Homofobia. Odio, crimen y justicia, 1995-2005

I
Todos

 

 

Bárbara Illán Rondero, quizá una de las funcionarias públicas con mayor conocimiento de los vericuetos y entresijos de la procuración de justicia en México,1 soltó a rajatabla: «No se las mostrarán: sería como bajarse los pantalones». La solicitud había sido directa y sin rodeos. Se le pedía su mediación para acceder a los archivos de la procuraduría capitalina y terminar por revisar las averiguaciones previas de por lo menos 75 de los 125 asesinatos de homosexuales cometidos únicamente en el Distrito Federal, en la última década.

A comienzos de febrero de 2006, parecían buenos esos días para solicitar su intervención. En las oficinas centrales de la procuraduría –paradójicamente situada en la colonia Doctores, uno de los barrios con el mayor índice delictivo de la capital mexicana– se vivían jornadas excepcionales. No habían pasado ni dos semanas desde la captura y presentación de dos de los asesinos seriales más sonados en los últimos meses, cuyos crímenes habían llamado la atención por su ferocidad y saña. A uno de ellos, Raúl Osiel Marroquín Reyes, conocido como «el Sádico», se le imputaba el asesinato de cuatro homosexuales. Sus víctimas habían sido ultrajadas, descuartizadas y abandonadas en la vía pública luego de introducir sus despojos en maletas de viaje negras. Al otro, Juana Barraza Samperio, apodada «la Mataviejitas», se le hacía responsable de cerca de una docena de asesinatos contra ancianas. Ella se hacía pasar, en la mayoría de los casos, como una trabajadora de asistencia social y tras ganarse la confianza de sus víctimas las estrangulaba en el interior de sus domicilios particulares.

Con los reflectores encima, las autoridades policiales habían logrado el reconocimiento público por su labor al consignar a dos criminales cuyos asesinatos parecían estar motivados por el odio. El 25 de enero de ese año, cuando fue presentada ante los medios de comunicación, la Mataviejitas, quien se identificó como una activa participante y aficionada al deporte de la lucha libre, se sinceró: «Cuando estaba con las señoras de repente me daba coraje y rabia cuando me observaban, por eso las mataba. Soy ruda en la casa y el ring».2 Un día después, el 26 de enero, el Sádico también confesaba sin aparente remordimiento el haber asesinado a homosexuales: «Le hice un bien a la sociedad. Me deshice de homosexuales que, de alguna manera, afectan a la sociedad».3

En esos días en la procuraduría se palpaba cierto dejo de orgullo. En los pasillos todavía se escuchaban comentarios sobre las reacciones favorables de los periódicos hacia las autoridades policiales por la consignación de los criminales. Esos sonados éxitos mediáticos animaban lo suficiente como para solicitar la intervención de una de las funcionarias con mayor prestigio en la institución –sobre todo por su conocida deferencia hacia los familiares de víctimas–, con el fin de solicitar su apoyo para cotejar los archivos policiacos. Era importante acceder a los documentos que registraban puntualmente todos los trabajos de investigación sobre los asesinatos contra homosexuales, pues quizá con ello se pudieran revertir en parte las numerosas críticas contra la procuraduría por su desempeño en la investigación de esos crímenes. Finalmente, la captura del Sádico fue bien recibida por dirigentes e integrantes de la comunidad gay en México.

Quizá era el mejor momento. En numerosos foros e informes públicos de organizaciones civiles y de derechos humanos, se había vuelto un lugar común denunciar la falta de interés o cuando menos la negligencia de las instituciones al momento de investigar y esclarecer los crímenes contra homosexuales. La Comisión Ciudadana Contra los Crímenes de Odio por Homofobia (CCCCOH), por ejemplo, venía denunciando desde 1998 en cada uno de sus informes anuales, el desprecio de las autoridades policiales a la hora de perseguir esos asesinatos:

 

En la investigación policiaca de los crímenes aún impera la indiferencia, el desprecio y la negligencia por parte de las autoridades procuradoras de justicia. La calificación de estos asesinatos como «pasionales», contribuye a la extorsión policiaca y a su desatención.4

 

Incluso, una vieja recomendación elaborada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) sumaba 12 años sin ser atendida. Emitida el 31 de agosto de 1994, la recomendación 102/94 solicitaba a la procuraduría del Distrito Federal que «se iniciara procedimiento administrativo en contra de agentes del Ministerio Público y de la policía judicial encargadas [sic] de la investigación, por la dilación observada en la integración de las indagatorias y la omisión en la práctica de diligencias»5 que llevaría al esclarecimiento del asesinato de Francisco Estrada Valle, activista en pro de los derechos de las minorías sexuales e integrante de la organización civil AVE de México, defensora de los homosexuales que viven con el VIH, acribillado el 21 de julio de 1992.

