El ombligo del dragón

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He descubierto un mundo que ya existe. Ese mundo no está al otro lado de un océano ni más allá de un abismo. Tampoco tiene banderas en la cima de alguna pendiente. Es más, ni siquiera posee un nombre. Sin embargo yo, que no quiero recordar el mío, conozco a su único habitante desde siempre. Piérdete, me susurró por el microscopio, para que puedas buscarte. Pero lo arrojé al fondo del pozo escusado con tal de que el agua supiera de mí. Dormí y anduve. Anduve y dormí. El lodo devoró la suela de mis tenis. La ciénaga olía tan mal que había que pronunciarla de vez en cuando. Si uno no llena el aire el aire lo llena a uno. Y enajenada por el canto de tantos sapos como luciérnagas me dejé succionar.

Ahora es el bisbiseo proveniente de mi hijo de tres semanas.

Su padre se fue a China, dejándonos solos. Yo lo observo diminuto, como cuando escrutaba un grillo a través de una lupa. «¿Quién es é se que an dahí? es Cri Cri, es Cri Cri». Las mejillas coloradas por la fiebre, los labios ampollados al borde del puchero. Dos manitas se asoman por las mangas de un mameluco, mostrando la misma pelusa ámbar que le recubre el resto de la piel. Sus ojos grises también me miran –ignoro si, contraviniendo las leyes de la genética, se tornarán glaucos como los de su padre.

A veces olvido que Ermilo ya no está aquí. En las noches de insomnio escucho la regadera, luego las plantas marchitas me espinan. Tal vez la penumbra de la selva ya comience a aclarar su piel, aunque tanto zumbido, tanta putrefacción, ha de obligarlo a buscar el sol. Pienso en esos pescadores anónimos que se levantan al alba. Salvo que los hombres del agua no tienen que ir al otro lado del mundo para encontrarse a sí mismos. Les basta con lanzar su anzuelo para palpar la profundidad.

Y con lo que me aterra una escena relacionada con su retorno.

Estoy sentada, alimentando a nuestro hijo, alguien llama a la puerta y al levantarme con la criatura en brazos un paquete aparece en medio del vestíbulo. (Desconozco el contenido, aunque esta mañana, cuando hube de firmar el recibo de la mensajería, deseé con vehemencia que fuera un remedio contra la enfermedad del niño.) Luz, mi nana, sacude el paquete antes de colocarlo de nuevo en el suelo. Sobre el parqué yace una caja rectangular, de poco más de 30 centímetros de ancho por 60 de largo, envuelta en papel blanco, sobra decir, de china. En principio no me decido a abrirla por el mismo miedo que me impide asistir a una práctica de campo sin mi linterna. Aun así, comienzo por desatar la fina cuerda de plástico que tensa sus cuatro paredes. A continuación, despego cada pedazo de cinta adhesiva, retiro pliego por pliego el papel. Luego, Apúrese o voy a tener que romper el cartón con los dientes, me topo con dos hileras de grapas al centro, mismas que, A ver, deje ahí, las uñas cascadas de Luz me interceptan. Apenas logra levantar ambas tapas, una lluvia de filigranas de Unicel inunda el suelo anunciando la llegada de un mullido embalaje de burbujas. Ay niña, desde chiquita abría sus regalos con la misma parsimonia, sólo cuando extraigo el contenido, después de tronar con pulgar e índice algunas de las esferas de plástico, la impaciencia de mi nana y mi temor se difuminan.

Ignoraba que Tali, ubicado a orillas del lago Ehrai, en la provincia de Yunnan, formara parte del Reino de las Plantas y Animales, el Jardín de las Maravillosas Flores Celestiales o la Casa del Perfume. La tarjeta endosada al hocico de la figura, me lo revela.

 

«Te impresionaría saber la cantidad de mañas que tiene para ocultarse del sol. Anoche, por ejemplo, lo vimos untarse barro a modo de mascarilla. Sus compañeros parecían burlarse de él. Claro, del modo como lo haría una lagartija de jardín. De veras, me estoy compenetrando tanto con él que ya comienzo a percibir sus emociones. El muy ingenuo conoce tan bien su debilidad que cree poder disfrazarla.

Por favor no investigues de dónde proviene. En cuanto pueda, volveré.»

 

Y del niño nada. Ni una sola letra trazada en la hoja. Como si la línea se hubiera desvanecido. Como si uno olvidara que ha tenido un hijo y no hiciera falta garabatearlo hasta en los muros para recordarlo.

–Tíralo a la basura, ya estoy harta de lagartos.

–Pero si es un juguete muy hermoso.

–Que lo tires.

Aunque me da pena desechar un objeto tan fino de forma tan grosera, acompaño a mi nana hasta el basurero. Sé que si Ermilo lo hubiera envuelto con menos cuidado podría atesorarlo. En cambio, intuyo al instante sus instrucciones. ¿Para qué indagar en la procedencia de un objeto capaz de mutar a quien lo mira?  

Así que con una mano levanto la cabeza fofa de mi hijo y con la otra sujeto su breve espalda. Lo paseo por esta suave jungla que me tomó más de un mes decorar (en cuanto mis padres aceptaron que lo trajera a casa me dediqué a decorar este espacio acogedor): repintar las paredes luidas del cuarto de juegos, trazar una cenefa de leones a tono con la recámara. Incluso antes de que tachara de la lista comprar pañales y plantas el cuarto ya olía a talco con savia. E-l-i-o ignora el sentido de esas cuatro letras bordadas en el bolso de su piyama: con todo, las deletreo y lo nombro. Me alejo de su cuna para acercarme a la ventana. El jardinero, un hombre joven que también trabaja de portero, las niñas de la vecina corriendo tras un perro labrador.

