toda de blanco, hice
un berrinche de trapear con mocos el zaguán entero y de plano me negué a
levantarle la cola del vestido de novia, no nomás por mal portado sino también
porque nadie me dijo antes qué quería decir aquello de casarse por la iglesia.
Un cura de La Villita, con capa de luchador fachoso puesta al revés, les
preguntó en la iglesia de El Carmelo si se aceptaban como esposos. Y aunque eso
último sí lo entendí y estuve implorando un milagro para que ella dijera que
no, ni siquiera en el banquete quise aceptar lo que estaba sucediendo. Y no fue
sino hasta que ellos se despidieron para la luna de miel cuando comenzó a
caerme todo de golpe, a fulminarme el rayo de saber que ese descolorido de
sombrero de gángster y bigote de Luis Aguilar se la estaba llevando para
siempre. ¿Adónde? A Acapulco, creo.
Con un sobresalto muy parecido al de
este momento, pregunté a mi madre si acaso regresarían. ¿Quiénes? Ellos.
¿Quiénes ellos? Los novios.