Tras el asesinato de Francisco Estrada, la valerosa actitud de su madre, Alicia Valle, es uno de los ejemplos más claros en lo que se refiere a férreas exigencias de justicia. Su hijo, de 35 años, médico de profesión, fue hallado muerto en un departamento del barrio de Coyoacán junto con sus colegas, René de la Torre González y Javier Rivero Meléndez. Los tres, muertos por estrangulación, presentaron también huellas de tortura, siendo encontrados con sendas mordazas y atados de pies y manos. Menos de 24 horas después, otros dos cuerpos de homosexuales fueron descubiertos en la colonia Anzures, víctimas del mismo modus operandi; los de Francisco Palomera Pimentel y Nicolás Amerena Lagunes, igualmente amordazados y abandonados en posición decúbito ventral, con manos y pies atados hacia atrás del cuerpo. Al menos cuatro testigos declararían que habían visto a dos sospechosos en un automóvil con cortes de pelo similar a los militares. Las autoridades relacionaron los cinco crímenes e integraron las pesquisas en un sólo archivo policial.6 Incluso, las investigaciones llevaron a desarrollar un retrato hablado de uno de los sospechosos del crimen, el de Javier Piñón Gómez, un supuesto militar que había trabajado en la Escuela de Transmisiones del Ejército Mexicano. A otros dos inculpados, Rodolfo Brindis Castillo y Arnulfo Loya Carpizo, identificados por tres testigos, se les buscó ejercer acción penal pero fueron liberados por un juez que falló en su favor «el incidente de desvanecimiento de datos promovido dentro del proceso penal».7 Para las autoridades y deudos de las víctimas no había dudas. Las cinco ejecuciones debieron ser realizadas por más de una persona. Las propias necropsias hechas a los cuerpos confirmaron que «dos o más personas» habían sido responsables de los homicidios. Sin embargo, las autoridades investigadoras no esclarecieron ninguno de los crímenes. Ocho meses después de los homicidios, las autoridades perdían la batalla o desistían de continuarla. Hasta el 12 de marzo de 1993 culminaron las indagatorias. Después, las diligencias ministeriales fueron esporádicas y finalmente, el 6 de abril de 1994, se dejó de investigar.

Desde el 14 de agosto de 1992, la madre de Francisco Estrada decidió buscar el apoyo de la recién creada CNDH para esclarecer el asesinato. A la queja presentada por Alicia Valle se sumaron más de 100 participantes de la VII Conferencia Internacional sobre el sida, reunidos en Ámsterdam, Holanda, los que en conjunto denunciaron ante la CNDH las violaciones cometidas por las autoridades investigadoras en el caso de Francisco Estrada Valle y los otros cuatro crímenes. La CNDH, entonces presidida por Jorge Carpizo McGregor, tardó dos años en emitir la célebre recomendación 102/94,8 cuyas conclusiones confirmaron lo que los deudos de las víctimas venían denunciando: «La dilación observada en la integración de las indagatorias y la omisión en la práctica de diligencias conducentes al esclarecimiento de los hechos». La CNDH sugería que se iniciara procedimiento administrativo en contra de los agentes del Ministerio Público y de la Policía Judicial encargados de la investigación. Las autoridades jamás cumplieron tal recomendación.

De la revisión de los expedientes policiales integrados en la procuraduría capitalina, la CNDH señaló que lejos de conducir a la persecución de los crímenes, constituían «obstáculos para que se realice una investigación clara y precisa, anomalías que a fin de cuentas se traducen en una dilación en la procuración de justicia».9 La CNDH además reclamaba que las investigaciones sólo iban dirigidas a encontrar a los presuntos asesinos en el círculo íntimo de las víctimas, dejando a un lado otras líneas de indagación. La CNDH denunció en la recomendación que:

 

Resulta notorio que desde el principio de la investigación, el órgano ministerial se dedicó preponderantemente a recabar diversas testimoniales de las personas relacionadas con los occisos por lazos familiares, de amistad o laborales. No obstante que en las declaraciones de los diversos involucrados se alude a hechos que pudieran constituir indicios para el esclarecimiento del caso, dichos elementos no han sido investigados exhaustivamente.