Se ha dormido.

Desdoblo de nuevo los brazos para colocarlo en la cuna. Cubro su delicada figura con la manta que la madre de Ermilo tejió. Me da pena recordar que no la he ido a ver. Aun así, estoy tranquila. La respiración del niño es apacible como si en el envío de ese pueblo remoto ciertamente hubiera llegado el alivio a sus males. Sin embargo, al frotar la cobija con pulgar e índice, me doy cuenta. He obligado a Luz a tirar la futura herencia de Elio. Como finalista de un reality show bajo discretamente hasta la cocina. Al fondo, el mueble de Talavera con la cocina integral; en la pared, el refrigerador junto a la alacena; al centro, el basurero, entre el fregadero y la barra de picar. Al abrir la bolsa de plástico, el cuerpo afilado –siete hileras transversales de escamas– luce tan real que no me decido a tocarlo. Comprendo, eso sí, que hace varios siglos un elefante murió para darlo a luz. De modo que lo extraigo y acaricio su vientre en señal de absolución, antes de llevarlo conmigo al estudio para encender la computadora.

La foto 51, el primer registro visual del ADN, se repite en una serie que enmarca la página virtual del proyecto: al centro, como trazada por un plumón invisible, aparece nuevamente la imagen del cocodrilo albino.

Procuro descubrir en el reptil las cualidades hipnotizantes. Busco entre sus rasgos aquello que ha captado la atención de un hombre como para alejarlo más de 20 mil kilómetros de su tierra. No puede hablar ni reír, acaso al devorar a sus víctimas derrame alguna lágrima. Sitiado como está, en su epidermis, seguramente ignora la angustia de la incomunicación. Recibir noticias, deglutir mensajes, intercambiar un poco de información: tales vanidades corresponden a un mundo lejano donde la supervivencia no sólo se basa en comer y dormir.

Vuelvo al cocodrilo de marfil. Sí. Aún yace sobre mis piernas. Reconozco que la decisión de botarlo se basó en una absurda premisa. Eso de que cuando uno está dándole vueltas y vueltas a las cosas, éstas tienden a concretarse. Quién sabe. Con una mínima dosis de poder mental, podría ser producto de mi imaginación. Salvo que al palparlo descubro que es una clave para acercarme a Ermilo.

El padre de mi hijo ha vivido más de 20 años obsesionado por un animal que hasta su partida sólo existió en un pedazo de hueso. Suelto una carcajada. Pero por si las dudas marco a Acapulco.

Al otro lado, un débil acento costeño se apresura en contestar. Pregunto por ella. Ethel Krauz habla a un ritmo acompasado que transporta al mar en un vaivén. Como si se tratara de un caracol, introduzco el dedo índice en la espiral del cable y pego la oreja al auricular (su voz es una ola agolpándose en el acantilado, de esas que se cuelan por la escalinata que da al jardín). A punto estoy de preguntarle por su hijo cuando por el intercomunicador escucho al mío prorrumpir en un llanto agudo. Miro el reloj, siete treinta de la mañana, han pasado más de dos horas desde que se durmió. Le propongo a su abuela llamarla más tarde.

El niño me recibe con un último sollozo. Por primera vez lo consuela mi voz, lo cual me basta para perdonarle cualquier irrupción. De ese modo apacible vierto la fórmula en el agua y la meneo para que desaparezcan los grumos. Observo, pese a la oscuridad, cómo el polvo va acoplándose al líquido. Enrosco la tapa y acerco el biberón a sus labios que, al contacto con el chupón, se separan en un reflejo. Elio cierra los párpados y despereza los puños. En su pequeño universo todo marcha de tal modo que no necesita asirse a nada. Sólo cuando reacomodo la mamila arquea las cejas en un gesto de inconformidad. Su piel despide un aroma dulce, mezcla de crema y loción, aunque basta que la frote un poco para aspirar el mismo olor a verde que transpira su padre. Inclino la cabeza para besarlo. Enderezo el torso de nuevo. Estiro el brazo para abrir la persiana.

Entonces, en cuanto entra la luz, una variación cromática irrumpe en el cuarto. Igual que si nuestra realidad fuera una caricatura cuyo dibujante jugara a desteñir. Parpadeo repetidas veces. No hay diferencia en las cortinas, tampoco en la cuna ni en los muros sin ilustrar. Por lo visto es el niño el único que ha cambiado. Lo contemplo con incredulidad. Me acerco de la misma forma que si quisiera besarlo. Él se arrima a mis manos iluminándolas. Un esbozo de sonrisa sobresale en su tez.

Contengo la respiración, antes de hurgar entre los dedos de sus pies. Limpio las lagañas blancuzcas de sus lagrimales. Noto que, además de faltarle el pigmento en el pelo y la piel, sus pupilas se han tornado rosáceas.

Pero el timbre lleva un rato sonando. Con el niño en brazos, bajo deprisa las escaleras. A punto estoy de tropezarme con un paquete que se encuentra en medio del vestíbulo. Un hombre uniformado sostiene una pluma en el umbral de la puerta. Luz examina una hoja que le resulta ilegible.