 

Y más. La institución nacional de defensoría civil también observaba que «la investigación policial ha girado en torno de los mismos elementos con que se contaba desde un principio, sin que la policía judicial se haya preocupado por encontrar nuevos indicios en relación con el caso, como sería el hecho de recabar informes sobre los vecinos de los lugares en que se suscitaron los homicidios, lo cual se ha omitido a pesar de que los occisos vivían en edificios de condóminos».10 Concluía que le sorprendía la interrupción abrupta de la investigación sobre los asesinatos:

 

Independientemente de las omisiones que se han señalado, en forma no limitativa, esta comisión nacional observa también que la procuraduría ha interrumpido el natural desarrollo de la investigación sin motivo alguno. Lo anterior se hace evidente en la substanciación de la averiguación previa 32a/882/92-07 (relacionada), la cual se inició el 26 de enero de 1993 y en la que se practicaron diligencias sólo hasta el 12 de marzo de 1993. Después de lo anterior, las diligencias ministeriales fueron esporádicas y se dejó de actuar el 6 de abril de 1994.11

 

El desinterés, cuando no la indiferencia, mostrados por las autoridades para perseguir el asesinato de Francisco Estrada, terminaron por hacer nacer en su madre una firmeza sólo entendible como una fe inquebrantable en el valor de la dignidad humana. Del dolor y la rabia pasó a contar con una vigorosa fortaleza para insistir en el esclarecimiento. Alcia Valle confiesa:

 

Francisco, mi Pillo, tenía una frase que le gustaba mucho decir: «El crecer duele». Decía que no se podía crecer como ser humano sin pasar por el dolor que implicaba aprender de la vida y las cosas. Hay muchas lecciones que le debo. Él hizo que me templara. Fue mi gran maestro; hizo, incluso, que yo pudiera soportar el asesinato, si no, le aseguro que me hubiera quebrado.

 

Año tras año, esta inquebrantable mujer se ha hecho presente en la procuraduría capitalina. Su célebre «plantón» rompe con toda explicación simbólica. No es sólo la conmemoración del asesinato de su hijo, es la vehemente muestra, por mínima que sea, de que la impunidad se funda de manera frecuente en la negligencia de las autoridades. Desde 1993, más de ocho procuradores capitalinos y un número aún mayor de fiscales encargados de homicidios la han escuchado tocar sus puertas exigiendo justicia. Ninguno ha dado respuesta al llamado, trátese de gobiernos «autoritarios», de gobiernos «del cambio» o de los llamados «de esperanza». Nunca antes, esos «procuradores de justicia» habían recibido un calificativo de negligencia unánime, ni habían instalado con tanta profundidad la imagen de que el prejuicio homofóbico es algo que afecta a todos. Alicia Valle es, con todo, uno de los pocos deudos de víctimas que han levantado la voz para que se persiga el asesinato de un familiar homosexual. Muchas familias de ejecutados han desistido en denunciar por temor al escarnio público, a la homofobia interiorizada o por el desgaste que les ha implicado toparse con una burocracia policial que hace todo por alargar los procesos de investigación. Alicia Valle apostilla:

 

Nadie quiere saber nada. Muchos padres o familiares directos no dan la cara por vergüenza. No los juzgo pero tampoco los justifico. Nos hace falta mucha calidad humana para podernos enfrentar a una sociedad que rechaza a los homosexuales. Estamos sumergidos en un mundo donde la homofobia, muchas veces nacida desde el seno familiar, a veces es más importante que el dolor que nos causa la perdida brutal de un ser querido.

 

Los números le dan la razón: de los 387 asesinatos registrados en este renglón de 1995 a 2005, sólo 17 familias han persistido en llegar al esclarecimiento de los crímenes y permitido que la Comisión Ciudadana Contra los Crímenes de Odio por Homofobia las coadyuven para impulsar el esclarecimiento de las ejecuciones.